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des, se vieran después multiplicadas estas lumbreras, y resplandeciendo en la esfera del poder, en los altos consejos, en las academias, en las aulas y en los libros; semillas que habian de producir y generalizar la civilizacion en tiempos que hemos tenido la fortuna de alcanzar, y cuyo fruto y legado nunca podremos agradecer bastante á nuestros mayores.

IX.

Tál era el estado social de España, y tál habia sido la conducta de los hombres del gobierno, en lo político, en lo económico, en lo religioso y en lo inteleclual, cuando las legiones de nuestra antigua aliada la Francia, cuando las huestes del poderoso emperador que se decia nuestro amigó, se derramaron por nuestra península, cándidos é incautos iberos nosotros, nuevos cartagineses ellos, que venian fingiéndose hermanos para ser señores. El gran dominador del continente europeo, el que como abierto enemigo y franco conquistador habia subyugado tan vastas y potentes monarquías, solo para enseñorear la nuestra creyó necesario vestir el disfraz de la hipocresía. Sin quererlo ni intentarlo confesó una debilidad y nos dispensó un privilegio.

¿Habrian sido bastantes los desaciertos políticos de Cárlos IV., del príncipe de la Paz y de los demas ministros de aquel monarca para inspirar á Napoleon el pensamiento de apoderarse del trono y de la nacion

española, ó fueron necesarias las intrigas, las discordias y las miserias interiores para atraer sobre ella las miradas codiciosas del insaciable conquistador? Aun dado que aquellas no hubieran existido, no es de suponer que fueran los Pirineos mas respetable barrera á su ambicion que lo habian sido los Alpes y los Apeninos, y que se detuviera ante el Bidasoa quien no se habia detenido ante el Rhin y el Danubio; no es de creer que quien habia derribado los Borbones de la península itálica, dejára tranquilos en su sólio á los Borbones de la península ibérica; no es de presumir que quien estaba acostumbrado á humillar tan poderosos soberanos y á derruir tan vastos y pujantes imperios, pensára en hacer escepcion de un monarca débil y de un reino que tanto él mismo habia enflaquecido. Lo único que habria podido servir de dique al torrente de su ambicion, y de freno á su desmesurada codicia, hubiera sido la gratitud á una alianza tan constante y leal, tan útil al imperio como funesta á España, el reconocimiento á tan inmensos servicios, tan beneficiosos al emperador como costosos á los españoles. ¿Mas quién podia descansar en la confianza de un agradecimiento de que nunca se habian visto señales, ni cómo podia España prometerse que sus complacencias fueran mas generosamente correspondidas que las de Parma y de Cerdeña?

Pero si es cierto que habria bastado la desastrosa política esterior de nuestros gobernantes para atraer

sobre la nacion la tempestad que del otro lado del Pirineo estaba siempre rugiendo y amenazando, no lo es menos que las miserias del palacio y de la córte fueron como aquellas materias que llaman hácia sí la nube cargada de electricidad y atraen el rayo. Si cuando éste se desgaja, abrasára solo á los que provocan el estampido, casi no moverian á compasion las víctimas: pero Dios sabrá por qué los pueblos están destinados á expiar los crímenes ó las flaquezas de sus príncipes y de sus gobernantes, y esto es lo que acrecienta el dolor del infortunio. La córte de Cárlos II. tan vituperada no ofrecia un cuadro tan aflictivo como la córte de Cárlos IV. Alli eran cortesanos corrompidos y partidos políticos estrangeros los que abusaban de un monarca de flaco y perturbado entendimiento; aquí, adcmás de cortesanos inmorales, eran reyes y príncipes los que dentro del régio alcázar, divididos entre sí en odiosos bandos y urdiendo abominables intrigas, daban escándalo á la nacion, y comprometian el trono y el reino. Alli se disputaba la herencia de un soberano sin sucesion, y conspiraban las facciones en pró de cada aspirante á la corona. Aqui, habiendo sucesores legítimos, y ántes de la época legal de la sucesion, hablábase de hijos que aspiraban á suplantar á los padres, de padres á quienes se atribuian intentos de desheredar á los hijos, de privados que soñaban en escalar tronos y sustituirse á las leyes de la naturaleza y del reino, de reinas que postergaban el fruto de sus en

trañas al objeto de sus ilícitos favores. Alli se aborrecian los partidos contendientes, y nadie aborrecia al rey; aqui mostraban odiarse consanguíneos y afines del que ocupaba el trono, se achacaban recíprocamente designios criminales, temian ó fingian temer cada cuál por su existencia, y todos ¡oh baldon! invocaban humildemente contra sus propios deudos el auxilio y proteccion de un potentado estraño. ¿Qué habia de hacer este destructor de imperios, y este usurpador de coronas? Casi le disculparíamos si no se hubiera puesto máscara de amistad para encubrir y cometer una felonía.

Hay, sin embargo, en esta repugnante galería, un personage, que se destaca por la apacibilidad de su carácter, por el fondo de probidad que se dibuja en los rasgos de su rostro, y hasta en los errores de su proceder. Este personage es el rey. Honrado Cárlos IV., como Luis XVI., amante como él de su pueblo, pero débil como él, no escaso de comprension, pero indolente en demasía, y confiado hasta lo inverosímil, vivió y murió teniendo constantemente á su lado dos personas, y vivió y murió sin haberlas conocido, la reina y Godoy. No se comprende en quien ni era imbécil, ni careció de avisos imprudentes que le hicieran cauteloso. Solo puede esplicarse por una dósis tál de fé, que le representára cosa imposible la infidelidad. No fué el mayor mal, aunque lo era muy grande, de esta obcecacion, el haber fiado al valído la direccion de

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