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visto el emperador su hermano, lo que no ha visto la Junta suprema de Madrid, lo que no han visto los mismos españoles que le acompañaban. Ha visto José el verdadero espíritu del pueblo español, y le ha visto mejor que todos ellos, y no se ha engañado como ellos. Ha visto en los pueblos y en la córte más que tibieza, frialdad, más que retraimiento, desvío y desamor á su persona y á todo lo que fuese francés. Con su claro talento lo ha reconocido asi, lo confiesa con laudable despreocupacion, y con franqueza recomendable le dice á su hermano: «No encuentro un español que se me muestre adicto, á escepcion de los que viajan conmigo y de los pocos que asistieron á la junta... Tengo por enemiga una nacion de doce millones de habitantes, bravos y exasperados hasta el estremo.... Nadie os ha dicho hasta ahora la verdad: estais en un error: vuestra gloria se hundirá en España. »

D

Un rey que tan pronto y con tanta claridad comprendió su posicion y el espíritu del pueblo que venia á mandar, y que asi lo confesaba, no era un rey apasionado ni de escaso entendimiento. Estas y otras recomendables prendas comenzó á mostrar pronto José Bonaparte, y con la afabilidad de su carácter y con la suavidad de ciertas medidas se esforzaba por atraer, y acaso esperó captarse la voluntad de los españoles. Pero era esfuerzo vano: los españoles no veian en él ni condicion buena de alma, ni cualidad buena de cuerpo; representábansele vicioso y tirano, por

que era hermano de Napoleon; feo y deforme, porque era francés. Para ellos Fernando de Borbon, con su historia del Escorial, de Aranjuez, de Bayona y de Va lencey, era un príncipe acabado y completo; José Boraparte, con su historia de Roma, de París, de Amiens y de Nápoles, era un príncipe detestable y monstruoso, porque aquél era español y legítimo, éste francés é intruso. Con estos elementos, José conoció que tenia que ser aborrecido en España, José conoció que iba á ser sacrificado en España. Asi sucedió.

TOMO XXVI.

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XI.

Cuando José llegó á la capital de la monarquía, habíase encendido ya la guerra, casi tan instantánea y universalmente como habia sido la insurreccion. Que en los primeros reencuentros y choques entre las veteranas y aguerridas legiones francesas, y los informes pelotones mas o menos numerosos, ya de solos paisanos, ya mezclados con algunas tropas regulares, salieran aquellas victoriosas, y fueran éstos fácilmente derrotados, muriendo unos en el campo, y huyendo otros despavoridos, ciertamente no era un suceso de que pudieran envanecerse los vencedores. ¿Qué mérito tuvieron Merle y Lassalle en dispersar los grupos y forzar los pasos de Torquemada, Cabezon y Lantueno, ni qué gloria pudo ganar Lefebvre por que baticra á los hermanos Palafox en Mallen y en Alagon? Y aun la misma batalla de Rioseco, tan desastrosa para nosotros, perdida por imprudencias de un viejo general español temerario y terco, ¿fué algun portentoso triunfo de Bessiéres, y merecia la pena de que Na

poleon hiciera resonar por él las trompas de la fama en Europa, y se volviera de Bayona á París rebosando de satisfaccion y diciendo: «Dejo asegurada mi dominacion en España

por

Lo estraño, y lo sorprendente, y lo que debió empezar á causarle rubor, fué que sus generales Schwartz y Chabron fueran por dos veces rechazados y escarmentados los somatenes catalanes en las asperezas del Bruch; fué que Duhesme tuviera que retirarse de noche y con pérdida grande delante de los muros de Gerona; fué que Lefebvre se detuviera ante las tapias de Zaragoza; fué que Moncey, con su gran fama y con su lucida hueste, despues de un reñido combate y de perder dos mil hombres, tuviera que retroceder de las puertas de Valencia. Y lo que debia ruborizarle más era que sus generales y soldados, vencedores ó vencidos, se entregáran á escesos, demasías, asesinatos, incendios, saqueos, profanaciones y liviandades, como los de Duhesme en Mataró, como los de Caulincourt en Cuenca, como los de Bessiéres en Rioseco, como los de Dupont en Córdoba y Jaen, no perdonando en su pillage y brutal desenfreno, ni casa, ni templo, ni sexo, ni edad, incendiando poblaciones, destruyendo y robando altares y vasos sagrados, atormentando y degollando sacerdotes ancianos y enfermos, despojando pobres y ricos, violando hijas y esposas en las casas, vírgenes hasta paralíticas dentro de los claustros, y cometiendo todo género de sacrilegios y repugnantes

iniquidades. Sus mismos historiadores las consignan avergonzados.

¿Qué habia de suceder? Los españoles á su vez tomaban venganzas sangrientas y represalias terribles, como las de Esparraguera, Valdepeñas, Lebrija y Puerto de Santa María. Ni aplaudimos, ni justificamos estas venganzas y represalias; pero habia la diferencia de que estas crueldades eran provocadas por aquellas abominaciones; de que las unas eran cometidas por tropas regulares y que debian suponerse disciplinadas, las otras por gente suelta y no organizada ni dirigida; las unas por la injustificable embriaguez de fáciles triunfos, las otras por la justa irritacion de una conducta innoble; las unas por los invasores de nuestro suelo, los espoliadores de nuestra hacienda y los profanadores de nuestra religion, las otras por los que defendian su religion, su suelo, su hacienda, sus hogares, sus esposas y sus hijas. Tál comenzó á ser el comportamiento de aquellos ejércitos que se habian llamado amigos, que se decian civilizadores de una nacion ignorante y ruda.

La Providencia quiso castigar á Napoleon en aquello en que cifraba más su orgullo, en lo de creer sus legiones invencibles, y le deparó la gran catástrofe y

la

gran humillacion de Bailen, primer triunfo formal, pero inmenso, de las armas españolas contra los ejérci tos imperiales; de estos proletarios insurrectos, que él decia, sobre aquellas soberbias águilas acostumbradas

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