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XII.

La Providencia no quiso que siguieran luciendo dias tan infaustos para la infeliz España, y la permitió vislumbrar por lo menos alguna ráfaga de esperanza y algun síntoma de que no todo habia de ser adverso para ella. Ya la retirada de Napoleon desde Astorga, donde recibió la noticia de las novedades y peligros que se levantaban en Austria, pudo tomarse por feliz presagio para nosotros. El rayo de la guerra era empujado por el viento á otra parte. El eco del grandioso alzamiento del pueblo español, trasponiendo las inmensas distancias con que los mares le separan del Nuevo Mundo, habia resonado en aquellas dilatadas regiones de nuestros dominios, y todas, respondiendo al sentimiento de la metrópoli, se comprometieron á socorrerla con cuantiosos dones, y á ayudar con todo esfuerzo su patriótica causa, y la Junta Central en galardon de tan noble comportamiento las sacó de la categoría de colonias, las declaró parte integrante de nuestra monarquía, y dió participacion y representacion á sus dipu

tados en el gobierno del reino. Y la Gran Bretaña, que aun no habia hecho pacto formal de alianza con la nacion española, le ajustó ahora comprometiéndose á auxiliarla con todo su poder, y á no reconocer en ella otro monarca que Fernando VII. y sus legítimos sucesores, ó el, sucesor que la nacion reconociese. Consuelos grandes para quien tantos infortunios habia sufrido.

Otra parecia tambien comenzar á presentarse la suerte de las armas. Levantado el paisanage en Galicia y Portugal, enviado á este reino un nuevo ejército inglés mandado por Wellesley, el mariscal Soult que creyó dominar sin estorbo las provincias gallegas y el reino lusitano; Soult, que despues de marchar con trabajo desde Orense á Oporto y entrar en esta poblacion haciendo estragos horribles; Soult, que se intituló gobernador general de Portugal, y soñó como su antecesor Junot en una soberanía lusitana; Soult tuvo que emprender y ejecutar una retirada desastrosa desde Oporto á Lugo, metiéndose y derrumbándose hombres y caballos, y dejando los cañones, entre bosques, riscos, gargantas y desfiladeros, acosado por el ejército anglo-lusitano, y por los insurrectos paisanos portugueses y gallegos, pasando ahora él y su gente las mismas penalidades que pocos meses antes habia hecho sufrir á Moore y los suyos.

Dos mariscales del imperio, del nombre y de la talla de los duques de Dalmacia y de Elchingen, Soult

y Ney, se ven al fin forzados á entregar la Galicia á los insurrectos, y refugiarse á Castilla, donde rebullen ya tambien los partidarios como en Aragon, y como en Cataluña los somatenes. Y en el centro de España hacia el Tajo van las cosas de modo que obligan al rey Jose á salir en persona de Madrid con su guardia, bien que teniendo que retroceder pronto á la capital, que no contempla segura á pocos dias y á pocas leguas que se aparte de ella. Y operaban ya en España trescientos mil franceses! Napoleon desde Alemania decia: ¿Qué pueblo es ese, y qué se ha hecho de la pericia de mis mariscales y del valor de mis mejores soldados, de esos mariscales y de esos soldados con quienes subyugué en tres meses el Austria y dominé en un mes la Prusia, con quienes vencí en Italia, en Egipto y en Rusia, que ahora no aciertan á sujetar á soldados bisoños mandados por generales sin nombre, á un puñado de ingleses y á informes pelotones de paisanos insurrectos? ¿Qué se ha hecho la gloria de la Francia, la fama de invencibles de sus soldados y la reputacion de su emperador?»

Mucho más pudo decirlo al poco tiempo, al saber que Blake, con un ejército todo español y ya regularizado, medía sus fuerzas en Aragon con las del general Suchet, el mas activo y el mas entendido y afortunado de los generales franceses que guerrearon en España, y que si perdió las acciones de María y de Belchite, tambien ganó la de Alcañiz. Y más pudo decir

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lo después, cuando llegára á su noticia el triunfo grande del ejército anglo-hispano en la batalla de Talavera, la mayor que en esta guerra se habia dado, y en que jugaron mas numerosas huestes de una y otra parte. Presenció el vencimiento de los suyos el rey José. Achacábanse la culpa del triunfo de los nuestros los generales enemigos unos á otros, y á no dudar tuvo, mucha Soult en su perezosa tardanza, y en no haber acudido á tiempo con tres cuerpos de ejército nada menos que se habian puesto á sus órdenes. Pero tambien tuvimos nosotros que lamentar disidencias y rencillas entre el general español Cuesta y el inglés Wellesley, por imprudencias y temeridades de aquél, por exigencias é impertinentes amenazas de éste, que todo lo queria y á quien todo se le antojaba poco para los suyos, no obstante que los suyos ya tomaban más de lo que era menester de los pueblos, tratando nuestros buenos aliados á los pueblos españoles como á pais enemigo y de conquista. Disidencias y rencillas que hicieron infructuosa aquella victoria, que trajeron á los aliados conflictos como el del Tajo, y pérdidas como la de Almonacid, y que produjeron después la inoportuna retirada del general británico á la frontera de Portugal, y la dimision de Cuesta, con la cual en verdad pada se perdía.

Ni Napoleon en Alemania, ni los franceses aqui, pudieron imaginar nunca que hubiese otra poblacion en España capaz de oponer una resistencia tan tenaz

y porfiada, y de llevar el heroismo de la defensa hasta el punto estremo y hasta el grado portentoso que la habia llevado Zaragoza. No concebian posible un segundo ejemplo de aquel valor indomable y de aquella imperturbable perseverancia. Y sin embargo, le vieron y esperimentaron en la inmortal Geróna. En siete largos meses de sitio, de continuados ataques y diario combatir, de cotidiano cañoneo, de bombardeo asíduo, de mortandad y ruina, de hambre estrema en la poblacion, de peste asoladora, de infeccion mortífera, de devorarse unas á otras lås hambrientas bestias, y de caerse exánimes de inanicion los hombres por las calles, despues de faltar á las madres jugo con que alimentar á sus tiernos hijos, y á los hijos brazos con que sostener á sus ancianos y moribundos padres, despues de los estragos y horrores que el corazon siente, y la pluma se niega á describir, la misma imperturbabilidad que los generales franceses Mortier, Suchet, Moncey, Junot y Lannes vieron absortos en las tropas y en los habitantes zaragozanos, presenciaron atónitos los generales Reille, Verdier, Saint-Cyr y Augereau, en los soldados y en los vecinos, hombres, mugeres y niños de Gerona. Aqui hizo el insigne gobernador Alvarez lo que en Zaragoza habia ejecutado el ilustre Palafox. Quiso la fatalidad que en Gerona alcanzara el contagio de la epidemia al indomable Alvarez de Castro hasta ponerle á las puertas del sepulcro, recibida ya la Extrema-uncion, como en Zaragoza

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