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SEÑORES:

Llego, por benevolencia vuestra y con honra inmerecida, á ocupar la silla que la muerte implacable dejó vacía al arrebatarnos á Vicente Boix, y faltaría, por lo tanto, al más sagrado de mis deberes, si lo primero de todo, antes que todo y sobre todo, no me apresurase á consagrar un tributo de honor á quien tanto amasteis vosotros, á quien yo tanto amé, á quien Valencia toda recuerda como á uno de sus hijos más ilustres y preclaros.

Yo sé bien, por lo demás, que al cumplir con este deber, para mí sagrado, vengo también á satisfacer uno de vuestros más caros deseos y á corresponder á uno de vuestros más íntimos sentimientos. La mejor manera de demostraros mi gratitud por la honra que me dispensáis y por la hospitalidad fraternal y simpática que me ofrecéis, es la de recordar á Valencia, uno de sus varones ilustres; á esa juventud entusiasta que se agrupa junto á la bandera del Rat-Penat, uno de sus maestros; á la literatura lemosina, una de sus glorias; à la patria ibérica, uno de sus hombres.

De esta manera, también, evito las frases de cumplido y de estudiada modestia, que vienen á ser tema obligado al comenzar discursos de esta indole, frases que, por lo mismo que son impuestas, no son espontáneas, resultando con esto una situación difícil: para el que habla, porque la costumbre le obliga, mal que le pese, á ser modesto;

para el que contesta ú oye, porque la urbanidad, mal que le pese también, le obliga á ser cortés. A fin de evitar, pues, este momento, si dificil para vosotros, delicado para mí, ¿qué mejor frase para comenzar, ni qué otro medio más propio à cautivar vuestra atención, mover vuestros sentimientos y arrebatar vuestro ánimo, que el de deciros: «Tan obligado os estoy, que, á fuer de agradecido, voy, lo primero de todo, á hablaros de Vicente Boix?.....»

¡Vicente Boix! ¡Ah! Vosotros no sabéis, no podéis saber la impresión que me causa su nombre. Le conocí por vez primera allá por los años de 1845, ¡hace un siglo!, cuando muchos de vosotros no habíais aún nacido. Acababa yo de llegar á la ciudad del Turia, que es decir á la ciudad de la poesía y de las flores, y llegaba joven, poco menos que errante y vagabundo, poco menos que enfermo, poco menos que visionario, con más caudal de ilusiones ciertamente que de realidades, y con horizontes ante mi que sólo podían dejar de ser obscuros y borrascosos á fuerza de empeñarme en verlos despejados y risueños.

A nadie conocía yo en Valencia ni pude llegarme á imaginar jamás que nadie me conociera á mí. Considérese la sorpresa que debía causarme el recibir unos versos de Vicente Boix, los primeros que en mi vida se me dirigieron, y que desde entonces, como reliquia santa y como recuerdo sagrado, conservé entre los documentos de familia, á través de todos los azares y vicisitudes de mi agitada vida. Todavía suenan en mis oídos aquellos armoniosos versos:

Muy bien venido á la ciudad hermosa
que reclinada del ameno Turia
en la margen feliz, levanta al cielo
su frente de oro, celestial y pura.
Báñanla en torno las suaves brisas

de jardines sin fin, y entre la bruma
del mar tranquilo que sus plantas besa,
diosa de Hesperia el mundo la saluda.

Si el pálido fulgor de luengo llanto
que allá bañaba tu modesta cuna,
viene á bañar también tu joven frente
en la antigua ciudad que riega el Turia,
recuerda al menos que su cielo es bello,
sencilla su amistad sin sombra alguna,
y que si flores hoy á ti te ofrece,

si en su nombre otro bardo te saluda,
es que Valencia, por antiguos lazos
unida en otra edad á Cataluña,
de recuerdos y glorias es el templo,
de la amistad y del amor la cuna.

Estos versos nos hicieron hermanos. Comenzó pues, nuestra amistad, por donde las demás concluyen, y nunca, nunca nuestro cariño fraternal se vió empañado por la más ligera nube. Confundidos en el mismo pensamiento y en las mismas aspiraciones, obedeciamos á la misma idea, éramos apóstoles de la misma religión y soldados de la misma causa. Se confundían hasta nuestros nombres; que Dios nos había dado las mismas iniciales, y á causa de esto, alguna vez, ¡honra grande para mi!, equivocaron con las suyas mis pobres poesías.

Y al nombre de Boix va en mi recuerdo unido otro para las letras no menos ilustre, para la patria común no menos estimado, para mí no menos querido: el de Jerónimo Borao. Era Borao aragonés, como Boix valenciano, como yo catalán, es decir, con un amor profundo a su país, y quiso Dios también que los tres fuésemos cronistas de la Corona de Aragón: Boix el de Valencia, Borao el de Zaragoza, y yo el de Barcelona.

Un día, en circunstancias críticas para nuestra patria, nos encontramos juntos, conspirando al mismo objeto, teniendo el mismo ideal, en el mis

mo campo y al pie de la bandera misma que las tres ciudades hermanas se disponían á enarbolar, siguiendo el movimiento político iniciado en Vicalvaro y Manzanares. Un ilustre y venerable patricio, honra y gloria de nuestra España, nos había sentado á su modesta mesa. Al termina aquel frugal banquete, y cuando ibamos á salir para nuestros respectivos destinos, recibidas ya las instrucciones de labios de aquel patriarca de las libertades patrias, Boix improvisó unos versos que, borroneados con lápiz, me llevé en mi cartera, y que recuerdan un momento solemne, el más solemne quizá de nuestra vida:

Pobre Edetano, ni á invocar me atrevo
la gloria que aparece en este instante;
la fiera Cataluña está delante;
la eternidad sus aras le guardó.
Hacia los cuatro vientos desplegadas
sus bélicas banderas se lanzaron;
los pueblos sus girones veneraron
y sus Barras aquí el poder rompió.

¡Silencio! ¡No cantéis!... Id á las tumbas,
y allí podréis llorar... Hoy, peregrino,
os hallo por mi bien en el camino,

y os diré en voz muy baja: ¡Amor y unión!
Envueltos en las sombras que nos cercan
al alma libertad evocaremos,

y en plena luz mañana arbolaremos

cruz contra cruz, pendón contra pendón.

Cada uno de nosotros fué á ocupar su puesto. Tuvo lugar el movimiento que se esperaba, y, para ayudar á este movimiento, fundé en Barcelona La Corona de Aragón, en la cual escribían Boix desde Valencia y Borao desde Zaragoza. Fundose aquel periódico, de común acuerdo entre los tres, con la idea que nos habíamos propuesto y á la cual jamás faltó: la Corona de Aragón como recuerdo, modelo y ejemplo de patrias libertades; España

constitucional y regenerada como patria común; la Unión Ibérica como ideal y aspiración suprema. Ninguno de los tres abandonamos un solo momento nuestra idea. Fieles fueron á ella hasta su muerte Boix y Borao. Fiel á ella he de ser yo mientras Dios no apague la luz de mi pensamiento, que es la vida.

Aun no había yo comenzado á escribir entonces en catalán. Creo que tampoco Boix, pero ¡qué importaba! Escribíamos en castellano y pensábamos en catalán, y unimos nuestras fuerzas para iniciar el movimiento que más tarde se llamó catalanista. A más, no había necesidad de escribir precisamente en catalán para ser catalanista. Uno de los que más hizo en favor del catalanismo, Cambouliu, no escribió en catalán ni en castellano. Era catalán de la lengua d'oc, y sin embargo escribió en francés su Ensayo sobre la literatura catalana. Escribiendo Boix en castellano hizo á favor del catalanismo tanto como el que más.

En buen hora que, por haber comenzado á escribir más tarde que otros en catalán, á él y á mí mismo tal vez, ¿por qué no he de decirlo?, se nos niegue en documentos y en historias el puesto de honor que reclaman otros para si; en buen hora sea. No he de disputar para mí, ni para Boix siquiera, la prioridad y primacía. A los ojos de aquellos

que con imparcialidad estudien un día el movimiento literario actual, cada uno ocupará el puesto que le corresponda, y puede muy bien suceder que la Providencia, siempre justa, dé un lugar distinguido, por razón de prioridad y cronología, á los que acaso no pudieran obtenerlo por razón de ingenio.

A más, al hablar de catalanismo, no entiendo en manera alguna lo que pertenece sólo á Cataluña. Cataluña, Valencia, las Baleares, son una en el renacimiento literario. Yo no sé, yo no quiero saber,

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