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El día 2 de enero de 1492 Granada se eclipsó, como dicen los árabes. El estandarte de los Reyes Católicos, izado en la torre más altiva de la Alhambra, anunció al mundo que había terminado aquella lucha homérica de siete siglos y que Granada había cambiado de señores.

Como si la Providencia quisiera que, aparejado con la unión bendita de España y con la conquista inmortal de Granada, viniera otro suceso más grande todavía; como si la Providencia quisiera coronar el estrépito de aquellos triunfos con más hazañosos estrépitos aún, permitió que, confundido con la marcial milicia y multitud palatina que acompañaba á los Reyes, entrara en Granada un desconocido en quien nadie apenas fijaba la mirada, como no fuera para seguirle con ojos de compasión y de lástima, y cuyo nombre debía, sin embargo, retumbar bien pronto por el mundo con tanta resonancia y estruendo, que más vivirá que mármoles y bronces y más ha de prolongarse que el eco de las grandes batallas y de los grandes éxitos.

¿Quién era Cristóbal Colón? ¿Era un loco? ¿Era un sabio? ¿Era un aventurero? ¿Era un profeta? ¿Era un visionario? ¿Era un iluminado? ¿Era un mendigo? ¿Era un rey disfrazado, como aquellos de las leyendas de hadas, que, al arrojar su disfraz, aparecen de repente con mánto y diadema, sembrando y repartiendo perlas, oro, diamantes, riquezas y tesoros?

¿Era un sabidor de ciencias ocultas, nigromante de artes maleficiosas, que venía á seducir incautos con pretexto de enseñar un camino á traves de los mares para llegar á los antipodas, ó era, por lo contrario, un mensajero de Dios, á usanza de aquel misero pastor, convertido en ángel por las leyendas, que enseñó al rey de Castilla el paso del monte para caer sobre los moros y ganar la batalla de las Navas?

¿Era ni siquiera un extranjero?

Ni esto, ni esto se ha podido averiguar con certeza, pues que si resultaran verdad los documentos ofrecidos à la crítica por el capellán Casanova, Cristóbal Colón hubiera nacido en dominios españoles, custodiados por el pendón de las rojas barras catalanas.

De tal manera, señores, se apoderó de Cristóbal Colón la leyenda.

Y en verdad que nada hay en esto de extraño y que no sea perfectamente natural.

La leyenda fué siempre en compañía de todo lo grande y extraordinario, de todo lo que se eleva sobre lo vulgar, y no hay ni pasó jamás cosa extraordinaria en el mundo que no tenga su leyenda, desde las teogonias paganas con sus dioses olimpicos, hasta las liturgias cristianas con los santos de nuestro cielo. Los naturalistas de la historia y los naturalistas de la literatura que desconozcan esto, no están ni en la realidad, ni en la naturalidad, ni en la naturaleza de las cosas.

Pero, en fin, prescindamos, puesto que así se quiere y ésta es hoy la corriente, prescindamos de toda leyenda. Vayamos sólo á hacer constar lo que se deduce de estudios ya comprobados y verificados, que todos aceptan y constan en documentos que no leeré para evitar molestias, pero que se publicarán en su día, y que ya por de pronto, desde este momento, están á disposición de quien examinarlos quiera, para justificar lo que voy á decir.

Vamos a partir de dos hechos.

El primero es el de la llegada de Cristóbal Colón á Castilla, solo, sin relación ninguna. Llegó sin amigos, y no tardó en tenerlos; muchos, poderosos é influyentes. Y cuenta, señores, que estos amigos fueron la base del engrandecimiento de Colón, y que á ellos se debió principalmente, como vamos á ver, que la empresa se realizara.

ΤΟΜΟ ΧΧΧΙΙ

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El otro hecho de que hay que partir es el del inquebrantable empeño que puso Colón en pactar personalmente con los Reyes, y su resolución firmísima de no ceder en una sola línea por nada ni por nadie. Hablaba de aquellas tierras que debían descubrirse, como si estuvieran ya descubiertas, como si las tuviera á la vista: tal era su fe, tan cierto iba de descubrir lo que descubrió y hallar lo que halló, como si dentro de una cámara y bajo llave lo tuviera.

No admitía duda acerca de ello. Iba á lo conocido, á lo que sabía ser real y efectivo. Pedia, exigia, imponía el titulo de Almirante vinculado en su familia, el cargo de virrey, la participación en lo que se encontrara, como si no le cupiera duda de ninguna clase, seguro de que la tierra estaba alli, al otro lado del mar, esperándole. En vano los teólogos, en vano los sabios y letrados de la época le decían que era imposible, que era un sueño, una alucinación, un delirio, y que no había más tierra que la de este viejo mundo, y que otro no existía. Colón se encogia de hombros, cuando no quería ó no acertaba á contestar, diciendo: «Y sin embargo, existe". Lo mismo, lo mismo, lo mismo que Galileo: E pur, si muove.

Dejamos ya dicho que Cristóbal Colón llegó á Córdoba, corte entonces de los Reyes Católicos, completamente desconocido. Era un hombre à quien casi había razón en tomar por iluminado ó demente, pues que se presentaba á pedir buenamente á los Reyes un cuento ó dos de maravedis, no en verdad para comer y gozar de ellos, que esto al fin y al cabo se hubiera comprendido y explicado, sino para emplearlos en comprar y aparejar bajeles con que partir al descubrimiento de tierras desconocidas y..... de otro mundo.

Es preciso hacerse bien cargo de lo que era aquella sociedad y del estado de la ciencia en ella,

para que pueda comprenderse todo lo que de absurdo y de monstruoso habían de encontrar las gentes en aquel propósito.

Algunos curiosos tenían noticia de que allá, en tiempo de los romanos, había existido un poeta llamado Séneca, el cual, en su tragedia Medea, y en son de profecía, había dicho que «andando los años y los siglos el Océano abriría paso á un navegante que descubriría nuevos mundos.» (Venient annis, sæcula seris quibus Occeanus, etc.)

También quizá la tenían algunos de que en tiempos más modernos, otro poeta á quien llamaban el Dante, tomando el mundo por una rueda, había sentado la posibilidad de que hubiese hombres al rededor del globo, admitiendo la existencia de la gravedad del mundo.

Se hablaba asimismo de otro poeta conocido por el Petrarca, de quien se citaba la frase (atribuída luego á Pulci) de que el sol, «al desaparecer todos los días, iba á alumbrar otros países que esperaban su regreso».

Se citaban, por fin, pasajes latinos, párrafos confusos y textos singulares de sabios, de cosmógrafos y hasta de Santos Padres, adecuados al caso, y se platicaba sobre novelescos viajes de ciertos aventureros, de quienes se decía que encontraron tierras desconocidas más allá de las mares; pero lo de los poetas se tenía por fábulas y sueños de fantasías exaltadas, lo de los textos por erudición y gala, y lo de los viajes por cuentos y novelas destinados á entretener y matar el tiempo.

A todo esto y á todos ellos se refería Colón en sus discursos, como varón erudito é ilustrado; pero, por desgracia, su ciencia y sus conocimientos, más que para darle crédito, servían para que se sospechara de él; que así fué siempre el mundo, más inclinado á dudar del sabio que del ignorante y más dispuesto á favorecer al osado que al humilde.

No es, pues, de extrañar que nadie le hiciera caso al principio. Todos se mofaban de él y hasta le afrentaban, según refieren escritos del tiempo. Sólo una persona le hizo caso, tomándole por cuerdo cuando todos le tenian por loco. Era una mujer, que se llamaba Beatriz, como la amada del Dante.

Y por cierto que si pudiera profundizarse en estos amores, envueltos en el misterio y en las tinieblas, tal vez se hallara en ellos el secreto y la clave del empeño de Colón en no salir de España, á pesar de tantas luchas como tuvo que sostener y tantas contrariedades que sufrir. Es muy posible que á Beatriz debiera la confirmación de la fe en sus videncias y la porfía del ahinco en sus empresas........... Pero, pasemos; que esto sería ya invadir el terreno de la leyenda.

Llegó un día en que Colón encontró un poderosísimo protector en el cardenal González de Mendoza. Este influyente personaje, á quien no en vano llama la Historia el tercer rey de España, le amparó y protegió en sus proyectos, siendo realmente el primero que los alzó á conocimiento de los Reyes. Éste es también el personaje mismo á quien más tarde se encuentra en la ingente Barcelona, honrando, obsequiando y sentando á su mesa á Colón, triunfante y de regreso de su viaje, lo mismo que hizo en Córdoba antes del descubrimiento y en la época del infortunio.

Otros vinieron en pos del cardenal Mendoza, contribuyendo todos juntos á llevar la convicción al ánimo de los Reyes. Fueron, principalmente, Fr. Diego de Deza, maestro del príncipe D. Juan, y más tarde Arzobispo de Sevilla; la Marquesa de Moya, camarera de la Reina, aquella de quien yo me atrevería á decir, conociendo su historia, que tenía alma de varón en cuerpo de mujer; D. Juana de la Torre, ama que fué del príncipe D. Juan; Fr. Juan Pérez, Guardián de la Rábida; Alonso de

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