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gros que circundlaba y defendia la tienda del Miramamolin. Multitud de caballeros cristianos cargó con brío sobre aquellas murallas de picas. Los hombres de atezados rostros encadenados entre si é inmóviles como estátuas esperaron á pié firme la arremetida de los cristianos, cuyos caballos quedaban ensartados en las agudas puntas de sus largas y erizadas lanzas. Pronto embistió la acerada valla ctra muchedumbre de caballeros que pertrechados con bruñidas corazas, calada la visera que cubria su rostro, empujaban sus ferrados cuerpos con la misma confianza que si fuesen invulnerables contra la falange inmóvil de los apiñados etiopes, cuya negra tez y horribles gesticulaciones provocaban más la rabia de los guerreros cruzados. Distinguíase cada paladin español por los emblemas y divisas de sus armas y blasones, por el color de sus cintas y penachos, muchos de ellos ganados en los torneos, algunos en los combates de la Tierra Santa. Sabíase que el caballero del Aguila Negra era el esforzado Garci Romeu de Aragon; que el del Alado Grifo era Ramon de Peralta; Ximen de Góngora e! de los Cinco Leones; que los de la Sierpe Verde eran los Villegas; los Muñozes los de las Tres Fajas; los Villasecas los del Forrado Brazo; los de la Banda Negra los Zúñigas y los de la Verde los Mendozas (1). Y á pesar del esfuerzo de estos y otros no menos bravos campeones, los feroces negros con bár

(1) Argote de Molina, en su Nobleza del Andalucía, l. I., c. 46.

bara inmovilidad, bien que los grilletes ios tenian como tapiados, dejábanse degollar, pero ni intentaban ni podian avanzar ni retroceder. El baluarte necesitaba ser roto ó saltado como un muro. Pero estaba decre

tado que nada habia de haber inexpugnable para los soldados de la cruz en aquella jornada.

Mil gritos de aclamacion levantados à un tiempo en las filas españolas avisaron haber ocurrido alguna novedad feliz. Así era en efecto. En medio del palenque de los bárbaros mahometanos descollaba un ginete tremolando el pendon de Castilla: era don Alvar Nuñez de Lara. ¿Cómo habia franqueado la barrera este bravo paladin? Obra habia sido de su arrojo, y ayudole su fogoso y altísimo corcél que obedeciendo al azicate habia salvado el acerado parapeto de un salto prodigioso, y corbeteando en medio de los cnemigos con orgullosa alegría, como si estuviese dotado de inteligencia, parecia anunciar ya y regocijarse de la victoria. El ejemplo de Lara estimula á otros caballeros, pero espantados los caballos con la muralla de picas vuelven las ancas hacia las filas y coceando contra las puntas de las lanzas parecia significar á sus dueños la manera como se podia romper aquel baluarte; entonces los ginetes, dando estocadas de revés, logran abrirse paso. Mas al penetrar en el círculo los intrépidos ginetes encuentran que los ha precedido ya el rey de Navarra, que rompiendo la cadena por otro flanco habia entrado acaso antes que el de Lara.

Siguieron al navarro varios tercios aragoneses, como al abanderado de Castilla siguieron los castellanos, y ya entonces todo fué destrozo y mortandad en los obstinados negros que caian á centenares y aun á miles, pero sin rendir ninguno las armas y blasfemando de los cristianos y de su religion en su algarabía grosera. El Miramamolin Mohammed que á la sombra de un lujoso pabellon leia el Coran durante la pelea, cuando oyó los gritos de victoria de los cristianos y vió que faltaba poco para que llegáran á su tienda soltó el libro y pidió el caballo. «Monta, le dijo un árabe que cabalgaba en una yegua, monta, señor, en esta castiza yegua, que no sabe dejar mal al que la cabalga; y quizá Dios te librará, que en tu vida consiste la seguridad de todos. Y no te descuides, añadió, que el juicio de Dios está conocido, y hoy es el fin de los muslimes. Y montó el antes orgulloso y ahora desatentado emir, y dirigióse á todo escape á Jaen, acompa ñándole el alárabe en un caballo, y huyeron, dicen «sus crónicas, envueltos en el tropel de la gente que «huia, miserables reliquias de sus vencidas guardias. » Los cristianos persiguieron á los fugitivos hasta cerrada la noche: el rey de Castilla habia mandado pregonar que no se hiciesen cautivos, y en su virtud se cebaron los cristianos en la matanza hasta dejar todos aquellos campos tan espresamente sembrados de cadáveres que con mucho trabajo podian dar un paso por ellos los mismos vencedores.

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El arzobispo de Toledo volviéndose al rey de Castilla, acordáos, le dijo con noble y digno continente, que el favor de Dios ha suplido à vuestra flaqueza, y que hoy os ha relevado del oprobio que pesaba sobre vos. No olvideis tampoco que al auxilio de vuestros soldados debeis la alta gloria á que habeis llegado en este dia (1). Hecha esta vigorosa alocucion que revela el ascendiente del venerable prelado sobre el mo narca, el mismo arzobispo, rodeado de los obispos castellanos Tello de Palencia, Rodrigo de Sigüenza, Menendo de Osma, Domingo de Plasencia y Pedro de Avila, entonó con voz conmovida sobre aquel vasto cementerio el Te Deum Laudamus, á que respondió toda la milicia casi llorando de gozo.

El número de mahometanos muertos en la memorable jornada de las Navas de Tolosa, que los árabes llaman la batalla de Alacab (la colina), ascendió, segun el arzobispo don Rodrigo, á cerca de doscientos mil; á menos de veinte y cinco mil los cristianos (2). Todos rivalizaron en constancia y valor en

(1) El mismo arzobispo en su Historia.

(2) Seguimos en esto la relacion del mismo don Rodrigo, que fija en doscientos mil, poco más ó menos, el número de los moros muertos; número, que aunque parezca exagerado no debe serlo sin duda á juzgar por la confesion de los mismos historiadores mahometanos. En los árabes de Conde, donde se supone que solo los voluntarios de Africa eran ciento sesenta mil, se dice espresamente:

«y los cristianos los envolvieron

con sus escuadrones haciendo en ellos atroz matarza....... y perecieron innumerables voluntarios: de todos dieron cabo, hasta el último soldado murió peleando.» Y hablando más adelante del resto del ejército dice: «Siguieron los cristianos el alcance, y du:ó la matanza en los muslimes hasta la noche..... hasta no dejar uno vivo de tantos millares.» En cuanto al número de los cristianos que perecieron, muchos de nuestros his

aquel memorable dia: castellanos, navarros, aragoneses, leoneses, vizcainos, portugueses, todos pelearon con heróica bravura. «Si quisiera contar, dice el arobispo historiador, testigo y actor en aquella batalla, si quisiera contar los altos hechos y proezas de cada uno, faltaríame mano para escribir antes que materia para contar.» Distinguiéronse no obstante los tres reyes, luchando personalmente como simples soldados, y lanzándose los primeros al peligro. Las crónicas hacen tambien especial y merecida mencion de los briosos y esforzados caballeros Diego Lopez de Haro, Ximen Cornel, Aznar Pardo y García Romeu, del gran maestre de los Templarios, de los caballeros de Santiago y

toriadores quieren limitarle al reducidísimo é increible de veinte y cinco, y otro de cincuenta, atribuyéndolo á milagro, que milagro seria en verdad y no pequeño, si tal hubiese sido el resultado de tan sangrienta y reñida pelea. Creen algunos que serian veinte y cinco mil, y que el error de nuestros cronistas nace de uo haber enter.dido bien el texto del arzobispo don Rodrigo, pues dice el prelado historiador: Calcúlase que de los moros murieron sebre doscientos mil: de los nuestros apenas veinte y cinco: secundum existimationem creduntur circiter bis centum milia interfecta: de nostris autem vix defuere viginti quinque. Lo que induce a pensar que diria veinte y cinco por contraposicion á los dos cientos, omitiendo el mil, como muchas veces se acostumbra per sobreentenderse ya cuando los guarismos son inmediatamento correlativos. No es inverosimil esta interpretacion.

Sin embargo, en la carta que el

TOMO V.

rey de Castilla dirigió al papa Inocencio dándole cuenta del resulta do de la batalla, le dice: «Fueron los moros, como despues supimos por verdadera relación de algunos criados de su rey, los que cogimos cautivos, ciento y ochenta y cinco mil de a caballo, y sin número los infantes. Murieron de ellos en la batalla más de cien mi! soldados, segun el cómputo de los sarracenos que apresamos despues. Del ejército del Señor, lo cual no se debe repetir sin dar muchas gracias a Dios, y solo por ser milagro parece creible, apenas murieron vente y cinco o treinta cristianos de nuestro ejercito.» En Mondejar, Crónica, edicion de 1773, p. 316.— Y el arzobispo de Narbona, testigo tambien presencial de la batalla, dice: «Y lo que es mas de admirar, juzgamos no murieron cincuenta de los nuestros (Ibid).» Si así fué, no nos admiramos nosotros menos que el monarca y los prelados historiadores.>

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