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se le debe, sea en razón de su trabajo, sea en razón de su crédito contra la sociedad.

Indiquemos, ante todo, que el establecimiento de este régimen supone una operación preliminar, que es la expropiación, ó más exactamente, la confiscación de la propiedad individual. Esta es ya una objeción bastante para hacer reflexionar y hacer retroceder á los que tuvieran tentaciones de caer en la doctrina colectivista. Pero admitamos por un instante la existencia de esta propiedad indivisa; qué grande será el embarazo del Estado cuando sea obligado á llevar á la práctica esta máxima evangélica: á cada uno según sus méritos. Admitamos que, lo que no es posible, las influencias extrañas á la justicia no intervengan jamás para falsear la balanza en que estarán colocados de un lado el trabajo de cada uno y de otro el salario que le es debido; será necesario reconocer que el Estado, que desempeñará el papel de patrono, no dará el mismo salario á todos sus obreros. El perezoso no será pagado como el obrero laborioso; el sabio, el filósofo ó el ingeniero no tendrán la misma paga que un simple peón de albañil; pero entonces, entre los que tengan grandes salarios y economicen, ¿cómo impedírselo?; y si hacen economías reconstituirán el capital, es decir, la propiedad individual.

Para impedir este resultado, que echaría abajo el sistema, sería preciso volver á la confiscación, es decir, à un nuevo atentado á la libertad, puesto que la propiedad individual no es, como se ha dicho, más que la prolongación de la libertad individual.

Tal es, pues, despojada de todo artificio, la doctrina que tiene por base la confiscación y que conduce á la violación de la libertad.

Los partidarios del sistema hacen esfuerzos desesperados para escapar á la objeción que se les hace. Del deseo de no chocar demasiado violentamente con los principios fuertemente arraigados nacen cada día teorías ó explicaciones que modifican en cierto modo la brutalidad y la franqueza de la doctrina colectivista. No se trataría ya de decretar la confiscación en masa de todos los capitales, sino solamente de conceder al Estado ciertas propiedades que se consideran como instrumentos de trabajo y que constituyen su «ontillage» nacional: tales serían los caminos de hierro, las minas, etc...., y poco á poco todas las industrias productivas.

Según la verdadera doctrina socialista, esta toma de posesión por el Estado se haría en virtud de un derecho superior, que se trata vanamente de definir. En la mente de algunos, el acaparamiento por el Estado se haría no por vía de confiscación, lo que

sería inmoral, sino por vía de expropiación con indemnización. Pero ya nos alejamos de la doctrina colectivista, puesto que el propietario actual recibiría, en cambio del valor que se le arrebata, un valor equivalente; se reemplazaría su propiedad por otra. ¿Cuál es, pues, el principio sobre que se apoya el sistema colectivista? Este no es ciertamente el de la libertad individual, del que es la negación manifiesta, puesto que el individuo no quedaría en libertad de hacer de sus economías lo que tuviera por conveniente.

El principio que caldea el cerebro de los colectivistas es ciertamente el de la igualdad. El socialismo, en efecto, persigue un objeto bien definido; el de establecer la igualdad entre los hombres. La igualdad ante la ley, la igualdad ante el impuesto no le son suficientes; quiere también la igualdad en la distribución de los bienes; es, en una palabra, la igualdad integral y absoluta, la igualdad impuesta á todos aun á expensas de la libertad.

El solidarismo se coloca en otro punto de vista. Admite el principio de la desigualdad, que se presenta á la vez como un he cho natural y como un hecho histórico. Todos los hombres no nacen con la misma inteligencia ó con la misma fuerza física y de esta diversidad de aptitudes y de medios nacen las desigualdades, que se han encontrado en todos los tiempos, en la historia de la humanidad. Corregir en cierta medida las consecuencias desagradables de estas desigualdades, tal es el objeto más modesto que persigue el solidarismo. Para alcanzar este objeto recuerda á los hombres que han contraído al nacer una verdadera deuda para con sus semejantes, deuda á la que no tienen el derecho de sustraerse y que constituye no solamente una obligación moral, sino también una obligación legal sancionada por un texto preciso.

El solidarismo admite que hay un rico y un pobre, pero recuerda al rico, que no debe encerrarse en un egoismo estrecho y que debe socorrer al pobre. Este último puede no ser responsable de su desdicha y el rico, por su parte, se ha beneficiado en una cierta medida y de manera inconsciente del esfuerzo y del trabajo del pobre.

Este deber de asistencia mutua puede decirse que ha sido reconocido en todo tiempo. En lo que el solidarismo se ha mostrado original, es al proclamar que este deber no constituía solamente una obligación moral y puramente facultativa, sino una verdadera deuda que todos deben pagar. El solo medio práctico de solventar esta deuda era el hacer intervenir al Estado como intermediario entre el deudor y el acreedor.

La doctrina solidarista no tiene, por lo que se ve, la pretensión de ejercer sobre el individuo una verdadera tiranía en nombre del derecho superior del Estado.

Respeta el gran principio de la libertad individual, pero ad mite que en razón mismo de la vida en sociedad que es la vida natural de los hombres, existe entre ellos un cuasicontrato que hace nacer derechos y obligaciones,

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Cuando los hombres se asocian para una empresa industrial ó mercantil, dice M. Bourgeois, asocian sus inteligencias, su tra: bajo y sus capitales, no crean fuera de ellos un ser superior á ellos mismos (la sociedad industrial ó mercantil) que pueda tener contra ellos derechos particulares; establecen simplemente entre sí, bajo este nombre de sociedad, un conjunto de lazos y de acuerdos, de obligaciones recíprocas á las que reconocen este doble carácter de ser de hecho los mejores medios de alcanzar el resultado, de realizar el objeto para el que se han reunido, y de estar en dere cho combinados de tal modo que nadie de los asociados experi menta sus pérdidas ni obtiene ventajas particulares, pues cada uno toma equitativamente su parte de cargas y de beneficios, de provechos y de pérdidas, y así se encuentran á la vez realizadas las condiciones naturales necesarias para el funcionamiento de una empresa común, y las condiciones morales de una justa aṣo ciación. El problema social, en su conjunto, es el mismo que resuelven todos los días los accionistas de una sociedad particular». (L. Bourgeois, Solidarité, sexta edición, pág. 91.)

Queda una cuestión por examinar. Si la colectividad está obli gada á suministrar socorros á los indigentes, ¿cuál será el dere. cho de éstos? Toda obligación supone un acreedor, ¿será necesario reconocer al indigente un derecho de crédito?

Esta cuestión ha preocupado al legislador. Reemplazar al men. digo de otro tiempo, al harapiento que iba de puerta en puerta, humilde y suplicante, por un acreedor ordinario invocando en apoyo de su derecho el concurso de los jueces, es cosa que hace reflexionar. ¿Qué habrían hecho los Tribunales de derecho común para reconocer y sancionar el derecho de este acreedor? Nada es tan difícil como establecer la situación exacta de una familia. ¿Cómo se ilustraría á los jueces? ¿Cómo establecerían éstos las cifras de los socorros que convenía conceder?

La ley de 1893 y la de 1905, han precisado, al limitarlo, el derecho del asistido. Se forma todos los años una lista en la que figuran todos los que tienen derecho á la asistencia. El que desea ser socorrido hace una petición, y si el Consejo municipal la rechaza

tiene el derecho de apelación ante la Comisión cantonal. Su inscripción en la lista le da derecho á tomar parte en el reparto de los socorros que se distribuyen y cuyo máximum, cuando se trata de la asistencia á los ancianos, se fija por un acuerdo del Consejo municipal.

El indigente tiene en realidad un derecho de crédito, pero es un derecho de naturaleza particular que no tiene nada de común con los derechos que ejerce un acreedor contra un deudor ordinario.

FRANCISCO GARCÍA DE CÁCERES.

LIBROS RECIBIDOS (1)

Españoles.

BARRACHINA Y PASTOR (D. FEDERICO).- Cataluña, Galicia, Aragón, Navarra, Vizcaya y Baleares. Derecho foral español en sus relaciones con el Código civil, la Jurisprudencia del Tribunal Supremo y Doctrina de la Dirección general de los Registros y del Notariado, por Federico Barrachina y Pastor, Abogado

y Notario. Tomo I. - Castellón. Establecimiento tipográfico de J. Armengot é hijos, 1911. Precio, 10 pesetas.

BENACH Y SONET (D. PABLO).- En defensa de la «Rabassa morta. Estudio jurídico-práctico de algunas cuestiones referentes á esta institución, por Pablo Benach y Sonet, Abogado con ejercicio en Villafranca del Panadés, 1911.-Imprenta de Arturo Suárez, Barcelona.

MALUQUER Y Salvador (D. JOSÉ). — Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Discurso-resumen del curso de 1910-11, leido por el Secretario general Sr. D. José Maluquer y Salvador, en la sesión inaugural de 1911-1912, celebrada el 22 de Diciembre de 1911.-Madrid, imprenta de los Hijos de M. G. Hernández. VALLDAURA (D. VICTOR). - Los títulos nobiliarios pontificios. Reflexiones histórico-sociales.- Barcelona, Manuel Marín, editor, 1911.-Precio, 50 céntimos.

Americanos.

ANDERSON (D. LUIS).-El laudo Loubet. Contribución al estudio de la cuestión de límites entre Costa Rica y Panamá, por

(1) De todas las obras de las que se nos remita un sólo ejemplar, pondre

mos un anuncio en esta Sección.

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