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grado tan eminente demostraron desde el momento de su instalacion, y del que posteriormente nos dieron tantas pruebas. Llegó á hallarse la Cámara en un momento tal de apocamiento de ánimo, que sin tener en cuenta los compromisos contraidos para con la Nacion entera, sin reflexionar siquiera que su memoria sería execrada, sin meditar, no ya sobre el error, sino sobre el crímen de lesa Nacion que iba á cometer quien poco antes ofreciera salvarla ó perecer en la demanda, hubo, en fin, momentos de angustia tal, que llegó á meditarse acerca de la conveniencia de cerrar las Córtes.

Los momentos eran, ciertamente, críticos, pero necesitábase bien poco para reponer los ánimos; comprendiólo así el elocuente Diputado por Extremadura, D. Manuel Luján, y levantándose á protestar contra semejante suicidio, pronunció un discurso tan patriótico, que reanimó el espíritu de sus compañeros é hízoles comprender lo pernicioso é impolítico que sería cerrar, aunque sólo fuese interinamente, aquellas Cortes antes de haber labrado la felicidad de los españoles y dádoles la anhelada y prometida libertad.

Produjo tal efecto este discurso en la Cámara, fué tal la reaccion que se verificó, que ya en las siguientes sesiones hubo muchos oradores que, terciando en el debate y apoyando al Diputado extremeño, consiguieron evitar la ruina de la Nacion y el desprestigio de las Córtes, logrando que al fin se desechase la proposicion por 82 votos contra 33.

En aquella misma sesion se acordó tambien, teniendo en cuenta la posicion de la Isla y la de la plaza de Cádiz, que la traslacion se verificase á este punto lo más pronto posible, á cuyo fin se dispuso que la Regencia circulase inmediatamente las órdenes oportunas para el arreglo del local donde habrian. de celebrarse las sesiones.

El 18 de Febrero se publicó al cabo el decreto de traslacion (1), y en aquel mismo dia se comunicó al Secretario del Despacho de Gracia y Justicia, mandándole al propio tiempo que para el viaje de los Diputados se proporcionasen los carruajes necesarios; y en cumplimiento de este mandato, ofició el

(1) Decreto de las Córtes, tomo I, página 81.

Ministerio con la misma fecha al Gobernador de la Isla para que procediese al embargo de todos los carruajes y acémilas que fuesen necesarios, dando cuenta de lo embargado al Mayordomo mayor de las Córtes, para la conveniente distribucion. De esta fué encargado D. Lorenzo Bonavia, á quien habian de acudir los señores Diputados para pedir el carruaje que necesitasen para sí, sus familias y sirvientes, por más que ya habia mucho adelantado para la buena distribucion, porque en 16 y 24 de Enero el Ministro de Gracia y Justicia habia pedido noticia circunstanciada de todos los Diputados y personas que les acompañarian en su viaje, y los Secretarios de las Córtes en 25 de Enero y 16 de Febrero, remitieron las listas de los que habian pedido aposentamiento (2), con expresion del número de personas que cada uno llevaria en su compañía. En 17 participó el aposentador que ya tenía preparadas habitaciones para los Diputados, en cuya ocupacion habia sido auxiliado por el Gobernador y Procurador de Cádiz, y en su vista se trasladaron las Córtes el 20, despues de celebrada la sesion de aquel dia en la Isla.

Además de los asuntos reseñados, se ocuparon las Córtes, durante su permanencia en aquel punto, de otros varios: decretaron una quinta de 80.000 hombres; un indulto militar y otro civil; la fijacion de los sueldos de los empleados; la inviolabilidad de la correspondencia; el fomento del ramo de azogues; la inversion que deberia darse á los caudales procedentes. de América, y el establecimiento de la fábrica de fusiles.

MANUEL CALVO MARCOS.

(Concluirá.)

(2) Dió lugar á varias cuestiones la creencia que algunos Diputados tenian de que no era aposentamiento, sino alojamiento lo que se les preparaba.

MARTINA

(ESTUDIO DEL NATURAL)

(Continuacion.)

IV

De las discípulas de Martina, ninguna tan alegre y traviesa, tan lista y provocativa como la célebre Pepita Moreno, esa muchachal encantadora que muchas veces habrán admirado ustedes en los Jardines del Buen Retiro, con su sombrerito á la archiduquesa, enguantada hasta medio brazo, sonriente, charlatana y entrometida. Todas sus habilidades en el piano consistian en saber tocar con un solo dedo algunos walses de Straus y otras composiciones de pacotilla, género cursi para el cual demostró desde su más tierna infancia raras y portentosas aptitudes.

Las canciones de estilo burlesco agradaban mucho á la jóven: ¡era tan delicada Pepita en sus gustos artísticos! ¡Admiraba tanto á Gayarre! Y además, ¿cómo habria de consentir que sus amigas, las del brigadier Pelaez, la aventajasen en el divino arte de Bellini? ¡Nunca, nunca! ¡Esto sería insoportable!

Para confirmar de nuevo nuestros párrafos anteriores, diremos que Pepita Moreno era bonita y estaba enamorada de su persona. Su cabeza abrigaba muchas ilusiones para el porvenir: esto no era extraño, teniendo en cuenta su poca edad y los dones que habia derramado

sobre ella la Naturaleza, pródiga casi siempre con estos séres que están llamados á ser simples autómatas en el mundo.

Dicho esto, sería inútil añadir que Pepita era tonta. Aunque hablaba mucho, sólo despegaba sus lábios para decir disparates. Mucha gracia tentadora, mucho mover la lengua entre dos filas de blanquísimos dientecillos, muchos ademanes provocativos, gran cosecha de suspiros prolongados, palabras entrecortadas, miradas melancólicas, movimientos perezosos, estudiados, para hacer ver con mayor perfeccion las curvas enérgicas y valientes de sus formas (hablamos en términos propios del arte plástico); pero en cambio, una cabeza hermosa que sólo abrigaba el humo que en giros caprichosos se desprende de la cima de una hoguera.

Sentada enfrente de un espejo, sin hacer caso de las cariñosas palabras que sus amigas solian dirigirle, contemplaba extasiada los más pequeños detalles de su rostro, como si ella misma hubiera querido estampar un fuerte beso en los lábios de su propia imágen.

Aquellas muchachas la desesperaban con tanta palabrota inoportuna. ¡Ni siquiera tenía tiempo para mirarse en el espejo! ¿Cuándo la dejarian en paz? Nunca.

Y haciendo tales conjeturas, se aburria (expresion gráfica de Pepita) en medio de una reunion en la cual reinaba la más completa confianza.

Conocido su carácter, era bien extraña aquella melancolía.

Entre las jóvenes hallábase un hombre entrado en años, extremadamente grueso, de fisonomía franca y expresiva, que sin cesar recorria toda la estancia, conversando con algunas señoras de su edad y dando á sus modales cierta dignidad afectada, obligado, sin duda, por la posicion embarazosa que ocupaba en aquellos instantes.

Todas las señoras le llamaban á su lado, ora haciéndole girar sobre sus talones como una peonza, ora asiéndole por los faldones de la levita, de todos modos, no dejándole un momento de tregua ni descanso. Y, entre tanto, el pobre hombre sudaba, mirando tristemente á sus amigas, que gozaban al ver el aspecto desconsolador del desdichado, riéndose en sus barbas y dándole fuertes palmaditas en los hombros.

-Don Leoncio-exclamaba una de las muchachas-haga Vd. el favor del abanico.

-D. Leoncio-repetia otra de las contertulianas-el pañuelo, que estará encima del piano.

El buen señor obedecia ciegamente, víctima entónces de las conveniencias sociales, como él solia llamar á estos actos de delicadeza, cuando se veía libre despues con sus amigos de confianza.

D. Leoncio, que era un hombre amigo de la pereza, célebre gastrónomo, que cifraba su mayor ventura en tratarse á cuerpo de fraile, acordándose, sin duda, del paladar sibarítico de nuestros abuelos, se veia jadeante, cubierto de sudor entre tantas mujeres, feas ó hermosas, pero al fin merecedoras, por su sexso, de las más galantes y delicadas atenciones.

La paciencia de D. Leoncio no tenía límites. El, que solia juzgar la cultura de un país por el estado de su cocina; él, que increpaba duramente á Galicia, porque, segun creia (exageradamente sin duda) en aquella region de España no sabian freir un par de huevos; él, que era ciego idolatra del arte culinario, tenía que sujetarse al capricho de unas cuantas muchachas revoltosas.

Haciase notar, sin embargo, en aquella pequeña reunion de mujeres, una señora hermosa y fresca todavía, á pesar de sus treinta y cinco años, cuyo rostro blanco y correcto como el de una estátua griega, era digno de aquellas matronas descendientes de Lucrecia. Alta, robusta, de frente espaciosa y elevada, mirada triste y pensativa, lábios delgados, contraidos por una sonrisa melancólica, imponia aquella mujer con el aspecto majestuoso de su persona, digna, simpática en extremo, cuya seriedad y rigidez hubiera causado respeto al hombre más sensual y veleidoso de la tierra.

El artista podria admirarla con entusiasmo, el hombre hubiera cruzado cerca de ella con la mayor indiferencia, sin que su corazon hubiese dejado sentir la más pequeña emocion de deseo. Aquella mujer era una estátua. Parecia mentira que fuese española.

-¡Felipin! ¡Felipin!-Tales fueron las exclamaciones que resonaron en la sala al penetrar por ella un jóven alto, delgado, vestido con elegancia, fino y cortés como un diplomático.

En efecto; Felipin, informal como siempre, habíase presentado de repente en la reunion, prodigando sonrisas y saludos á todas las mujeres.

Despues de Felipin se presentó en la estancia Martina, graciosa, risueña, vivaracha, recibiendo centenares de besos en las mejillas ro

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