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-Sí, Lorenzo.

-Es un cursi.

-No le ofendas.

-Tú no le quieres; te conozco.

-Te engañas.

-Tu delicadeza..... tus pretensiones.....

-¡Calla, por Dios!

-Bien, ya hablaremos.

—¡Ay, qué mujer!

-Te conozco, Martina, te conozco.

Las dos amigas se separaron, y Felisa acudió presurosa al lado de Pepita, murmurando en sus oidos iguales ó parecidas palabras á las que acababa de escuchar Martina.

Felisa era fea y envidiosa; siempre llevaba consigo la manzana de la discordia.

Llegado el momento de retirarse, Felipin acudió á dar el brazo á su señora; Pepita Moreno corrió á interponerse entre el jóven y Martina, con objeto de que ésta no pudiese pronunciar algunas palabras significativas en los oidos de aquél, y mordiéndose los lábios de despecho saludó á Matilde, dedicándola algunas sonrisas maliciosas, que comprendió bien claramente la digna dama, por más que contestase á ellas con un gesto marcadísimo de profundo desprecio.

Al salir de la casa de Felisa (se nos olvidaba decir á quién pertenecia el lugar ó teatro donde acabamos de introducir á nuestros lectores), un hombre de finos y elegantes modales se cruzó con la gallarda pareja, saludándola cortesmente, subiendo las mismas escaleras que acaba de abandonar aquella.

Matilde tembló á la vista del caballero (así lo parecia), que con la sonrisa en los lábios habia fijado sus ojos en ella de un modo extraño, palideciendo despues de escuchar esta pregunta de su marido:

-Matilde, ¿le conoces?

-Un poco.

-¿Quién es ese hombre?

-Un antiguo amigo de Pedro.

(Pedro era el nombre de su difunto esposo.)

Este recuerdo torturaba constantemente la imaginacion de Felipin.

Pedro..... sus amigos..... el jóven se volvia loco.

Aún conservaba cierto cariño egoista á su esposa.
Indudablemente, Matilde guardaba algun secreto.

V

Pepita Moreno fué sorprendida por el hombre que tan extraña sensacion causara en el ánimo de la mujer de Felipin.

La muchacha corrió á sentarse al lado del recien llegado, sin hacer caso para nada de Martina, quien en aquellos instantes hablaba en voz baja con su amiga Felisa y una señora entrada en años (la marquesa de la carta consabida), murmurando, sin duda, del prójimo que á dos pasos de distancia se ocupaba de lo mismo, acechando á hurtadillas al vecino más cercano.

Pepita trataba entónces de suavizar con sus palabras y ademanes el ceño adusto de nuestro nuevo personaje, quien exclamaba entre dientes de este modo:

-¡Pepa, tu conducta es odiosa!

—¡Julian!....

-Tendré que encerrarte en una jaula, como á las locas.

-No te comprendo.

-Estás llamando la atencion de todo el mundo con ese descaro insultante.

-¡Por Dios!....

-No puedo más; si sigues ese camino, tendré que ponerte una mordaza para que no muerdas.

-Repito que no te entiendo.

-¡Qué cinismo!

-Basta, Julian..... que te escuchan; no provoques un escándalo. -Sí, es verdad; luego hablaremos.

-Ahora, tengamos calma.

-Sí, sí; falsa, hipócrita.

-Martina se acerca. -Silencio.....

VI

Cómodamente arrellanado en una elegantante otomana, que daba cierto aspecto oriental á lujosa estancia en que descansaba el ma

rido de Matilde, hallábase éste abismado en profundas meditaciones, fija la vista en los troncos de leña que, puestos al fuego en la chimenea abierta en uno de los extremos de la sala, chisporroteaban, despidiendo grandes chispazos de lumbre que iban á desvanecerse, oscilando entre espesas columnillas de humo, por el largo cañon que, puesto encima de la hoguera, hacia rugir al viento en su seno, como si en él se hubieran desencadenado todas las furias del infierno.

Felipin parecia saborear, medio oculto en la penumbra, los agradables recuerdos que se agolpaban á su mente, sonriendo algunas veces, segun las diferentes emociones que, absorto en sus pensamientos, experimentaba.

La severidad de los tapices, cortinajes, cuadros y demás objetos que decoraban la estancia, hacian destacar con más fuerza la simpática figura del jóven, quien en aquellos momentos creia tener delante la imágen encantadora de Martina, pareciéndole escuchar aún el eco de sus últimas palabras.

La noche avanzaba, y en el salon donde se encontraba el jóven reinaba entonces el silencio más completo.

Matilde se presentó en la estancia, sin que Felipin notara el ruido de sus pasos, y acercándose á su esposo, lo contempló silenciosa, rígida, inmóvil como una estátua.

El cuadro comenzaba á animarse con la presencia de aquella mujer, altiva, digna y majestuosa como una reina.

Matilde vestía con gusto un sencillo trage de casa, dejando entrever por él las curvas enérgicas de sus formas; sus brazos robustos, de una admirable perfeccion artística, ceñian pulseras de azabache, que hacian resaltar con mayor fuerza la blancura trasparente del cútis, á través del cual corria la sangre como sávia de fuego.

La elevada estatura de Matilde, su majestad de matrona romana, sus ojos claros, serenos, pensativos, sus pronunciadas cejas, su frente elevada, la soberana expresion de desden que se marcaba en sus lábios, todos los detalles, en fin, de su persona, formaban notable contraste con el sello picaresco de Felipin, jóven entregado aún á las más risueñas ilusiones de la vida, lego en materias de amor, con todas las inexperiencias de un estudiante y todas las cargas y obligaciones del hombre casado.

Felipin movia las manos precipitadamente como un loco, sin reparar en Matilde, que le contemplaba silenciosa; sin duda trazaba el

TOMO LXXXVIII

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jóven algun plan de campaña para sus empresas del porvenir, sonriendo alegremente y pronunciando en voz alta el nombre de una mujer que..... no era su esposa.

Esta cayó en sus brazos, deshecha en lágrimas y oprimiendo fuertemente contra su seno la cabeza de Felipin, dió rienda suelta á la tempestad que se desencadenaba en su alma, tantas veces oprimida por las trabas ó rémoras sociales.

El jóven no dió señal alguna de sorpresa; antes por el contrario, se dejó besar de su esposa, quien, ciega de pasion, creyendo perder el objeto de su cariño, juntaba sus lábios á los de Felipin, posándolos repetidas veces en la frente y en los ojos de éste, como si hubiera querido borrar con ellos las caricias de otras mujeres.

Matilde no era ya una estátua. La sangre que corria por sus venas era el fuego violento de una pasion, la más fuerte que habia sentido, por lo mismo que, acaso, iba á ser la última de su vida.

¡Sublime cuadro aquel en que el mármol tomaba calor vital á impulso de un amor noble Ꭹ desinteresado!

Felipin puso á Matilde sobre sus rodillas, rodeó con los brazos su cintura, y concluyó por quedarse profundamente dormido, como el niño halagado por las caricias de su madre.

No era extraño; el jóven se habia acostumbrado á estas escenas. Los brazos de Matilde eran para él los de una hermana.

JOSÉ ALCÁZAR HERNANDEZ.

(Continuará.)

LA AGRICULTURA

Y LA ADMINISTRACION MUNICIPAL

(Continuacion.)

Conclusiones que se desprenden del criterio expuestò sobre el mejoramiento agrícola, y determinan el procedimiento que corresponde realizar en las más importantes instituciones de la esfera pública y particular.

Labradores, propietarios y colonos.

Cumple á los labradores y ganaderos que por sí, ó como colonos, se consagran á las prácticas de la Agricultura, no mantener viva, como hasta aquí, su oposicion sistemática á toda clase de reformas, á causa de estar habituados á las prácticas tradicionales qne, infundadamente, creen insustituibles. Falta mucho, por desgracia, como acabamos de exponerlo, para que las reformas se realicen con fruto y puedan salir los labradores y los colonos de la triste y penosa situacion en que viven ahora, merced á su atraso, y, sobre todo, al de las clases que les dirigen; atraso que se disculpa si se atiende á las fatales condiciones á que ha llegado la Agricultura con motivo de las causas ya expuestas. Y dado el infiujo de estas causas y la complejidad del problema, no es de extrañar que deban tan sólo á su ciego, pero acertado espíritu conservador, la suerte de no haber empeorado

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