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Para plantear y resolver los tres grandes problemas de la vida, fuéles preciso apelar á la filosofía pagana, y áun así algunos dogmas quedaron medio velados en la sombra, como si no hubieran tenido sus autores suficiente valor para arrostrar la enunciacion de un problema pavoroso. El origen del hombre y la vida futura eran las dos grandes esferas en que, por así decirlo, coincidian las interpretaciones de los primeros Padres de la Iglesia, tal vez por lo abstrusas y árduas que son por su naturaleza est as cuestiones. Pero las doctrinas propiamente teológicas, el concepto de Dios y la nocion de sus atributos, fueron objeto de acaloradas discusiones entre los mismos apologistas cristianos. Era preciso concertar las especulaciones de la teodicea con los datos de la sagrada tradicion que la Escritura consignaba, y esto, en vez de ofrecer segura guía á los espíritus vacilantes é indecisos, vino á constituir un nuevo motivo de disparidad y á dar nuevo pábulo á las interpretaciones inconexas en que se divisaba la sombra no lejana de la heterodoxia. El dogma que declaraba la necesidad de la gracia para la salvacion, atrajo el pelagianismo como una consecuencia inevitable; era, en efecto, un dogma que resucitaba los errores de la predestinacion y del fatalismo antiguo. Uno de aquellos monjes inspirados por la fé de los Apóstoles y por el saber de los filósofos antiguos, trató de refutarle demostrando sus peligros y reduciendo la gracia á un accesorio; pero la Iglesia, defensora entonces de la ley antigua, de Moisés más bien que de Cristo, persistió en imprimir sobre la frente de todas las generaciones pasadas, presentes y futuras el estigma inevitable de la primera culpa, y Pelagio fué anatematizado, como lo fueron luego, en los Concilios de Efeso y Calcedonia, Nestorio y Eutiques, mantenedores de nuevas herejías.

Pero esta actividad febril que surge durante los cinco primeros siglos del Cristianismo, cesa de repente al ocurrir las invasiones de los pueblos germánicos del Norte. La herejía, acallada desde el exterminio de los donatistas, parece perderse para siempre en ignorados horizontes; pero tambien enmudecen la elocuencia y el saber cristianos, y durante un largo período de otros cinco siglos el movimiento intelectual cesa, como amedrentado ante el fragor de los combates y de las conquistas que iban formando lentamente los estados y las instituciones de la nueva edad.

Habia surgido ésta con la guerra, y merced tan sólo á los estragos de la guerra. Parecia que la cólera divina lanzaba entonces contra la

humanidad todos los males y las plagas todas de que en tiempo del legislador hebreo usó contra el pueblo de los Faraones. La miseria, la peste, el combate asolador é incesante, y como complemento de tamañas calamidades, cundió por todas partes, producto quizá de las desgracias que entonces afligian á los hombres, un temor supersticioso y absurdo, que anunciaba para el año 1000 la venida del AnteCristo y la terminacion del mundo. ¡Terrible crísis fué aquella para la Europa entera! Eran tales el terror y la desolacion, que ante la proximidad de la tan temible catástrofe se acallaron las contiendas intestinas y procuraron todos reconciliarse entre sí para calmar las iras de la Divinidad. El fanatismo de los monjes aumentaba la consternacion universal con sus sombrías predicaciones, que parecian un reflejo exacto de los terribles sueños del Apocalipsis; la vida de los pueblos estaba suspendida, su actividad petrificada y próximos á desaparecer todos los lazos y las instituciones todas del organismo social. El temor habia traido consigo el egoismo, y el egoismo habia quebrantado todas las relaciones, aislando á los hombres unos de otros. La familia, el Estado, la propiedad, quedaron por un instante relegados al olvido; renació cual nunca el místico fervor de los primeros siglos, y se hicieron cuantiosas donaciones á las iglesias y á las abadías, como si los intereses de la tierra hubiesen desaparecido ante el interés supremo de la salvacion. En semejantes circunstancias no era fácil que nadie se ocupase de discutir el dogma, ni que encontrara obstáculos en su marcha la Iglesia, señora de las almas y tirana de las voluntades. Pero cuando, pasados los momentos de consternacion y llegada la fecha fatal sin ocurrir desastre alguno, surgió de nuevo la calma en los espíritus, la Europa salió de su estupor y penetró de lleno en la vida de las centurias florecientes de aquella edad que con tan siniestros auspicios habia comenzado. El poder de la Iglesia y la preponderancia del Papado, comparable segun un gran Pontífice al sol esplendoroso de los cielos, necesitaron entonces nuevamente el concurso de la inteligencia; creáronse las Universidades y los Concilios político-religiosos; empeñóse la discusion en todas las esferas; un nuevo derecho, eclesiástico por su orígen y sus tendencias, surgió con los Cánones, al lado de los restos de la legislacion romana; aceptó la Filosofía los procedimientos dialécticos del Stagirita, y llevando hasta sus últimos limites el rigorismo de la forma lógica, apareció la Escolástica como una fase característica que se

paraba á la Edad Media de todas las edades. Hasta entonces la única autoridad á que se atuvieron los Padres de la Iglesia habia sido la Escritura; la revelacion bastaba en aquellas épocas de fé, y á la revelacion tan sólo acudian los apologistas para refutar á los heterodoxos y combatir á la herejía. El advenimiento de la Escolástica, signo indudable de un progreso, indicaba que los tiempos habian cambiado. No era ya prueba suficiente la verdad revelada; era preciso que la dialéctica de Aristóteles comprobase con sus silogismos la doctrina preestablecida por la fé. La Escolástica venía á significar, por tanto, el ingreso de la razon en el campo de la filosofía cristiana; era una tendencia hácia la libertad de pensamiento, tendencia que, si bien quedó ahogada en sus albores, daba muestra de que no se habia extinguido, á pesar de las rudas pruebas que en los antiguos tiempos la afligieran, la aspiracion eterna del espíritu á deslindar por sí solo los senderos de la ciencia, esclareciendo los arcanos de lo desconocido.

Donde quiera que la razon humana se erige como juez, surge caul resultado inevitable la disparidad, y con ella la lucha. ¡Lucha fecunda á que se deben todos los descubrimientos verificados en el trascurso de los siglos! Semejante contienda es la imágen de la vida que, inseparable del movimiento, deja de ser en cuanto el movimiento cesa. Por eso la Escolástica, al reconocer en la razon uno de los factores, siquiera fuese secundario, de que podia emanar la verdad teológica que investigaba, originó la discusion é hizo salir al pensamiento del marasmo en que habia estado sumido. Aquella disputa eterna entre nominalistas y realistas, significaba mucho para la Iglesia y la filosofía. Era un aviso para Roma, entretenida en los asuntos láicos más de lo que á sus intereses espirituales importaba. Porque precisamente en su era de apojeo y en sus centurias de oro, cuando en los monasterios y en las abadías estaba el emporio de la ciencia cristiana, cuando en las aún nacientes Universidades el elemento eclesiástico era el alma del desarrollo de la filosofía, todo se le mostraba propicio para armonizar el dogma y corregir la disciplina, oponiendo un fuerte valladar á las futuras herejías y á la entonces presente corrupcion del clero. Pero la Tiara no hizo caso de semejante aviso; deslumbrada por su misma influencia, no podia divisar las sombrías nubes que se amontaban en los lejanos límites del horizonte, y dejó pasar aquella amenaza medio perdida entre el es

truendo de las luchas que entonces sostenia. Y era, en verdad, una amenaza digna de apreciarse, la encarnizada contienda entre las dos grandes escuelas escolásticas; porque en el fondo de las tésis que defendia el nominalismo, y desconocida tal vez por los mantenedores mismos de esta tendencia, latia la negacion más absoluta que cabe del Cristianismo y de toda creencia religiosa. Era el gérmen embrionario é imperfecto del positivismo, adversario irreconciliable de todas las religiones y de todas las divinidades; era una reminiscencia de Epicuro y del materialismo antiguo, sostenida por los mejores filósofos y por los más profundos pensadores que en aquellos tiempos. florecian; y aunque semejantes conclusiones no salieron nunca á la superficie de la argumentacion nominalista, oscurecidas como se hallaban en su fondo, la sola enunciacion de las premisas podia, sin duda, provocar que surgieran aquellas como implacable resultado de los principios que las generaban.

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Hay un momento en la Historia de la Escolástica que viene á señalar una nueva evolucion eclética y significativa. Nominalistas y realistas habian ya gastado sus fuerzas en estériles combates; la lucha continuaba, sin embargo, con la tenacidad de todas aquellas en que la division no surge de las palabras, sino que radica en las ideas; pues aunque en nuestros tiempos se haya querido presentar á las dos grandes sectas escolásticas como mantenedoras de un mismo ideal velado bajo diversas denominaciones, es lo cierto que la cuestion que debatian es la cuestion eterna que han debatido en todas épocas los diversos sistemas filosóficos. Entonces aparece uno de los grandes atletas del pensamiento que ornan la historia de la Edad Media. Es Abelardo, el más sábio de los escolásticos y el más inspirado de los teólogos que hasta entonces habian florecido. Su aparicion, preparada por las doctrinas panteistas de Amalrico de Chartres y por el materialismo de Roscelin, era para la Escolástica lo que la venida Mesiánica habia sido para la humanidad del mundo antiguo. La lucha del realismo con el nominalismo era una de esas luchas de que difícilmente puede brotar la luz; tenian ante sí por todas partes ambas escuelas la sombra amenazadora de la Iglesia, que encerraba su argumentacion en un círculo de hierro; les estaban vedados los más ámplios horizontes, y no podian, sin incurrir en el pecado y arriesgarse á la anatema, extender el campo de sus inducciones y sus hipótesis fuera de los límites marcados por los Padres de la Iglesia que

habian interpretado la Escritura. En semejantes circuntancias, la discusion no podia ser muy fecunda; era preciso acudir á subterfugios para expresar cualquiera afirmacion que pudiese parecer atrevida al clero, ó que no se hallase conforme con la palabra de los Apóstoles ó con el Texto sagrado. De aquí las logomaquias y las abstracciones, que parecen inseparables de toda disputa teológica en que esgrimiera sus armas la Escolástica. De aquí tambien la singular teoría de la verdad doble, que venia á sentar una dualidad de criterios tan perniciosa á la fé como favorable al excepticismo filosófico. ¡Singular sistema que dejaba fluctuar los ánimos entre las afirmaciones de la teodicea y los principios revelados en la razoǹ humana! Propia era, ciertamente de aquellos tiempos en que la coaccion constituia el más firme argumento de los ortodoxos, y no de extrañar el que se perpetuase hasta las épocas del Renacimiento, para resucitar en Pompanacio las sutilezas de Juan de Briscain (1) y otros ingenios que la usaron en el siglo XIII. Y hasta tal punto se habia extendido esta doctrina, que sustentaba―apenas puede creerse-que un mismo principio podia ser á la vez falso y verdadero, segun se apelase al criterio teológico ó á los datos de la filosofía profana; que no era extraño oir afirmar en las Universidades que tal axioma era cierto segun la palabra revelada, y falso segun la doctrina del gran dialéctico de Stagira. ¡Absurdo más monstruoso de lo que á primera vista parece; pues que considerándose coexistentes y dignos de respeto ambos criterios, resultaban bajo un aspecto falsas, y verdaderas, segun otro, la mayoría de las afirmaciones enunciadas por la ciencia, haciendo. compatibles el sér con el no sér, la luz con las tinieblas, la verdad con el error, todo, en fin, lo que la realidad nos muestra separado por abismos insondables y por muros indestructibles!

Consecuencia obligada de todas estas causas era la postracion en que yacian las sectas escolásticas, cuando apareció Abelardo como una estrella fija del cielo de la filosofía. Las sutilezas habian llegado á sus últimos y más exagerados límites; la mente se ofuscaba ante la balumba inmensa de sofismas y de artificiosas formas silogísticas que era preciso amontonar para la enunciacion de la verdad más simple. La corrupcion estaba en el fondo de la misma manera que en la

(1) A. F. Lange.-Histoire du Materialisme. Tomo I de la traduccion francesa de Pommerol.

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