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capacidad, y amante de la justicia el hijo de Fernando IV., pero jóven de catorce años cuando tomó á su cargo el regimiento del reino, no estrañamos ver mezcladas medidas saludables de órden, de conveniencia y de tranquilidad pública, con ligerezas y arbitrariedades, y hasta con arranques de tiránica crueldad, propios de la inesperiencia y de la fogosidad impetuosa de la juventud. Con el buen deseo de restablecer el órden en la administracion tomaba cuentas al arzobispo de Toledo de los tributos y rentas que habia percibido y le despojaba del cargo de canciller mayor: obraba en esto como príncipe celoso y enérgico. Pero se entregaba de lleno á la confianza de dos privados, Garcilaso y Nuñez Osorio, de los cuales el primero por sus demasías habia de perecer asesinado por el pueblo en un lugar sagrado, y al segundo le habia de condenar él mismo por traidor y mandarle quemar: aqui se veia al mancebo inexperto, y al jóven impetuoso y arrebatado. Comprendia la necesidad de desarmar á los príncipes y magnates revoltosos, y se atraia á don Juan Manuel casándose con su hija doña Constanza: en esto obraba como hombre político. Pero luego la repudiaba para dar su mano á doña María de Portugal, recluia á la primera en un castillo, y provocaba el resentimiento y el encono de su padre: veiase aqui a jóven ó inconstante ó desconsiderado. Propúsose enfrenar la anarquía, castigando severamente á los próceres rebeldes y bulliciosos: nada mas justo ni mas conveniente á la tranquilidad del reino. Pero halagaba con engaños á don Juan el Tuerto para mandarle matar sin formas de justicia: y con dotes de monarca justiciero aparecia vengativo y cruel.

Los suplicios de don Juan el Tuerto, de Nuñez Osorio, conde de Trastamara, de don Juan Ponce, de don Juan de Haro, señor de los Cameros, del alcaide de Iscar y del maestre de Alcántara, no diremos que fuesen inmerecidos, puesto que todos ellos fueron ó revoltosos ó desleales: mas la manera arbitraria y ruda, la inobservancia de toda forma legal en tan sangrientas ejecuciones, no puede disimularse á quien dijo en las córtes de Valladolid de 1325: Tengo por bien de non mandar matar, nin lisiar, nin despechar, nin tomar á ninguno ninguna cosa de lo suyo sin ser ante oido é vencido por fuero é por derecho: otrosi, de non mandar prender á nineguno sin guardar su fuero y su derecho de cada uno (1).» Comprendemos lo difícil que era en tales tiempos deshacerse por medios legales de tan poderosos rebeldes y de tan osados perturbadores. Esto podrá cuando más atenuar en parte, pero nunca justificar los procedimientos tiránicos. Es muy comun recurrir á la rudeza de los tiempos para buscar disculpa á las tro

(1) Cuadernos de Córtes publicados por la Academia.

pelías mas injustificables, y querer cubrir con el tupido manto de la necesidad los actos mas violentos y tiránicos. «Trasladémonos, se dice, á aquellos tiempos. Pues bien, trasladémonos á aquellos tiempos, y hallaremos yá, no unos monarcas rudos y estraños al conocimiento de las leyes naturales y divinas, sino príncipes que establecian ellos mismos muy sábias y muy justas leyes sociales, que consignaban en sus códigos los derechos mas apreciables de los ciudadanos, los principios y garantías de seguridad real y personal, tan lata y tan esplicitamente como han podido hacerlo los legisladores de las naciones modernas mas adelantadas; y que sin embargo, cuando llegaba el caso de obrar, pasaban por encima de sus propias leyes, y mandab an degollar ó quemar, ó lo ejecutaban ellos mismos, sin forma de proceso, y sin oirlos ni juzgarlos, á los que suponian y suponemos criminales, y se apoderaban de sus bienes. No sino demos elasticidad y ensanche á la ley de la necesidad, y á fuerza de invocarla nos convertiremos sin querer en apologistas de la tirania. Nuestra moral es tan severa para los antiguos como para los modernos tiempos, porque las leyes naturales han sido y serán siempre las mismas, y las leyes humanas tampoco se diferenciaban ya en este punto.

Segun que crecia en años Alfonso, mejoraba su carácter y mejoraba la situacion del reino. Enérgico y vigoroso siempre, pero ya no violento ni atropellado; severamente justiciero, pero ya mas guardador de la ley, y hasta dispensador generoso de la pena, solia perdonar á los magnates rebeldes despues de vencerlos y subyugarlos; desmantelaba los muros de Lerma, donde tenia su foco la rebelion, pero se mostraba clemente con el de Lara, y el mismo don Juan Manuel no le halló sordo á la piedad: resultado de esta conducta fué convertirse ambos de enemigos en servidores y auxiliares. Otorgando indulto y perdon general por todas las muertes y delitos cometidos anteriormente, y declarando su firme resolucion de castigar irremisiblemente los que en lo sucesivo se perpetráran, hizo cesar las guerras entre los nobles y puso término á la anarquía, obligándolos á que en lugar de recurrir á las armas para dirimir sus diferencias, apeláran á los tribunales. Haciendo que los hidalg os juráran entregar al rey los castillos que tenian por los ricos-hombres siempre que aquél los reclamára, minó por su base la gerarquía feudal, y revindicó el supremo señorio de la corona. Merced á esta inflexible energía el órden se restableció en el reino, cesaron los crímenes públicos, sometiéronse los turbulentos nobles, el trono recobró su fuerza perdida, la autoridad real se hizo respetar, y la monarquía castellana marchaba visiblemente hácia la unidad. Hasta las provincias de Alava y Vizcaya se reunieron bajo una sola mano, y los hombres de estos pai

ses esencialmente independientes no vacilaron en reconocer la soberanía de Alfonso en Vitoria y en Guernica, sin renunciar por eso á sus amados fueros.

Si mérito grande adquirió el undécimo Alfonso como restaurador del órd en interior de la monarquía, no fué menor la gloria que supo ganar como guerrero. Aun no tenia su tierna mano fuerza para manejar la espada, y ya hizo espediciones felices contra los moros del reino granadino. Aun no sombreaba la barba su rostro, y ya los reyes de Granada y de Marruecos le respetaban como á príncipe belicoso y bravo. Si por deslealtad ó por cobardía de uno se perdió Gibraltar, y por las turbulencias interiores no pudo rescatarla, costóles por lo menos á los dos emires musulmanes la humillacion de ofrecer la paz al jóven monarca castellano, y de reconocerle de nuevo vasallage el de Granada. Revivieron por último con Alfonso XI los buenos tiempos de Castilla, y á orillas del Salado volvieron á brotar los laureles de las Navas de Tolosa y las palmas de Sevilla, que parecia haberse marchitado. Repitiéronse á la vista de Tarifa casi los mismos prodigios que en las Navas: aparte de la diferencia de lugar, semejaba la jornada de un drama heróico reproducida por los mismos personages con otros nombres. En la batalla de el Salado y en el sitio de Algeciras mostraron Alfonso y sus castellanos dos diferentes especies de valor, ambas en grado heróico. En la primera el valor agresivo, el brio en el acometer, la bravura en el pelear; en el segundo el valor pasivo, la perseverancia, la pacien, cia, el sufrimiento y la resignacion en las privaciones, en las penalidadesen las tribulaciones. Con los triunfos de el Salado y de Algeciras quebrantó Alfonso el poder reunido de los musulmanes africanos y andaluces, in-` comunicó al Africa con España, y dejó aislado el emirato granadino, abandonado á sus propias fuerzas, frente á las monarquías cristianas, que tardarán en consumar su ruina lo que tarde en aparecer en Castilla otro génio como el de Alfonso XI.

La Providencia no le permitió acabar la conquista de Gibraltar. La peste que habia desolado el mundo arrebatando la tercera parte de la especie humana, privó á Castilla de un soberano, á quien sus enemigos respetaron y temier on vivo, veneraron y elogiaron muerto.

Y sin embargo este monarca de tan eminentes prendas dejó en herencia á Castilla, á causa de su incontinencia y de sus incestuosos amores, el mas funesto de los legados, el gérmen de sangrientas guerras civiles, que apreciaremos debidamente cuando toquemos los resultados de aquellas lamentables flaquezas y estravíos.

III.

En el reinado de Alfonso XI., y en medio de las agitaciones y guerras que le señalaron, se vé progresar las instituciones políticas y crecer las prerogativas populares y la influencia del estado llano. Si Fernando IV. en las córtes de Valladolid de 1507 se comprometió á no imponer tributos sin pedirlos á las cortes, Alfonso XI., su hijo, en las de Medina del Campo de 1328, se obligó á no cobrar pechos ó servicios especiales ni generales sin que fuesen otorgados por todos los procuradores que á ellas viniesen (1). De tal manera respetó Alfonso este derecho, que cuando apremiado por la necesidad recurrió al estraordinario servicio de la alcabala, hubo de irla pidiendo á cada concejo en particular, hasta que en las cortes generales de Burgos de 1342 le fué concedida por todos los brazos reunidos, y aun asi la fué planteando parcialmente en las provincias con asentimiento de los concejos. Y aunque el precioso derecho de la seguridad real y personal fué quebrantado mas de una vez por el monarca, escrita estaba esta garantía política, y los pueblos castellanos miraron ya siempre como desafuero toda prision, muerte ó despojo de un hombre antes de ser oido y vencido en juicio, uno de los derechos mas fundamentales de las modernas constituciones. Jóven de catorce años Alfonso cuando otorgó estas garantias, nos confirmamos mas en que las menorias de los reyes, turbulentas y aciagas como suelen ser, favorecen comunmente á la libertad de los pueblos y á sus conquistas políticas.

Identificados no obstante en la época que examinamos los intereses del pueblo y del trono, y necesitando apoyarse mútuamente contra el poderío y las usurpaciones de la nobleza, las córtes contribuian con gusto á robustecer el poder real. La prohibicion de enagenar los pueblos ó señoríos de realengo; el derecho que se quitó á los nobles de fortificar las peñas bravas; la obligacion que se impuso á los alcaides de los castillos de entregarlos al rey siempre que éste los pidiera y por quien quiera que los tuviesen; los severos y ejemplares escarmientos con que Alfonso XI. castigó

(4) «Otrosí, á lo que me pidieron por merced de les non echar ni mandar pagar pecho desaforado ninguno especial, ni general en toda la mi tierra, sin ser llamados priTOMO IV.

meramente á córtes, é otorgado por todos los procuradores que y viniesen: á esto respondo que lo tengo por bien é lo otorgo.

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á los que se negaron á obedecer y cumplir esta medida; todas estas disposiciones y leyes, tan poderosas á dar robustez y unidad al trono y quitar fuerza é influjo á la nobleza, hallaban al elemento popular dispuesto á prestarles su apoyo, y merced á esta combinacion y al empeño y perseverancia del rey, los bulliciosos magnates tuvieron que convencerse de que habian pasado los tiempos en que podian à mansalva rebelarse contra la autoridad real.

Celebráronse ya las córtes en tiempo de este monarca con un aparato y una solemnidad que hasta entonces no se habia acostumbrado. Las de Sevilla de 1340 presentan un ejemplo del ceremonial que en ellas se usaba. Reunidos los prelados, señores y procuradores de las ciudades, sentósc el rey en un estrado colocando á un lado la corona y al otro la espada, y les dirigió un largo razonamiento ó discurso en que espuso el estado del pais y el objeto principal de aquella congregacion, espresando lo que á él le parecia que convendría hacer, pero sometiéndolo á su consejo: «que ellos viesen lo que el rey debia facer, et que le aconsejasen; ca él un ome era, et sin todos ellos non podia facer mas que por un ome.» Seguidamente salió del palacio dejándol os solos, para que discutiesen y deliberasen con toda libertad; «por que ninguno dejase de decir lo que entendiese por miedo dél, nin por verguenza.» Quedaron las córtes discutiendo, y razonando y emitiendo cada cual libremente su parecer. Volvió el monarca, y tuvo la fortuna de inclinar con sus razones á la asamblea á seguir el dictámen que él habia propuesto (1). Igual conducta observó en las de Burgos de 1342: y en prueha de la libertad con que los procuradores deliberaban, bástanos citar las siguientes palabras de la Crónica. «Et los cibdadanos de Burgos ahabiendo fablado sobre esto que el rey les avia dicho, venieron algunos <dellos ante él con poder de su concejo, para darle respuesta de aquello «que les avia dicho, et la respuesta era tal, que el rey entendió dellos que anon era su voluntad de lo facer.» Tratábase ya del servicio de la alcabala para la conquista de Algeciras, y oida aquella respuesta, el rey muy prudentemente y con mucha mesura se contentó con decir: Que él cataria de lo que pudiese aver de sus rentas, y que esperaba que muchos por mercedes que les habia fecho irian con él:» hasta que convencidos los prelados y procuradores de la utili dad de aquella conquista y de la resolucion del monarca, «otorgáronle todas las alcabalas de todos los sus logares, et pidiéronle merced que las mandase arrendar et coger.» Asi se trataban mú

(1) Chron. de Alfonso el Once

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