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de Fernando V. (no de Felipe V. como equi-
vocadamente dice Merimée). Mas luego re-
sultó que el manuscrito de Guadalupe, reco-
brado por Fr. Diego de Cáceres, era un ejem-
plar de las crónicas de Ayala. Si hubiera exis-
tido la del obispo de Jaen, ¿cómo este prela-
do, que acompañó á Inglaterra á la hija del
rey don Pedro doña Constanza, no la publicó
alli en tantos años como estuvo? ¿Cómo no
la hizo publicar y conocer el duque de Lan-
caster, á quien tanto interesaba rectificar la
errada opinion que en Castilla se tuviese de
su suegro el rey don Pedro, y volver por la
fama del padre de su esposa cuyo trono pre-
tendia? ¿Cómo habiéndose hecho después el
enlace de doña Catalina de Lancaster, nieta
de don Pedro, con el infante don Enrique
de Trastamara, nieto de don Enrique el Bas-
tardo, enlace que autorizó y presenció el
obispo don Juan de Castro, no dió á luz esa
crónica, cuando ya ningun inconveniente
ofrecia el publicarla? ¿Cómo permaneció es-
condida aun despues de ser reina de Castilla
la nieta de don Pedro? ¿Cómo no se hizo pú-
blica en tiempo de los Reyes Católicos, que
dicen no gustaban de que se diera á don Pe-
dro la denominacion de Cruel? ¿Cómo estuvo
secreta en el reinado de don Felipe II., que
dicen mandó que á don Pedro de Castilla se
le apellidára el Justiciero, mandato que sea
dicho de paso, ni nos maravilla en aquel mo-
narca ni nos convence? ¿Cómo, en fin, nadie
hasta nuestros dias ha logrado ver esa cróni-
ca por tantos y tan solicitamente buscada?
Todos los síntomas y probabilidades son de
no haber existido; pero dado que existiese y
se encontrase, ¿bastaria á hacernos variar
de juicio y de opinion, y tendriamos por de
todo punto veraz y desapasionada una cróni-
ca escrita por quien siguió constante y aun
tenazmente las banderas y el partido del rey
don Pedro y de sus hijas? Cuando la viéramos
podríamos juzgar: entretanto séanos lícito
insistir en el juicio que nos han hecho for-
mar los documentos que aparecen mas au-
ténticos y de mas autoridad, y que marchan
contextes.

Figura el primero entre los que podemos llamar modernos defensores del rey don Pedro el conde de la Roca, hombre sin duda mas ilustre en cuna que en letras. Este escribió á mediados del siglo XVII. El rey don Pedro defendido. Nada hay mas fácil que

defender una causa de la manera que lo hace el conde de la Roca, pudiendo servir de ejemplo la solucion que da al suplicio ejecu tado por el rey en los dos inocentes bastardos, últimos hermanos de dcn Enrique, pues confesando que ni eran ni habian podido ser delincuentes, disculpa la crueldad é inhumanidad del rey con la peregrina máxima de que «si bien anticipar el castigo á la culpa nunca será justicia, alguna vez es conveniencia.»> En verdad que recurriendo á la conveniencia á falta de justicia, no hay accion humana que no pueda llevar su salvo-conducto.

Pero el que descuella entre todos los defensores antiguos y modernos del rey don Pedro, es un catedráctico de la universidad de Valladolid, nombrado don José Ledo del Pozo, que á fines del siglo XVIII. escribió un tomo en folio, titulado: Apologia del rey don Pedro de Castilla, conforme á la cróniea verdadera de don Pedro Lopez de Ayala. En esta Apologia, única obra que conocemos de este autor, no solo se contienen los argumentos de Gratia Dei, de los dos Castillas, don Diego y don Francisco, del conde de la Roca, y de cuantos le precedieron en hacer ó intentar la defensa de este monarca, sino que es el arsenal en que han ido á tomar las armas los defensores posteriores, de los cuales tenemos á la vista, «El rey don Pedro defendido,» de Vera y Figueroa, el Anónimo sevillano, que en nuestros dias ha escrito la Historia del rey don Pedro, el folleto de un fal Godinez de Paz, titulado Vindicacion del rey don Pedro I. de Castilla, la obra de don Lino Picado, y otros ligeros opúsculos y articulos escritos en el propio espíritu y sentido. Lo singular es que Ledo del Pozo no niega ninguna de las acciones atribuidas al rey don Pedro en la crónica de Ayala ; al contrario defiende pro aris el focis la veracidad de la crónica y del cronista. Por consecuencia, tiene que limitarse, y lo hace con admirable paciencia y maravillosa prolijidad, á ir interpretando cada uno de los hechos y casos á guisa de abogado en defensa de su cliente, dando muchas veces tortura á su imaginacion, como era indispensable, luciendo en otras su ingenio, y arrancando en ocasiones la sonrisa del lector con sus peregrinas versiones, hasta venir á parar á la siguiente conclusion con que termina su obra: «Floreció en efecto en su glorioso re

«nado la administracion de justicia, el esta«blecimiento de las leyes politicas y el ade«lantamiento de las militares, misericordia «con los pobres, la veneracion á la iglesia, «cl respeto á la religion, el culto á los tem«plos, el temor á Dios, y en una palabra, «cuanto pudo concurrir á formar en don Pe«dro un íntegro legislador, un capitan valienale, un cristiano perfecto, un juez severo, «un padre caritativo, un monarca apacible, «y un rey á ninguno segundo, digno por esto «de los nombres de bueno, prudente y justi«ciero.» Sentimos que se le escapara añadir: «un rey misericordioso, dulce, desinteresado, un esposo fiel, para que se relizara plenamente lo de: argumentum nimis probans...... bien que todo está comprendido en lo de perfecto cristiano.

Tarea de volúmenes seria necesaria para refutar en cada caso al difuso apologista, é incompatible con la naturaleza de esta obra. Redúcense no obstante en lo general sus argumentos á que muchos de los que sufrieron el implacable rigor de don Pedro le eran ó habian sido rebeldes, lo cual no negamos, y á que como señor de vidas y haciendas podia disponer de las de sus súbditos, con cuya doctrina, siempre inadmisible, pero mucho mas en tiempos en que habia ya tan escelentes cuerpos de leyes, no habria nunca delitos ni escesos en los soberanos. Hay quien dice que el catedrático apologista escribió su obra con un fin político, que fué el de desvanecer las sospechas de volteriano, que por sus ideas filosóficas babia inspirado á los ministros del rey y á los del Santo tribunal.

Sea de esto lo que quiera, y aparte de lo que llevamos espuesto, nosotros creemos que la tendencia que se nota en muchas gentes á justificar ó á gustar de los esfuerzos que otros han hecho para vindicar la memoria del rey don Pedro, no nace tanto de los fundamentos históricos que pudiera haber, que por desgracia no los hay, como de dos principios que vamos á esponer aqui: 1.o de una propension, innata al genio español, hija si se quiere de un sentimiento y fondo de nobleza, pero lamentable y perjudicial en sus efectos y resultados: esta propension es la de atenuar primero, disculpar después, olvidar mas adelante, y admirar ó defender con el tiempo á los hombres crueles, cuando para perpetuar sus violencias han necesitado de

valor, de arrojo y de resolucion. El español se horroriza primero del crimen, pero pasada la primera impresion compadece al criminal, y si ha habido en él intrepidez y brío, acaba por acordarse solo del héroe y olvidarse del hombre. Pero la historia es un tribunal permanente que tiene que juzgar por el proceso siempre abierto de los documentos, y no tiene como los reyes la prerogativa de indultar. 2.° De la idea que el pueblo suele formar de los personages históricos por tal cual aventura caballeresca que la tradicion le ha ido trasmitiendo, ó por los romances populares, ó bien por su representacion teatral. Un rasgo de generosidad cantado por un romancero, ó escogido con habilidad por un poeta dramático, y puesto en escena con las libertades que se consienten á la poesía, y con la exornacion y aparato que se exige o se permite en el drama, deja siempre una impre sion tanto mas duradera cuanto halaga mas los sentidos, y cuanto es mas dificil acudir para borrarla ó neutralizarla á los recursos históricos, de por sí mas áridos y menos al alcance de la muchedumbre. Por eso no nos cansaríamos de recomendar é inculcar á los autores de dramas y de leyendas que cuidáran mucho de no falsear los caractéres de los personages históricos. Al rey don Pedro le ha tocado ser favorecido por la poesía, y han bastado algunas aventuras nocturnas amorosas, algunas anécdotas como la del zapatero, la de la vieja del candilejo, la del lego de San Francisco en Sevilla, para darle cierta popularidad, y para predisponer á algunas gentes á recibir con favor los escritos de los que han intentado representarle como justiciero.

Por esto hemos visto con gusto que el escritor que mas recientemente ha tenido que hacer un juicio histórico-critico sobre el reinado de don Pedro de Castilla, el señor Ferrer del Rio, en su Memoria premiada en certámen por la Real Academia Española, ha tomado por guía para su exámen las verdaderas fuentes históricas, no la tradicion popular, ni el romance, ni la leyenda, ni el drama, y ha juzgado á don Pedro con histórica severidad, representándole sobradamente digno de ser apellidado con el sobrenombre de Cruel, «como quien convertia, dice, en máximas de politica las pasiones de la incontinencia, de lå perfidia y de la venganza, y con cuya muerte pareció que la pa

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tria y la humanidad se libertaban de un gran peso.»> Con muchos de sus juicios nos hallamos conformes; y ojalá nuestros esfuerzos contribuyan á que acabe de fijarse la opinion pública acerca de la índole y carácter de este célebre monarca. Confesamos que hubiéramos querido, que hubiéramos tenido singular placer en podernos contar en el número

de sus panegiristas, y con este anhelo emprendimos el estudio de su historia. Por desgracia este mismo estudio ha engendrado en nosotros una conviccion contraria á nuestro deseo. Mucho celebraríamos que ó nuevos descubrimientos históricos ó genios mas perspicaces y privilegiados nos hicieran todavía mudar de opinion

CAPITULO XVIII.

ENRIQUE II. (el Bastardo) EN CASTILLA.

De 1369 á 1378

Situacion material del reino despues de la catástrofe de Montiel.-Dificultades que halló don Enrique, y cómo las fué venciendo.-Ley sobre moneda.-Pretensiones de don Fernando de Portugal: entrada de don Enrique en aquel reino y sus triunfos.-Córtes de Toro: leyes contra malhechores.-Titulos y mercedes á los capitanes estrangeros.-Rendicion de Carmona: castigos.-Entrégase Zamora.-Paz con Portugal.-Segundas Cortes de Toro: leyes importantes: ordenamiento de justicia: audiencia: ordenanzas de oficios: Icy sobre judíos.-Triunfo de una flota castellana en la costa de Francia: prision del almirante inglés.-R enuévase la guerra de Portugal: llega don Enrique hasta Lisboa: paz humillante para el portugués: casamientos de príncipes.-Tratos con Cárlos el Malo de Navarra: ciudades que de él recobró don Enrique.-Diferencias y negociaciones con don Pedro IV. de Aragon.-Don Enrique en Bayona.-Casamiento del infante don Juan de Castilla con doña Leonor de Aragon.-Proyectos alevosos de Cárlos el Malo de Navarra.Cond uc ta de don Enrique en el cisma que afligia á la iglesia.-Guerra entre Navarra y Castilla: paz vergonzosa para el navarro.-Enfermedad y muerte de don Enrique: cu testamento: sus hijos.

La corona de Alfonso el de las Navas, de San Fernando y de Alfonso cl Sábio, pasa á ceñir las sienes de un bastardo, de un usurpador, de un fratricida. Cada una de estas cualidades hubiera bastado por sí sola para alejar del trono de Castilla á Enrique de Trastamara, aun cuando le hubieran adornado otras prendas y condiciones de rey, si las violencias y las crueldades de don Pedro no hubieran tenido tan profundamente disgustados á los castellanos. Si alguna duda nos quedára de las tiranías que habian hecho odiosa la dominacion precedente, desapareceria al ver à la nacion castellana, tan amante de la legitimidad de sus reyes, no solamente reconocer y acatar como monarca á un hijo espúreo, rebelde, y manchado con la nota de traidor, sino

alterar la ley de sucesion, legitimando en él la línea bastarda, cuando aun habia en Aragon y en Portugal vástagos de la linea legitima de nuestros reyes, cuando aun existian las hijas de don Pedro reconocidas como herederas legitimas del trono en las córtes de Sevilla. Veamos como acabó don Enrique de conquistar el reino castellano, cómo se afianzó en él, y lo que legó á sus

sucesores.

Muerto don Pedro, presos don Fernando de Castro, Men Rodriguez de Sanabria y los demas caballeros que con él estaban, y rendidos los pocos defensores del castillo de Montiel, partió don Enrique al dia siguiente para Sevilla, que estaba ya por él y habia tomado su voz. Siguieron su ejemplo los demas pueblos de Andalucia, á escepcion de Carmona, donde se mantenia don Martin Lopez de Córdoba guardando los hijos y los tesoros del difunto monarca. Zamora y Ciudad-Rodrigo en Castilla tampoco reconocian la autoridad de don Enrique; Molina y los castillos de Requena, Cañete y otros se dieron al rey de Aragon, como antes se habian entregado al de Navarra Logroño, Vitoria, Salvatierra y Santa Cruz de Campezu. Por el contrario, Toledo se le habia dado á merced, y allá habian ido ya desde Burgos la nueva reina doña Juana, y su hijo el infante don Juan. Tal era la situacion de Castilla inmediatamente á la catástrofe de Montiel.

Lejos de contemplarse don Enrique ni seguro ni respetado, harto conocia que no habian de faltarle ni inquietudes que sufrir, ni contrariedades que vencer. Enemigos le quedaban dentro del mismo reino, y no contaba por amigo á ningun monarca vecino. Los soberanos de Granada, de Navarra, de Aragon y de Portugal todos le eran contrarios; queriale mal el de Inglaterra, y solo, como veremos, halló un amigo y un aliado constante en el de Francia. Comenzó el emir granadino desechando una tregua que don Enrique le proponia. Intentó éste transigir con Martin Lopez de Córdoba, ofreciéndole poner en salvo su persona y las de todos los suyos, asi como los hijos y los tesoros del rey don Pedro, y el imperturbable defensor de Carmona rechazó tambien con altivez la proposicion. Con esto, y como le urgiese à don inrique volver á Castilla, dejando algunos ricos-hombres y caballeros que guardasen Jas fronteras de Carmona y Granada, vínose á Toledo á reunirse con su esposa y con su hijo, y desde aqui envió á buscar á Francia á su hija doña Leonor. Necesitaba pagar á Bertrand Duguesclin, y á sus auxiliares franceses y bretones; pero el tesoro estaba exhausto, y temiendo enagenarse á sus súbditos, de quienes aun no estaba muy seguro, si inauguraba su reinado cargándolos con nuevos impuestos, recurrió al espediente conocido y usado en aquella edad, al de labrar moneda de baja ley. Mandó, pues, batir tres clases de monedas nuevas, llamadas cruzados, reales y coronas. Con este re

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