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nos complacemos en que no haya pruebas sobre que fundar capitulo de acusacion contra el rey. Garcilaso y don Alfonso Coronel habian sido rebeldes y merecian castigo. Cierto que el del primero fué ejecutado con circunstancias que hacen estremecer de horror, y revelan una saña feroz y repugnante, incompatible con todo sentimiento humano. Concedamos no obstante á los defensores de don Pedro que este acto de dura fiereza no emanára del rey, sino de su privado el ministro Alburquerque. Concedámoselo, por mas que sea difícil absolver la autoridad real del pecado de consentimiento, ya que la supongamos libre de el de mandato.

Una observacion tenemos que hacer acerca del célebre ministro don Juan Alfonso de Alburquerque. Muchas veces hemos oido, y muchas hemos visto estampado que el valido portugués era el instigador de las malas pasiones de don Pedro, el despertador de sus instintos impetuosos, y el consejero de sus crueldades. Los que tál afirman no pueden haber leido bien la historia del reinado de don Pedro de Castilla. No somos, ni podemos ser panegiristas de aquel privado. Sediento de dominacion y de influjo, como lo son en lo general los que una vez alcanzan la privanza de los reyes, no perdonaba medio el de Alburquerque para conservar su valimiento ó recobrarle: como todos los favoritos, suscitaba envidias, rivalidades, odios, y era vengativo con los magnates que aspiraban á precipitarle de la cumbre de su privanza. Tan lejos estamos de defender á Alburquerque, que le hacemos un cargo imperdonable de haber empleado un medio altamente inmoral para conservarse en la gracia de su regio pupilo, el de esplotar sus voluptuosas pasiones y de especular con la honra de una dama honesta y de grande entendimiento, suponiendo que se dejaria avasallar de su hermosura, como asi se real zó, y que él medraria á la sombra de una amorosa relacion proporcionada por él, en lo cual le salieron fallidos sus cálculos. Notamos al propio tiempo que durante la dominacion del valido el pais fué dotado de buenas y saludables leyes; en su administracion hubo órden y regularidad, y no se vieron ni dilapidaciones, ni distribuciones de mercedes notoriamente injustas. Nuestra observacion no se encamina á notar esta mezcla de bueno y de malo en el ministro favorito, sino á mostrar que en ningun periodo cuenta la historia menos actos de lascivia y de crueldad del rey don Pedro que mientras duró la privanza de Alburquerque. Cayó precisamente el valido cuando comenzaban los desvarios del monarca: soltó éste el freno á sus antojos, segun que se fué emancipando de antiguas influencias y obrando por sí mismo: el primer escándalo conyugal señaló la caida definitiva de Alburquerque: ya éste no era privado, sino enemigo, cuando el rey faltó á la manceba y á la esposa, y burló con achaque de matrimonio á la de Castro en Cuellar: cuando las matanzas de Toledo y de Toro, el de Alburquerque ya

no existia: hácía el comedio del reinado, cuando se desataron en todo su furor las iras, y las violencias, y las tropelías del monarca, ni memoria quedaba apenas del antiguo valido, y borrada casi del todo estaria en los últimos años cuando se consumaban los atentados mas horribles. Escusado es, pues, invocar influencias para atenuar los crímenes y cohonestar los desmanes de este soberano. Por inclinacion propia y por propio instinto fué lo que fué don Pedro de Castilla.

Pero gocemos todavia al contemplarle en los primeros años legislando en las cortes del reino, y sancionando leyes de buen gobierno y de recta administracion. Plácenos recordar que en su tiempo y de su órden se corrigió y mandó observar el Ordenamiento de Alcalá y el Fuero Viejo de Castilla. Con gusto traemos á la memoria el Ordenamiento de los Menestrales (1); las tasas en los jornales y salarios, en los gastos de los convites que daban á los reyes las ciudades ó los ricos-hombres; las ordenazas contra malhechores, contra jugadores y vagos; la rebaja en los encabezamientos de los pueblos; las leyes en beneficio y fomento del comercio, de la agricultura y ganadería; la organizacion de los tribunales y de la administracion de justicia; las disposiciones sobre los judíos, y sobre todo las medidas para atajar y reprimir la desmoralizacion pública y la relajacion de costumbres en clérigos y legos, en casados y en célibes, en magnates y en plebeyos. No será nuestra pluma la que escasée alabanzas á los soberanos que en tan nobles tareas se ejerciten.

Mas por desgracia podemos deleitarnos poco tiempo en la contemplacion de tan halagüeño cuadro. Dos años trascurren apenas, y hallamos ya al legislador conculcando no solo sus propias leyes, sino todas las leyes divinas y naturales; al moralizador de su pueblo despeñándose por la carrera de la inmoralidad; al que habia decretado que las mugeres que vivian amancebadas lleváran un distintivo que pregonára su ignominia, dejar las caricias de una esposa bella, tierna e inocente, por correr exhalado á los brazos de una manceba, haciendo de ello público alarde. Aun no se habrian apagado las antorchas que alumbraron su himeneo, por lo menos aun estaba el pueblo entregado á los regocijos de la boda, cuando vió á su rey abandonar la esposa por la dama, la reina por la favorita, el tálamo nupcial por el lecho del adulterio. Don Pedro que habia visto á su madre doña Maria de Portugal llorar con lágrimas de amargura los desvios de su esposo, aprisionado en los amorosos lazos de una altiva dama, se apartaba ahora de doña Blanca de

(4) Al final del volúmen hallarán nuestros lectores por Apéndice los principales capitulos y disposiciones de este curiosísimo é importante documento, que da muy exac

tas y luminosas ideas acerca de los trages, costumbres, comercio y manera de vivir en aquella época.

Borbon su esposa, dejándola sumida en llanto amargo mientras él corria á los brazos de la dama que le tenia el corazon cautivo. Don Pedro que sentia los efectos de la sucesion bastarda que su padre habia dejado, iba tambien surtiendo al reino de bastarda prole. Don Pedro, que lamentaba los pingües heredamientos con que su padre habia dotado á los hijos de la Guzman, señalaba cuantiosos heredamientos á las hijas que iba teniendo de la Padilla. Don Pedro, que habia oido las quejas del pueblo castellano cuando veia que las mas ricas mercedes, que los mas altos cargos de la corte y del Estado, que los grandes maestrazgos de Santiago y de Calatrava se repartian entre los Guzmanes, hermanos, hijos ó parientes de la favorecida dama, distribuia ahora los oficios del reino, los cargos de la cámara, de la copa y del cuchillo de palacio, y los grandes maestrazgos de Santiago y Calatrava entre los Padillas, hermanos, tios ó parientes de la dama favorita.

Al fin el padre en medio de sus amorosos estravíos habia dado sucesion legitima al reino, y don Pedro era el fruto de la union bendecida por la iglesia: el hijo, el fruto de esta union, el que debia á ella la corona, no se curaba de dar sucesion legítima al reino, y repudiaba á doña Blanca al segundo dia de matrimonio para no unirse á ella más. Al fin el padre permitia á la reina doña María vivir con él, aunque desairada, bajo un mismo techo, y solia llevarla consigo, y no atentó nunca contra sus dias: el hijo no cohabitaba con su esposa doña Blanca, la trasladaba de prision en prision de Arévalo á Toledo, de Toledo á Sigüenza, de Sigüenza á Medinasidonia, y concluyó por deshacerse criminalmente de la que nunca le habia ofendido. Al fin el padre guardó fidelidad á la dama, ya que quebrantaba la de la esposa; el hijo, despues de casado con doña Blanca, y de tener sucesion de la Padilla, contraia nupcias in facie eclesiæ con doña Juana de Castro para poseerla una sola noche, atentaba al honor de doña María Coronel, mantenia en la Torre del Oro de Sevilla á su hermana doña Aldonza, frente á frente de la Padilla, naciale en Almazan un hijo de la nodriza misma que le habia criado otro, y finalmente cá qualquier muger que bien le parescia non cataba que fuese casada ó por casar... nin pensaba cuya fuese.» De tal manera sobrepasó el hijo al padre en el camino del libertinage y de la liviandad.

Desde que don Pedro se precipitó desbocado por este sendero, comenzaron las defecciones, las revueltas y las turbaciones á tomar un carácter grave; y si de pronto no le abandonaron todos en medio del general disgusto del pueblo, fué en primer lugar por respeto á la legitimidad, de que era el único representante, y en segundo, porque divididos los magnates en

bandos rivales, conveniales á los unos contar con el apoyo del monarca mientras acababan de derrocar á los otros. Pero ni aquellos le servian por aficion, ni por lealtad, ni el rey se desviaba del camino de perdicion y de escándalo. Asi poco a poco fuéronsele todos descrtando, y llegó á formarse contra él aquella gran confederacion é imponente liga, en que entraron los hermanos bastardos don Enrique, don Fadrique y don Tello, el de Alburquerque, los infantes de Aragon don Fernando y don Juan sus primos, la reina viuda de Aragon dona Leonor su tia, el magnate de Galicia don Fernando de Castro, como vengador de la honra de su escarnecida hermana doña Juana, y lo que es mas, hasta su misma madre la reina doňa María, con la flor de los caballeros castellanos, mientras se alzaban en el propio sentido las poblaciones de Toledo, de Talavera, de Córdoba, de Jaen, de Ubeda, de Baeza, y ayudaban á la liga por la parte de Cuenca los García de Albornoz con el bastardo don Sancho. ¿Quiénes le quedaban al rey don Pedro? Los Padillas, y algun otro contado caballero, como don Gutierre Fernandez de Toledo que se le mantenia fiel.

¿Intentaban ó se proponian los confederados derribar del trono al soberano legitimo? Ni una sola espresion salió de los labios de ninguno de ellos que tal designio revelára. ¿Querian vencerle por la fuerza? Dueños eran de ella, y no la emplearon. ¿Cuál era pues el objeto, cuál la bandera de los de la liga? Con una mesura estraña en gente tumultuada, y en tono mas de súbditos suplicantes que de rebeldes poderosos, lo manifestaron en Tordesillas por boca de la reina doña Leonor, la muger diplomática de aquel tiempo, en la conferencia de Tejadillo por boca de Fernan Perez de Ayala, el orador popular de aquella época.- «Tratad, señor, le decia éste á nomabre de todos los confederados, honrad á la reina doña Blanca como vues«tros progenitores han honrado siempre á las reinas de Castilla, haced vida <conyugal con ella; apartãos de doña Maria do Padilla, y no hagais los coficios y la gobernacion del reino patrimonio de sus parientes. Perdonad, «señor, que asi vengamos armados para hablar con nuestro rey y señor naatural. Si accedeis á lo que el clamor popular os pide, todos seremos vuesatros fieles y leales servidores.» La demanda parecia no poder ser ni mas justa ni mas comedida, en el supuesto de venir de gente asonada, y que tenia en su favor el sentimiento público, y en su mano la fuerza material. ¿Qué necesitaba don Pedro para conjurar aquella tormenta, una vez rebajada su dignidad hasta entrar en pláticas con los rebeldes? Obvio era el camino, indicábasele el clamor de las ciudades, señalábansele los confederados, y su conciencia debia dictársele; con apartarse de la dama y unirse á la reina desarmaba á la rebelion, quitándole todo pretesto, todo barniz de justicia,

si justas pueden ser las rebeliones. No lo hizo asi el ciego monarca, y lo que hizo fué entregarse de lleno y sin rebozo á las delicias de su vehemente y fogosa pasion. ¿Se estrañará con esto que los confederados, cuando logran atraerle á Toro, prendan á los Padillas, los despojen de los cargos de palacio, se los repartan entre sí, y tengan al monarca como cautivo? Y sin embargo nadie piensa en usurparle el trono, ni una voz se alza contra el derecho del hijo legítimo de Alfonso XI., la liga ha vencido, pero respeta la legitimidad; ha humillado al soberano, pero no ataca la soberania: alli están los hermanos bastardos, alli están los infantes de Aragon, y nadie da señales de aspirar á ser rey de Castilla, ni parece soñar nadie en que pueda haber otro rey de Castilla mas que don Pedro.

Aunque acriminamos la licenciosa vida del rey, los motivos de público descontento que con ella daba, la ocasion y pretesto que ofrecia á las revueltas, el descrédito en que hacía caer la autoridad real, y la terquedad y obstinacion con que se negaba á cumplir las demandas de los confederados, ni aplaudimos la sedicion, ni menos podemos tributar elogios á una liga tan monstruosa como aquella, en que bajo la capa del bien público se encubrian pasiones innobles, inte reses ruines, y una inmoralidad profunda y repugnante. Baste observar que la madre del rey conspiraba contra su propio hijo unida á los hijos de doña Leonor de Guzman, la manceba de su esposo, que tantas veces habia profanado su lecho; que los hermanos bastardos del rey andaban ligados con la que habia mandado asesinar á su madre. Hemos dicho antes que no s desconsuela trazar el cuadro de este reinado, porque entre los autores y personages de este largo y complicado drama no vemos sino ambiciones, y rebeldias, y traiciones, y veleidades, y miserias y crímenes, y en esta ocasion no fué cuando menos se manifestó esta triste verdad. Habian triunfado los de la liga, y ya no se acordaron de la desgraciada reina doña Blanca, cuyo nombre y cuyo inmerecido abandono habian invocado para legitimar su alzamiento. Ya no pensaron mas que en repartirse los mas altos y pingues empleos como lobos que se arrojan á devorar una presa. Gente interesada y veleidosa la de la liga, y no unida con ningun pensamiento elevado y noble y con ningun vínculo de moralidad, fuéle fácil al rey aun en su mismo cautiverio desmembrarla sembrando la cizaña, y sobre todo las dádivas y el soborno. Bastaron las ofertas de algun os empleos y algunos lugares para que desertáran de la liga varios caballeros castellanos, los infantes de Aragon, y la misma doña Leonor su madre, y cuando el rey huyó de Toledo á Segovia, ya eran con él todos esios, y adheriánsele cada dia ricos-hombres y ciudades, desengañados del ningun beneficio que habian procurado á los pueblos los de la confederacion.

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