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los delegados de los comunes en el consejo real, las concesiones hechas á los procuradores de las ciudades sobre materias de derecho y de administracion, la influencia que bajo su dominacion alcanzaron los diputados del pueblo, revelan el adelanto del pais en su organizacion, y el estudio del monarca en hacerse perdonar el poder usurpado por el uso que de él hacia. Varias de las leyes hechas en las córtes de Burgos se conservan todavía en nuestros códigos.

A fuerza de actividad y de energía supo conservarse en el trono, á despecho de todos los monarcas vecinos, que todos le eran contrarios, si se esceptúa el de Francia, y á unos humilló y á otros mantuvo en respeto. Don Fernando de Portugal tuvo que arrepentirse de haber querido disputarle el trono, cuando vió á las puertas de la capital de su reino al monarca y al ejército castellano despues de haberle tomado una en pos de otras sus mejores ciudades. El duque de Lancaster despues de grandes y ruidosos preparativos de guerra y de jactanciosas amenazas, no se atrevió ȧ pisar el suelo castellano. Don Pedro de Aragon hubo de renunciar á sus reclamaciones sobre el reino de Murcia, y vióse reducido á transigir con el bastardo, y á restituirle las plazas conquistadas y á dar su hija en matrimonio al heredero de Castilla. Cárlos el Malo de Navarra, á pesar de su artificiosa doblez, de sus aleves designios, y de haber llevado en su ayuda ingleses y gascones, tuvo que solicitar una paz humillante y someterse á un tratado ignominioso, dando en rehenes á don Enrique una veintena de castillos, despues de haber casado con la infanta de Castilla á su hijo Cárlos el Noble, príncipe digno de mejor padre. Asi fué don Enríque el bastardo humillando á unos, haciéndose respetar de otros, y sacando partido de todos los príncipes enemigos, y con su energía, su talento y su destreza, puede decirse que llegó á legitimar la usurpacion.

Si durante su primera espedicion á Portugal perdió á Algeciras, no fué culpa suya, sino de los descuidados guardadores de aquella importante plaza. Bien mirado, parecia un castigo providencial de haberla escogido para alzar en ella su primera bandera de rebelion. En cambio tuvo la gloria de pasear en triunfo los pendones castellanos desde el arrabal de Lisboa hasta Jos muros de Bayona; las naves de Castilla destruian una flota portuguesa en el Guadalquivir, destrozaban una armada inglesa en las aguas de La Rochelle, y devastaban el litoral de los dominios de Inglaterra, dando rudas lecciones al orgullo británico sobre el elemento en que estaba acostumbrado á dominar.

Celoso como legislador, y enérgico y esforzado como guerrero, condújose como prudente político en la delicada cuestion del cisma de la Iglesia. En

esto imitó el cuerdo proceder de don Pedro IV. de Aragon, á quien no sc puede disputar la cualidad de gran político; lo cual venia á ser una acusacion tácita de la peligrosa lig reza con que en este asunto habian obrado otros principes cristianos, inclusos los de Francia, no obstante ocupar aquel trono un Carlos V. denominado el Prudente, ó el discreto (Charles le Sage). Don Enrique rey era completamente otro hombre de lo que habia sido don Enrique pretendiente.

En lo que no vemos que mudára de condicion es en el vicio de la incontinencia. Trece hijos bastardos habidos de diferentes damas pregonan bastante que en este punto no era don Enrique quien con su ejemplo curára de moralizar á sus súbditos, ni tuviera derecho á acusar de estragados å su padre don Alfonso y á su hermano don Pedro. Si ninguna de sus amorosas relaciones fué de naturaleza de producir los escándalos de don Alfonso y don Pedro de Castilla con la Guzman y la Padilla, de don Pedro y don Fernando de Portugal con doña Inés de Castro y doña Leonor Tellez de Meneses, en cambio don Enrique dió el de dejar solemnemente consignadas sus flaquezas de hombre en su testamento de rey, y el de señalar hercdamientos á madres é hijos, del mismo modo y con la misma liberalidad y tan desembozadamente como si todas aquellas hubiesen sido legitimas esposas, y todos estos hijos legítimos (1).

De las dos versiones que se dan á la muerte de Enrique II., parece la mas verosimil la que supone culpable de ella á Cárlos el Malo de Navarra, si se ha de juzgar por los precedentes y las circunstancias. Celebraríamos se descubriesen documentos que libertáran al monarca navarro de este cargo más.

(1) Como prueba de esta verdad copiare mos algunas cláusulas de este curioso testa

mento.

Otrosi mandamos á don Alonso mi fijo (y de doña Elvira Iñiguez), encima de los otros logares, é de las otras mercedes que le ficimos, conviene á saber: la Puebla de Villaviciosa, é la Puebla de Colunga con Cangas de Onis...... (siguen otras muchas villas), é con todos sus términos, é vasallos, é fijosdalgo, é fueros, é con todas sus rentas, é pechos, é derechos, ó con todas sus pertenescencias, é con el señorío Real, é mero-mixto imperio que los nos avemos......

la villa de Mansilla con sus aldeas...... é AIcalá de los Gazules, é Medina Sidonia..... con todos sus términos, etc.

«Otrosi mandamos que al dicho don Fadrique le tenga doña Beatriz su madre, é le crie fasta que sea de edad de catorce años.....

«Otrosi mandamos é tenemos por bien, que las dichas doña Leonor, é doña Juana, é doña Constanza nuestras fijas, que non puedan casar sin licencia é mandado de la reyna, ó del infante.....

«Otrosí eso mesmo rogamos é mandamos á la reyna, é al infante, que á don Hernando mi hijo, é á doña María mi fija, que si enOtrosi mandamos á don Fadrique mi fijo tendieren criarlos é facerles mercedes, que

III.

Con la proclamacion de don Juan I. acabó de sancionarse la entroniza cion de la dinastia bastarda, haciéndola hereditaria.

En el principio de este reinado se ven felizmente amalgamadas la energia de la juventud y la prudencia de la ancianidad. Don Juan I. legislando en las cortes de Burgos parece un monarca á quien la edad y la esperiencia han enseñado á gobernar un pueblo, y sin embargo no es sino un rey que acaba de cumplir veinte y un años. Dos cosas le ha dejado recomendadas su padre á la hora de la muerte; que conserve buena amistad con el rey de Francia, y que se aconseje bien en el negocio del cisma de la Iglesia. En cumplimiento de la primera, envia don Juan dos flotas en auxilio del monarca francés, y las naves de Castilla dan un ejemplo de audacia inaudita y un espectáculo nuevo al mundo, surcando las aguas del Támesis, dando vista á Lóndres, y regresando con presa de buques ingleses. En . ejecucion de la segunda, congrega una asamblea, concilio ó congreso de varones eminentes, donde se discute con dignidad y con madurez el asunto del cisma, y de donde sale reconocido como verdadero pontifice Clemente VII.: el concilio de Salamanca hace eco en toda la cristiandad, y donde no se sigue su decision se respeta por lo menos.

Conjúranse entretanto y se ligan contra el jóven monarca castellano los dos pretendientes al trono de Castilla, don Fernando de Portugal y el duque de Lancaster, es decir, Portugal é Inglaterra. No asusta esta alianza á don Juan, é invadiendo los dominios del portugués, donde habia venido el conde de Cambridge, hermano del de Lancaster, obliga al de Portugal á pedir una paz que debió parecer á los ingleses bien vergonzosa, cuando de sus resultas vieron al de Cambridge regresar á su reino abatido y mustio, con el resto de sus destrozadas compañías.

Todo iba bien para Castilla hasta que, viudo don Juan de la reina doña Leonor de Aragon, aceptó la mano de la jóven doña Beatriz de Portugal, que

lo fagan; é sinón, que al dicho don Hernan- mandamos á la reyna é al infante que les quie do que lo fagan clérigo, etc.»

Y concluye: «Otrosí por quanto fasta agora á algunos otros nuestros fijos é fijas que avemos avido non les avemos dado ninguna cosa, nin fecho ninguna merced, rogamos é

ran criar, é dar casas, é facerles mandas. aquellas que ellos entendieren que debe aver, porque ellos lo puedan pasar como á nos pertenesce, é á su honra.....» Chron. de don Enrique II.

le ofreció su padre don Fernando. Este versátil monarca tuvo el don singular de negociar cinco matrimonios para una sola hija que tenia, y que rayaba apenas en los doce años. Don Juan de Castilla tuvo á su vez la flaqueza de tomar por esposa la que habia sido ya prometida sucesivamente á su hermano bastardo y á sus dos hijos. Le alucinó la idea de alzarse con el reino de Portugal cuando falleciera su suegro, y este ambicioso designio fué una tentacion funesta que costó cara al rey, á la reina y al reino. La actitud con que á la muerte de don Fernando de Portugal se presentó en este reino don Juan de Castilla, era demasiado arrogante y provocativa para el genio independiente y altivo de los portugueses. La prision del infante don Juan ofendia tambien su orgullo nacional y escitaba el interés de la compasion por su inmerecido infortunio. Con otra conducta y con pretensiones mas modestas por parte del castellano, por lo menos hubiera podido ser proclamada su esposa doña Beatriz, y sus hijos hubieran sido sin contradiccion reyes de Portugal con legítitimo derecho. Pretendiendo para si la corona portuguesa, la perdió para su esposa y para sus hijos, y ocasionó á Castilla desastres que él lloró toda su vida y el reino deploró mucho tiempo después

En el sitio de Lisboa don Juan llevó la obstinacion hasta la imprudencia; aun despues de haber visto sucumbir la flor de los caballeros de Castilla, y cuando todos le decian que era tentar á Dios el permanecer mas tiempo, todavía repugnaba retirarse con sus pendones victoriosos. Sin la peste de Lisboa no se hubiera perdido la batalla de Aljubarrota ; pero despues de aquel estrago, fué una temeridad haber aceptado la batalla: aqui el rey fue victima del inconsiderado arrojo de algunos y de su propio pundonor. Castilla le perdonó el desastre, porque imprudente, temerario ó débil, don Juan era un monarca de buena intencion y muy querido de sus vasallos. Y en verdad la actitud de Juan I. de Castilla en las córtes de Valladolid, vestido de luto, con el corazon traspasado de pena, asomándole las lágrimas á los ojos, lamentando la pérdida de tantos y tan buenos caballeros como habian perecido en aquella guerra, protestando que no volvería la alegría á su alına ni quitaria el luto de su cuerpo hasta que la deshonra y afrenta que por su culpa habia venido á Castilla fuese vengada, representa mas bien un padre amoroso y tierno que llora la muerte de sus hijos, que un soberano que los sacrifica á su ambicion ó á sus antojos. A los que habian conocido hacía quince años al rey don Pedro, antojaríaseles fabulosa tanta sensibilidad, y apenas acertarian á creer la transicion que con solo el intermedio de un reinado esperimentaban.

Salvó á Portugal la proclamacion del maestre de Avis. Los sucesos acreditaron pronto que la eleccion de Coimbra habia sido acertada, y Portugal se felicitó de haber puesto en el trono á un bastardo y á un religioso: porque este

religioso no era un Bermudo el Diácono, ni un Ramiro el Monge, sino un hombre que bajo el hábito de su órden encubria un corazon de guerrero y una cabeza de principe. El maestre de Avis fué el segundo representante de la nacionalidad portuguesa, el Alfonso Enriquez del siglo XIV., que hizo revivir en Aljubarrota el antiguo valor de los vencedores de Ourique, y mereció el tí– tulo de Padre de la patria. Mas como hubiese necesitado del auxilio de los ingleses, tuvo entonces principio el protectorado que la Inglaterra ha ejercido por siglos enteros en Portugal, y que en ocasiones ha degenerado en una especie de soberanía.

Faltábale á don Juan de Castilla nacer rostro á otro de los aspirantes al trono castellano, el duque de Lancaster. Este pretendiente, que en el reinado de Enrique II. no se habia atrevido á pisar el suelo español, se alentó con el suceso de Aljubarrota, y se vino con grande escuadra á Galicia, contando por tan segura y fácil empresa la de apoderarse del reino de Castilla, que no solo traia consigo su esposa y su hija, sino tambien una riquísima corona con que esperaba ceñir muy pronto sus sienes. Pero esta vez acreditó el monarca castellano que no habia sido inútil para él la leccion del escarmiento y la enseñanza del infortunio. Con aparente, pero con muy estudiada inaccion, el rey de Castilla ni se mueve, ni acomete, ni hostiliza al invasor arrogante. Deja al clima y á la peste, á la embriaguez y á la incontinencia de los soldados ingleses que destruyan sin peligro las fuerzas enemigas, y cuando ya la epidemia y los vicios las han mermado en mas de dos terceras partes, el rey de Castilla, vencedor sin haber combatido, propone secretamente al de Lancaster el medio mas oportuno y seguro de transigir para siempre sus diferencias, el matrimonio de don Enrique y doña Catalina para que reinen juntos en Castilla despues de sus dias. El príncipe inglés acoge la proposicion á despecho de su amigo el de Portugal, y sale de España dejando al portugués enojado. El convenio de Troncoso se solemniza en Bayona, y se cumple en Palencia, y la preciosa corona de oro que el de Lancaster habia hecho fabricar para su cabeza se convierte en presente que hace al suegro de su hija.

Si otros merecimientos y otros títulos no hubiera tenido don Juan I. de Castilla al reconocimiento de los castellanos, bastaria á hacerle digno de su gratitud el pensamiento y el hecho de haber enlazado la estirpe bastarda con la dinastía que se llamaba legítima, cortando de presente y para lo futuro la cuestion de sucesion, que hubiera podido traer á Castilla largas guerras, turbaciones y calamidades sin cuento.

Mas lo que á nuestro juicio da una verdadera importancia histórica al reinado de don Juan I. no son ni sus guerras, ni sus triunfos, ni sus desastres, ni sus tratados con otros principes, aunque no carezcan de ella, sino la multi

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