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le ofreció su padre don Fernando. Este versátil monarca tuvo el don singular de negociar cinco matrimonios para una sola hija que tenia, y que rayaba apenas en los doce años. Don Juan de Castilla tuvo á su vez la flaqueza de tomar por esposa la que habia sido ya prometida sucesivamente à su hermano bastardo y á sus dos hijos. Le alucinó la idea de alzarse con el reino de Portugal cuando falleciera su suegro, y este ambicioso designio fué una tentacion funesta que costó cara al rey, á la reina y al reino. La actitud con que á la muerte de don Fernando de Portugal se presentó en este reino don Juan de Castilla, era demasiado arrogante y provocativa para el genio independiente y altivo de los portugueses. La prision del infante don Juan ofendia tambien su orgullo nacional y escitaba el interés de la compasion por su inmerecido infortunio. Con otra conducta y con pretensiones mas modestas por parte del castellano, por lo menos hubiera podido ser proclamada su esposa doña Beatriz, y sus hijos hubieran sido sin contradiccion reyes de Portugal con legititimo derecho. Pretendiendo para si la corona portuguesa, la perdió para su esposa y para sus hijos, y ocasionó á Castilla desastres que él lloró toda su vida y el reino deploró mucho tiempo después

En el sitio de Lisboa don Juan llevó la obstinacion hasta la imprudencia; aun despues de haber visto sucumbir la flor de los caballeros de Castilla, y cuando todos le decian que era tentar á Dios el permanecer mas tiempo, todavía repugnaba retirarse con sus pendones victoriosos. Sin la peste de Lisboa no se hubiera perdido la batalla de Aljubarrota ; pero despues de aquel estrago, fué una temeridad haber aceptado la batalla: aqui el rey fué victima del inconsiderado arrojo de algunos y de su propio pundonor. Castilla le perdonó el desastre, porque imprudente, temerario ó débil, don Juan era un monarca de buena intencion y muy querido de sus vasallos. Y en verdad la actitud de Juan I. de Castilla en las córtes de Valladolid, vestido de luto, con el corazon traspasado de pena, asomándole las lágrimas á los ojos, lamentando la pérdida de tantos y tan buenos caballeros como habian perecido en aquella guerra, protestando que no volvería la alegría á su alma ni quitaria el luto de su cuerpo hasta que la deshonra y afrenta que por su culpa habia venido á Castilla fuese vengada, representa mas bien un padre amoroso y tierno que llora la muerte de sus hijos, que un soberano que los sacrifica á su ambicion ó á sus antojos. A los que habian conocido hacía quince años al rey don Pedro, antojaríaseles fabulosa tanta sensibilidad, y apenas acertarian á creer la transicion que con solo el intermedio de un reinado esperimentaban.

Salvó á Portugal la proclamacion del maestre de Avis. Los sucesos acreditaron pronto que la eleccion de Coimbra habia sido acertada, y Portugal se felicitó de haber puesto en el trono á un bastardo y á un religioso: porque este

religioso no era un Bermudo el Diácono, ni un Ramiro el Monge, sino un hombre que bajo el hábito de su órden encubria un corazon de guerrero y una cabeza de principe. El maestre de Avis fué el segundo representante de la nacionalidad portuguesa, el Alfonso Enriquez del siglo XIV., que hizo revivir en Aljubarrota el antiguo valor de los vencedores de Ourique, y mereció el tí– tulo de Padre de la patria. Mas como hubiese necesitado del auxilio de los ingleses, tuvo entonces principio el protectorado que la Inglaterra ha ejercido por siglos enteros en Portugal, y que en ocasiones ha degenerado en una especie de soberanía.

Faltábale á don Juan de Castilla nacer rostro á otro de los aspirantes al trono castellano, el duque de Lancaster. Este pretendiente, que en el reinado de Enrique II. no se habia atrevido á pisar el suelo español, se alentó con el suceso de Aljubarrota, y se vino con grande escuadra á Galicia, contando por tan segura y fácil empresa la de apoderarse del reino de Castilla, que no solo traia consigo su esposa y su hija, sino tambien una riquísima corona con que esperaba ceñir muy pronto sus sienes. Pero esta vez acreditó el monarca castellano que no habia sido inútil para él la leccion del escarmiento y la enseñanza del infortunio. Con aparente, pero con muy estudiada inaccion, el rey de Castilla ni se mueve, ni acomete, ni hostiliza al invasor arrogante. Deja al clima y á la peste, á la embriaguez y á la incontinencia de los soldados ingleses que destruyan sin peligro las fuerzas enemigas, y cuando ya la epidemia y los vicios las han mermado en mas de dos terceras partes, el rey de Castilla, vencedor sin haber combatido, propone secretamente al de Lancaster el medio mas oportuno y seguro de transigir para siempre sus diferencias, el matrimonio de don Enrique y doña Catalina para que reinen juntos en Castilla despues de sus dias. El príncipe inglés acoge la proposicion á despecho de su amigo el de Portugal, y sale de España dejando al portugués enojado. El convenio de Troncoso se solemniza en Bayona, y se cumple en Palencia, y la preciosa corona de oro que el de Lancaster habia hecho fabricar para su cabeza se convierte en presente que hace al suegro de su hija.

Si otros merecimientos y otros títulos no hubiera tenido don Juan I. de Castilla al reconocimiento de los castellanos, bastaria á hacerle digno de su gratitud el pensamiento y el hecho de haber enlazado la estirpe bastarda con la dinastía que se llamaba legitima, cortando de presente y para lo futuro la cuestion de sucesion, que hubiera podido traer á Castilla largas guerras, turbaciones y calamidades sin cuento.

Mas lo que á nuestro juicio da una verdadera importancia histórica al reinado de don Juan 1. no son ni sus guerras, ni sus triunfos, ni sus desastres, ni sus tratados con otros principes, aunque no carezcan de ella, sino la multi

tud y la naturaleza de las leyes religiosas, politicas, económicas y civiles, con que tan poderosamente contribuyó á la organizacion social de la monarquía castellana. En los once años de su reinado no dejó de consagrarse á mejorar la legislacion de su reino sino aquellos periodos que le tenian materialmente embargado ó las ausencias de sus dominios ó las atenciones urgentes de una guerra activa. Aunque no existiesen de él sino los catorce cuadernos de leyes que tenemos á la vista de las hechas en las córtes de Burgos, de Soria, de Valladolid, de Segovia, de Briviesca, de Palencia y de Guadalajara, sobrarian para dar idea de la actividad legislativa de este soberano y de su solicitud para mejorar y arreglar todos los ramos de gobierno y de administracion. Algunas nos rigen todavía, y muchas dariamos de buena gana á conocer en su espíritu y hasta en su letra, si lo consintiera la índole de nuestro trabajo.

Lo que no podemos dejar de consignar es que en este reinado llegó á su apogeo el respeto y la deferencia del monarca á la representacion nacional, y que el elemento popular alcanzó el mas alto punto de su influencia y su poder. No solamente el rey no obraba por si mismo en materias de administracion y de gobierno sin consulta y acuerdo del consejo ó de las cortes, sino que en todo lo relativo á impuestos y á la inversion de las rentas y contribuciones era el estamento popular el que deliberaba con una especie de soberanía, y con una libertad que admira cada vez que se leen aquellos documentos legales. Los tratados mismos de paz, las alianzas, las declaraciones de guerra, los matrimonios de reyes y príncipes, se examinaban, debatian y acordaban en las córtes. La admision de un número de diputados de las ciudades en los consejos del rey marca el punto culminante del influjo del tercer estado. Si hablando de época tan apartada nos fuese licito usar de una frase moderna, diriamos que don Juan I. de Castilla habia sido un verdadero rey constitucional

Justo es tambien decir que en tiempo de este monarca la sangre de los suplicios no coloreó el suelo de Castilia: benigno, generoso y humanitario, el reino descanso de los pasados horrores; una vez que creyó necesario juzgar á un alto delincuente, consultó á su consejo, siguió el dictámen del que le aconsejó con mas blandura, y se ciñó estrictamente á la ley. Tambien dejan en este reinado de dar escándalo y afliccion al espíritu las impurezas y liviandades que afearon los anteriores. A pesar de los desastres de Portugal, fué un reinado provechoso para Castilla el de don Juan I. y puede lamentarse que fuese tan breve.

IV.

Al paso que se notaba en esta segunda mitad del siglo XIV. un verdadero adelanto en los conocimientos relativos á política y jurisprudencia, y que en las córtes, en el consejo del rey y en otras asambleas se examinaban y discutian con mucha discrecion y cordura dificiles y delicadas cuestiones de derecho eclesiástico y civil, y se hacian muy sábias leyes que honrarian otros siglos mas avanzados, la literatura continuaba rezagada desde los tiempos de don Alfonso el Sábio, y citase solamente tal cual nombre y tal cual obra literaria como testimonio de que en medio de aquella especie de paralizacion y aun decadencía no faltaban ingenios que se dedicáran, al modo que antes lo habian hecho el infante don Juan Manuel, el arcipreste de Hita y algunos otros, á cultivar las letras, siguiendo el impulso dado por el sábio autor de la Crónica general, de la Cántigas y de las Partidas.

Figura el primero en este período un judío de Carrion, conocido con el nombre de Rabbi don Santob, corrupcion tal vez de Rab don Sem Tob (1). Atribúyense á este ilustrado rabino, que escribió en tiempo del rey don Pedro, varias obras poéticas, cuyos titulos son: Consejos y documentos del rey don Pedro, la Vision del ermitaño, la Doctrina cristiana, y la Danza general en que entran todos los estados de gentes. La circunstancia de haber escrito un libro de doctrina cristiana inclina á algunos á creer que Rabbi don Santob seria de los judíos conversos, mientras otros sostienen que era de los no convertidos, fundados en el hecho de llamarse él mismo judío en varios pasages de sus obras (2). De todos modos este hebreo conquistó con su talento

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un lugar muy distingulao entre los poetas castellanos. La mas notable de sus obras es la Danza general, ó Danza de la muerte, especie de pieza dramática en que toman parte todos los estados, ó sea todas las clases de la socicdad, llamadas y requeridas por la Muerte, y en que aparecen sucesivamen-te en escena el emperador, el cardenal, el rey, el patriarca, el duque, el arzobispo, el condestable, el obispo, el caballero, el abad, y hasta treinta y cinco personages de todas categorías, hasta los labradores y menestrales, sin esceptuar los de las creencias mismas del autor, rabbies y alfaquíes. Los diálogos de cada uno de estos interlocutores con la Muerte representan como en bosquejo el cuadro de la relajacion de las costumbres en todas las clases, y los vicios de que adolecia en aquel tiempo la sociedad española. Los de algunas clases están retratados con colores muy fuertes y vivos (1). La diccion es generalmente sencilla y vigorosa, hay en la obra pensamientos muy poéticos, y es de notar que esté escrita en versos llamados de arte mayor, tan poco cultivados desde don Alfonso el Sábio.

El que en este medio siglo descolló mas como hombre de letras fué el canciller Pedro Lopez de Ayala, al propio tiempo guerrero y político, cronista y poeta. Aunque su sobrino el noble Fernan Perez de Guzman no nos hubiera dicho en sus Generaciones y Semblanzas que Ayala fué muy dado á

(1) Pueden servir de muestra algunas estrofas. Dicele la Muerte al usurero.

Traidor, usurario, de mala concencia,

Agora veredes lo que facer suelo:

En fuego infernal sin mas detenencia

Porné la vuestra alma cubierta de duelo.

Allá estarédes, do está vuestro abuelo,

Que quiso usar segund vos usastes;

Por poca ganancia mal siglo ganastes.....etc.

Pero acaso ninguna esccde en nervio y energía á las que dedica al abad y al dean,

Don abad bendito, folgado, vicioso,
Qué poco curaste de vestir celicio,
Abrazadme agora, seredes mi esposo,
Pues que deseaste placeres é vicio....

Don rico avariento, dean muy ufano,
Que vuestros dineros trocastes en ore,
A pobres é á viudas cerrastes la mano,
E mal despendistes el vuestro tesoro:
No quiero que estedes mas en el coro,
Salid luego fuera, sin otra peresa,
Yo vos mostraré venir á pobresa... etc.
TOMO IV.

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