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interpondria su amistad con el rey de Castilla para que le recibiese, pero sinó, que no esperára de él favor ni ayuda, antes espidió cartas á los gobernadores de Francia para que nadie le auxiliára ni le permitiera sacar de aquel reino, ni gente, ni armas, ni barcos, ni viandas, ni socorro de ningun género. Por otra parte el rey don Enrique, habiendo espirado el plazo del compromiso, volvió á Asturias, cercó otra vez á Gijon por mar y tierra, y obligó á la condesa á rendirle la villa; hizo demoler la villa y el castillo, y entregando á la condesa el hijo que tenia en rehenes, partió aquella señora de Asturias y fuése á Francia á reunirse con su marido. Don Enrique regresó á Madrid. De esta manera se iba desembarazando de los magnates que le inquietaban (1).

Pudo entonces, ya mas tranquilo, dedicarse á los cuidados de gobierno y administracion. De tiempos atrás venia haciéndose sentir en Castilla la falta de caballos para el ejercicio de la guerra. Los anteriores monarcas habian dado diferentes providencias prohibiendo el uso de las mulas y otorgando esenciones y privilegios á los que mantuvieran caballos, ó de otro modo contribuyeran al fomento de la cria caballar, pero todas habian sido poco eficaces (2). Enrique III., hallándose en Segovia, espidió tambien á este objeto una célebre ordenanza, prescribiendo el número de mulas que podia tener, como por privilegio especial, cada una de las personas que alli nombraba, pero mandando por punto general que nadie pudiera tenerla, salvo los que mantuviesen caballo de precio de seiscientos maravedis arriba. Y empleando con mucha sagacidad uno de los resortes que suelen ayudar mas á un fin, á saber, la vanidad de las mugeres, mandó que ninguna casada, de cualquier clase y condi→ cion que fuese, cuyo marido no mantuviera caballo de seiscientos maravedís, pudiera vestir paños de seda, ni tiras de oro, ni de plata, ni cendales, ni peñas grises, ni veras, ni alfojar, y si lo trajese, pagase por cada vez los mismos seiscientos maravedis. Con este estímulo todas se interesaban en que sus maridos tuvieran caballos de aquel precio y coste (3).

(1) Por este tiempo acaeció la muerte de sastrosa de don Juan I. de Aragon y la proclamacion del rey don Martin, de que hemos dado cuenta en los capítulos correspondientes á la historia de aquel reino.

este género en los fueros de Toledo, Cáceres y Sevilla. Alfonso el Sábio los hizo estensivos, no solo á los caballeros, sino á sus cria dos y á los labradores que mantuvieran caballo. Alfonso XI. prohibió absolutamente el uso de las mulas: luego se limitó esta prohi→ bicion y se fijó el número de las que podian tener los prelados, los grandes y los ricoshombres y caballeros; y posteriormente en las leyes de sacas se impusieron graves penas á los que estrajeran caballos del reino. (3) Es sobradamente curioso este ordena (2) Ya se habian concedido privilegios de miento, que inserta Gil Gonzalez Dávila en

Habíase hecho tambien la eleccion del antipapa Pedro de Luna, ó sea Benito XIII., y comenzaban los ruidosos sucesos de Avignon, de que tambien hemos dado noticia. Por tanto, en la historia de este reinado nos limitaremos á la parte que en aquellos aconcimientos le tocó á Castilla.

Interesábale al rey no desatender la frontera de los moros, á cuyo fin emprendió su viage á Andalucía. Saliéronle al encuentro en el camino mensageros del rey de Granada solicitando la prolongacion de la tregua. El rey les dijo que en Sevilla les responderia, y continuando su camino entró en aquella ciudad en medio de públicos regocijos. Uno de sus primeros actos fué prender y castigar al arcediano de Ecija, el imprudente predicador contra los judíos, el que con sus escitaciones habia amotinado contra ellos la plebe, y sido causa de lamentables escesos y desórdenes: obró don Enrique de esta manera para evitar que otros con achaque de piedad y celo religioso volviesen á alborotar los pueblos. Renovó allí la tregua con Yussuf II. de Granada. Este príncipe, que habia sucedido pacíficamente en 1391 á su padre Mohammed V., tenia cuatro hijos, de los cuales el segundo, llamado Mohammed como su abuelo, conspiraba contra el mayor, nombrado tambien Yussuf como su padre; en su impaciencia de reinar, habia sublevado en una ocasion al pueblo de Granada, acusando á su padre de mal musulman, vendido á los cristianos. Aquella sedicion la sosegó un enviado del rey de Fez, que se hallaba en Granada, pero mas adelante (en 1595), sin duda á poco de haber renovado la tregua con Castilla, murió el emir granadino Yussuf, y su muerte se atribuyó á pérfido ardid de aquel mismo rey de Fez, Ahmed ben emir Selim, el cual dicen que entre otros presentes le envió una aljuba (vestido), impregnada de un veneno tan sutil, que desde el dia que la vistió, habiendo hecho algun ejercicio violento á cabollo, comenzó á sentir agudos dolores en su cuerpo acabando con su vida en poco mas de un mes de padecimientos. Las intrigas y artificios de su segundo hijo Mohammed dieron entonces su resultado, declarándose todos en su favor, y con perjuicio de su hermano primogénito, y á pesar de la disposicion testamentaria de su padre, quedó proclamado emir con el nombre de Mohammed IV., recluyendo á su hermano en el castillo de Salobreña al sur de las Alpujarras.

Este Mohammed, receloso á su advenimiento de que le hiciera guerra el de Castilla, partió de Granada so pretesto de visitar las fronteras de sus esta

la Historia de este rey, cap. 50. Por él se ve las riquezas de que disfrutaba el alto clero, relativamente á otras clases del Estado. Despues de dispensar que pudiesen tener mula la reina y el infante don Fernando, dice: que el cardenal de España pueda tener veinte y cinco mulas; los arzobispos de Toledo y Santiago, veinte; los otros arzobispos y obispos, diez; los abades, dos; las dignidades de las iglesias catedrales, dos; ministros generales y provinciales, una; el capellan mayor del

rey y de la reina, cada uno dos mulas; los capellanes de la reina, del infante don Fernando y su muger, cada uno una mula; los colectores del papa, cada uno una; los oidores, alcaldes ordinarios y contadores mayores, cada uno dos; los físicos del rey y de la reina, cada uno dos; los del infante y su muger, cada uno una mula. Los embajadores y otros estrangeros no estaban comprendidos en esta ordenanza.

dos, y de incógnito, fingiéndose embajador de sí mismo, acompañado de veinte caballeros de su confianza se vino en persona á Toledo, donde el rey de Castilla se hallaba yá; presentóse á don Enrique, que le recibió muy cumplida y cortesmente, comieron juntos y renovaron las treguas. El rey moro, muy satisfecho del cristiano, regresó tranquilamente á su reino, donde se ignoraba su arriesgado viage. Con este miramiento y consideracion se trataban ya los principes de las dos creencias en este siglo (1).

Libre don Enrique de enemigos dentro y fuera del reino, continuaba dedicando su atencion al buen régimen de su Estado. Administrada la justicia por alcaldes elegidos por los pueblos mismos, observábase cierta blandura en los castigos de los delincuentes, y muchos delitos quedaban impunes, con lo cual naturalmente se alentaban y crecian los malhechores. Esto movió al rey á crear unos magistrados, que estraños á las afecciones de vecindad ó de familia pudieran hacer mas severa justicia y amparasen mejor la jurisdiccion real. Instituyó pues los corregidores (1396), autoridad que repugnaron al principio los pueblos, tanto que Sevilla y otras ciudades se negaron á admitirlos, asi por la novedad de su origen, como por parecerles hasta el nombre mismo áspero y riguroso. El tiempo y los resultados fueron al fin venciendo su repugnancia (2).

El primero que rompió la paz, so protesto de no haberse cumplido todas las condiciones de la tregua, fué el rey de Portugal, que se apoderó por sorpresa de Badajoz, y prendió al mariscal de Castilla Garci Gonzalez de Herrera (3). Indignado don Enrique contra este proceder del portugués, armó

(1) Conde, Dominac. de los Arab. p. IV, minosa guia del ilustrado académico Ayala. cap. 27.

(2) Silva, Catálogo Real de España, reinado de Enrique III.—Gonzalez Dávila, Hist. de Enrique III., c. 51.-En el año 1396 quedó truncada la crónica de este rey por don Pedro Lopez de Ayala, que parece estuvo ausente de estos reinos, y cuando volvió ya no pudo continuarla, ó por vejez, ó por la dolencia de que murió, segun Alvar García de Santa María en el prólogo á la de don Juan II. Suplióse á su continuacion con un brevisimo sumario, que parece se tomó de los Anales de Sevilla que cita Zúñiga en varias partes, pero tan imperfecto, lacónico y descarnado como los antiguos cronicones. El que después escribió mas de propósito la historia de este rey fué el maestro Gil Gonzalez Dávila, cronista de Felipe IV., que es á quien en lo general seguimos desde que nos falta la lu

Ferreras tuvo un compendio anónimo que suple con mucha brevedad los años que faltan. Lo que escribió Pedro Barrantes Maldonado es un compendio de Ayala. Garivay intentó tambien llenar este vacío. Las notas de Llaguno no alcanzan tampoco sino al año 1395.

(3) Cuenta Gil Gonzalez que en esta ocasion el cabildo catedral se retiró á celebrar los oficios divinos al castillo. La ciudad habia dado órden para que todos, sin distincion de eclesiásticos ni legos, rondasen la poblacion de dia y de noche. Los canónigos quisieron ampararse á sus privilegios, pero el ayuntamiento mandó á ocho regidores, que sin consideracion y con toda severidad prendasen y multasen á los prebendados por no haber cumplido con la órden que se habia dado á todos sin escepcion de personas.

sus fuerzas de mar y tierra, encomendando éstas á Ruy Lopez Dávalos, adelantado mayor de Murcia, aquellas al almirante don Diego Hurtado de Mendoza. El primero devastó las tierras de Portugal desde Ciudad-Rodrigo hasta Viseo, tomando por armas varias ciudades, mientras los portugueses se apoderaban de Tuy. El segundo corrió la costa lusitana con sus galeras, haciendo presas y estragando los pueblos del litoral. En 1397 encontró siete gaJeras portuguesas que venian de Génova cargadas de armas y municiones, embistiólas briosamente con las cinco que él llevaba, é hízolo con tanto impetu y tanta fortuna, que de ellas apresó cuatro, y echó á pique una, salvándose dos solamente: mostróse el castellano tan cruel con los vencidos, que sin dejarse doblar ni por razones ni por súplicas, arrojó al mar hasta cuatrocientos prisioneros que habia hecho. Para inspirar mas terror á los portugueses, saqueó, quemó y taló muchos pueblos. Por su lado Ruy Lopez Dávalos libertaba á Alcántara que aquellos tenian sitiada, y pasando á Miranda de Duero que cercaban dos caballeros castellanos, obligó á los portugueses de aquella ciudad á entregarse á la clemencia de los capitanes de Castilla. Vióse pues el de Portugal en la necesidad de pedir prorogacion de las treguas; don Enrique no se negó á ello con tal que las condiciones fuesen razonables y se le diese seguridad de cumplirlas: á todo se avino el portugués, y las treguas se capitularon de nuevo por otros diez años (1398).

No podia dejar de alcanzar á Castilla, como á todos los reinos cristianos, la gran cuestion del cisma que en aquel tiempo traia conmovida y turbada la Iglesia. Ya hemos dicho cómo se condujeron los reyes de Castilla anteriores á Enrique III. en la gran contienda entre los papas de Roma y de Aviñon. Hemos vísto tambien cómo procedieron los monarcas de Francia y de Aragon con el antipapa Benito XIII., ó sea con el obstinado é inflexible Pedro de Luna, que en tiempo de este rey era el gran obstáculo para la paz y unidad del mundo cristiano. Enrique III. tenia que tomar tambien un partido, y deseando proceder con prudencia y con acierto en tan grave y delicado negocio, congregó una asamblea de prelados y doctores en Alcalá de Henares. En esta junta se resolvió casi por unanimidad apartarse de la obediencia al antipapa Benito, y se decretaron unas constituciones para el gobierno de las iglesias de Castilla, cometiendo á la autoridad y jurisdiccion de los arzobispos y obispos la provision de toda clase de beneficios y dignidades, la decision de los pleitos pendientes por apelacion, la absolucion de irregularidades, y otros semejantes negocios, hasta que hubiera en la Iglesia un solo é indubitado papa (1).

(1) Estas constituciones de Alcalá, lleva das al cabildo de Salamanca por el obispo don Diego, y firmadas por el arzobispo tole

dano, las inserta Gil Gonzalez Dávila en el cap. 58 de su Historia de Enrique III.

Aplican algunos historiadores á este tiempo (1399), aunque otros los adelantan algunos años, los dos hechos mas ruidosos que se refieren del reinado de Enrique III., y que por la falta de documentos auténticos de la época son considerados por muchos como fabulosos, sin embargo de hallarse consignados por graves escritores. Ellos no obstante sirven para demostrar la idea que se tenia del carácter de este rey y de la situacion del reino.

Aunque don Enrique, luego que llegó á mayor edad, habia cercenado considerablemente las enormes rentas que durante su tutoría habian tomado el duque de Benavente, los condes don Pedro y don Alfonso, y la reina de Navarra, y aunque después se habia apoderado de las tierras y lugares de todos éstos, otros magnates los habian reemplazado en lo de usurpar las rentas reales y convertirlas en su particular provecho, de tal manera, que recayendo ya este abuso sobre las dilapidaciones de los anteriores reinados, se veia el monarca reducido á la mayor estrechez. Cuentan, pues, que llegó ésta á tal estremidad, que hallándose el rey en Burgos, como volviese un dia de caza á cuyo ejercicio era muy aficionado, se encontró con que no habia en su casa preparada comida ni para él ni para la reina. Habiendo preguntado al despensero la causa de una falta tan estraña, respondióle aquél que ni tenia dinero que gastar, ni crédito para que le fiasen, pues las rentas reales, ó no las pagaban los recaudadores, ó eran otros los que se aprovechaban de ellas. Entonces el rey se quitó su propio gaban y le mandó que le empeñase. El despensero lo hizo así, y trajo á costa de la empeñada prenda unas piernas de carnero, con lo cual y con la caza del dia, se hizo una comida frugal para los reyes y para los criados de palacio.

Tomó de esto ocasion el despensero para lamentarse del contraste que ofrecian el rey y los nobles de su reino, aquél empeñando su vestido para comer, y éstos gastando espléndidamente en costosos convites, añadiendo que, segun su costumbre de celebrarlos alternativamente en la casa de cada uno, aquella noche tenian gran banquete y se hallaban reunidos en la del arzobispo de Toledo. El rey disimuló su indignacion, y tomando un disfráz determinó ir á casa del arzobispo para verlo con sus propios ojos. Entró pues sin ser conocido en la sala del banquete, donde halló en efecto á varics nobles alegremente congregados en derredor de una opipara mesa, provista de deliciosos manjares y de costosos y esquisitos vinos, conversando además sobre las pingües rentas de que disponia cada uno. Salió de allí, y al dia siguiente hizo divulgar en la córte que se hallaba gravemente enfermo. Al saberlo los cortesanos acudieron todos á palacio. El rey tenia preparados secretamente en el alcázar seiscientos hombres armados. Cuando los nobles se hallaron reunidos en una gran sala, presentóseles con general sorpresa el rey con la es

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