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cxigirle en rehenes sus hijos bastardos y varios castillos, y de tomarle juramento de estas y otras seguridades de su sumision, quedó acordado que el duque seguiria la córte del rey con cien lanzas de las suyas. El conde don Pedro vino tambien á su merced, protestando que siempre habia estado y estaria á su servicio. La reina de Navarra le pidió igualmente seguro desde Roa, si bien el rey no tuvo á bien otorgársele, antes detuvo á los mensageros diciendo que les daría respuesta.

Habia conocido el jóven don Enrique la necesidad de emplear el rigor y la entereza con una gente de cuya lealtad nunca podia contarse seguro. Asi, como supiese en Burgos que el conde don Pedro sin su venia ni conocimiento habia vuelto á Roa á hablar con la reina de Navarra, y como sospechase que lo hacia por consejo del duque de Benavente, hizo prender al duque y encerrarle en el castillo de Burgos, y se apoderó de todos los lugares que el duque de Benavente, el conde don Pedro y la reina de Navarra tenian en Galicia y en Castilla, y los incorporó y agregó á los dominios de la corona (julio, agosto, 1394). Pasando después á Roa, y habiendo tenido varias pláticas con la reina de Navarra, su tia, sacóla de alli y la condujo á Valladolid. Faltábale someter al conde don Alfonso, que se mantenia rebelde y juntaba sus compañías y se fortificaba en su condado de Asturias. Con grande actividad hizo don Enrique aparejar naves en la costa y que fuesen sobre Gijon, mientras él marchaba á Asturias por tierra. En la catedral de Leon, despues de oida la misa celebrada por el obispo, desheredó solemnemente al conde don Alfonso de todos sus estados, por rebelde á su padre y á él. Envió luego delante compañías que desalojáran de Oviedo la gente del conde. Hiciéronlo así (1), y seguidamente pasó el rey á cercar por mar y por tierra la villa de Gijon, donde aquél se habia encerrado. En el real sobre Gijon vino por segunda vez á hacerle sumision el conde don Pedro; el rey le perdonó, y le dió las villas de Ponferrada y Villafranca de Varcarcel que habian sido del duque de Benavente. Era ya la estacion cruda del invierno, y la dificultad de mantener mas tiempo acampadas en aquel pais sus tropas movió al rey á

(1) Carballo en la Historia de Asturias dice, que habiendo sabido los de Oviedo la intencion con que estaba alli el conde, se alborotaron para matarle, y acndieron armados á la fortaleza, de la cual escapó por un postigo: que cuando después fué el rey á la ciudad salieron á recibirle los vecinos y le dijeron, que el concejo de Oviedo se tuvo por afrentado en haber acogido, aunque por engaño, «al malconde Alfonso,» que por lo

mismo le habian echado de la ciudad y muerto los que pudieron coger de los suyos, y que en testimonio de su lealtad le presentaban tres cabezas: y si alguno dijese que habian incurrido en pena de traicion, alli estaban cuatro caballeros armados de todas armas para desmentirlo cuerpo á cuerpo. Partida 3, tít. 45.-Notas de Llaguno á la Cróninica de Enrique III.-Crón. de don Pedro Niño, cap. 5.

aceptar la pleitesía que le propuso el conde, á saber: que uno y otro someterían su pleito al fallo arbitral del rey de Francia, informándole de todos los hechos; que si aquel monarca sentenciase contra el conde, éste perderia todas sus tierras, mas si fallase en su favor, las recobraria y seria recibido á la merced del rey: que en el espacio de scis meses en que esto se habia de decidir, el conde no introduciria en Gijon mas viandas y bastimentos que los que ya tenia, ni podria salir sino tres leguas en contorno de la villa: de todo esto se hicieron juras y homenages, y el conde dió en rehenes un hijo que se decia don Enrique.

Al fin, despues de siete años de inútiles reclamaciones por parte del rey de Navarra, y de malogrados esfuerzos por parte de dos reyes de Castilla para que la reina doña Leonor de Navarra fuese á unirse con su marido, la necesidad y las severas intimaciones de don Enrique redujeron á esta señora á acceder á tan esquivada union, no sin que precediesen nuevas seguridades de que sería bien tratada y considerada. Acompañóla el mismo rey hasta Alfaro: desde alli envió al arzobispo de Toledo con otros varios prelados y caballeros á Tudela, donde se hallaba el rey Cárlos de Navarra: éste juró por los Santos Evangelios ante los enviados de Castilla que todos los informes, temores y recelos de la reina su esposa eran falsos é infundados, y que su voluntad era y habia sido siempre amarla y honrarla, y que si otra cosa en lo sucesivo hiciese, el rey de Castilla y sus amigos y aliados le hiciesen por ello cruda guerra. Recibido este juramento, se volvieron los prelados á Alfaro, y á la hora y dia señalados salió el rey don Enrique de Alfaro con su tia hasta distancia de dos leguas, donde se dividen los términos de Castilla y Navarra, y alli fué recibida por el arzobispo de Zaragoza y otros personages que de órden de su esposo la estaban esperando, de lo cual se levantó acta firmada por notario. Entró, pues, la reina doña Leonor en Tuleda con sus dos hijas: el rey la abrazó, dice la crónica, como si fuera el dia de las primeras bodas: hubo en Navarra con este motivo grandes fiestas, y el noble rey don Carlos trató desde aquel dia á la reina su esposa conforme lo habia capitulado y jurado, olvidándose con el tiempo la memoria de sus desavenencias pasadas (1395).

La salida de aquella reina era un gran descanso para Enrique III. de Castilla. Restábale terminar el pleito con el conde don Alfonso su tio. En virtud del tratado de Gijon envió don Enrique sus representantes al rey de Francia. Don Alfonso, aunque bastante tarde, fué en persona á Paris, dejando encomendada la defensa de Gijon à la condesa su esposa. Todo le salió mal al discolo y rebelde conde: el monarca francés, oidas las razones de ambas partes, declaró, que si queria volver al servicio y obediencia de su soberano, TOMO IV. 20

interpondria su amistad con el rey de Castilla para que le recibiese, pero sinó, que no esperára de él favor ni ayuda, antes espidió cartas á los gobernadores de Francia para que nadie le auxiliára ni le permitiera sacar de aquel reino, ni gente, ni armas, ni barcos, ní viandas, ni socorro de ningun género. Por otra parte el rey don Enrique, habiendo espirado el plazo del compromiso, volvió á Asturias, cercó otra vez á Gijon por mar y tierra, y obligó á la condesa á rendirle la villa; hizo demoler la villa y el castillo, y entregando á la condesa el hijo que tenia en rehenes, partió aquella señora de Asturias y fuése á Francia á reunirse con su marido. Don Enrique regresó á Madrid. De esta manera se iba desembarazando de los magnates que le inquietaban (1).

Pudo entonces, ya mas tranquilo, dedicarse á los cuidados de gobierno y administracion. De tiempos atrás venia haciéndose sentir en Castilla la falta de caballos para el ejercicio de la guerra. Los anteriores monarcas habian dado diferentes providencias prohibiendo el uso de las mulas y otorgando esenciones y privilegios á los que mantuvieran caballos, ó de otro modo contribuyeran al fomento de la cria caballar, pero todas habian sido poco eficaces (2). Enrique III., hallándose en Segovia, espidió tambien á este objeto una célebre ordenanza, prescribiendo el número de mulas que podia tener, como por privilegio especial, cada una de las personas que alli nombraba, pero mandando por punto general que nadie pudiera tenerla, salvo los que mantuviesen caballo de precio de seiscientos maravedis arriba. Y empleando con mucha sagacidad uno de los resortes que suelen ayudar mas á un fin, á saber, la vanidad de las mugeres, mandó que ninguna casada, de cualquier clase y condi→ cion que fuese, cuyo marido no mantuviera caballo de seiscientos maravedís, pudiera vestir paños de seda, ni tiras de oro, ni de plata, ni cendales, ni peñas grises, ni veras, ni alfojar, y si lo trajese, pagase por cada vez los mismos seiscientos maravedis. Con este estímulo todas se interesaban en que sus maridos tuvieran caballos de aquel precio y coste (3).

. (1) Por este tiempo acaeció la muerte de sastrosa de don Juan I. de Aragon y la pro clamacion del rey don Martin, de que hemos dado cuenta en los capítulos correspondientes á la historia de aquel reino.

este género en los fueros de Toledo, Cáceres y Sevilla. Alfonso el Sábio los hizo estensivos, no solo á los caballeros, sino á sus criados y á los labradores que mantuvieran caballo. Alfonso XI. prohibió absolutamente el uso de las mulas: luego se limitó esta prohi bicion y se fijó el número de las que podian tener los prelados, los grandes y los ricoshombres y caballeros; y posteriormente en las leyes de sacas se impusieron graves pe nas á los que estrajeran caballos del reino. (3) Es sobradamente curioso este ordena(2) Ya se habian concedido privilegios de miento, que inserta Gil Gonzalez Dávila en

Habíase hecho tambien la eleccion del antipapa Pedro de Luna, ó sea Benito XIII., y comenzaban los ruidosos sucesos de Avignon, de que tambien hemos dado noticia. Por tanto, en la historia de este reinado nos limitaremos á la parte que en aquellos aconcimientos le tocó á Castilla.

Interesábale al rey no desatender la frontera de los moros, á cuyo fin emprendió su viage à Andalucía. Saliéronle al encuentro en el camino mensageros del rey de Granada solicitando la prolongacion de la tregua. El rey les dijo que en Sevilla les responderia, y continuando su camino entró en aquella ciudad en medio de públicos regocijos. Uno de sus primeros actos fué prender y castigar al arcediano de Ecija, el imprudente predicador contra los judios, el que con sus escitaciones habia amotinado contra ellos la plebe, y sido causa de lamentables escesos y desórdenes: obró don Enrique de esta manera para evitar que otros con achaque de piedad y celo religioso volviesen á alborotar los pueblos. Renovó allí la tregua con Yussuf II. de Granada. Este príncipe, que habia sucedido pacíficamente en 1391 á su padre Mohammed V., tenia cuatro hijos, de los cuales el segundo, llamado Mohammed como su abuelo, conspiraba contra el mayor, nombrado tambien Yussuf como su padre; en su impaciencia de reinar, habia sublevado en una ocasion al pueblo de Granada, acusando á su padre de mal musulman, vendido á los cristianos. Aquella sedicion la sosegó un enviado del rey de Fez, que se hallaba en Granada, pero mas adelante (en 1393), sin duda á poco de haber renovado la tregua con Castilla, murió el emir granadino Yussuf, y su muerte se atribuyó á pérfido ardid de aquel mismo rey de Fez, Ahmed ben emir Selim, el cual dicen que entre otros presentes le envió una aljuba (vestido), impregnada de un veneno tan sutil, que desde el dia que la vistió, habiendo hecho algun ejercicio violento á cabollo, comenzó á sentir agudos dolores en su cuerpo acabando con su vida en poco mas de un mes de padecimientos. Las intrigas y artificios de su segundo hijo Mohammed dieron entonces su resultado, declarándose todos en su favor, y con perjuicio de su hermano primogénito, y á pesar de la disposicion testamentaria de su padre, quedó proclamado emir con el nombre de Mohammed IV., recluyendo á su hermano en el castillo de Salobreña al sur de las Alpujarras.

Este Mohammed, receloso á su advenimiento de que le hiciera guerra el de Castilla, partió de Granada so pretesto de visitar las fronteras de sus esta

la Historia de este rey, cap. 50. Por él se ve las riquezas de que disfrutaba el alto clero, relativamente á otras clases del Estado. Despues de dispensar que pudiesen tener mula la reina y el infante don Fernando, dice: que el cardenal de España pueda tener veinte y cinco mulas; los arzobispos de Toledo y Santiago, veinte; los otros arzobispos y obispos, diez; los abades, dos; las dignidades de las iglesias catedrales, dos; ministros generales y provinciales, una; el capellan mayor del

rey y de la reina, cada uno dos mulas; los capellanes de la reina, del infante don Fernando y su muger, cada uno una mula; los colectores del papa, cada uno una; los oidores, alcaldes ordinarios y contadores mayores, cada uno dos; los físicos del rey y de la reina, cada uno dos; los del infante y su muger, cada uno una mula. Los embajadores y otros estrangeros no estaban comprendidos en esta ordenanza.

dos, y de incógnito, fingiéndose embajador de si mismo, acompañado de veinte caballeros de su confianza se vino en persona á Toledo, donde el rey de Castilla se hallaba yá; presentóse á don Enrique, que le recibió muy cumplida y cortesmente, comieron juntos y renovaron las treguas. El rey moro, muy satisfecho del cristiano, regresó tranquilamente á su reino, donde se ignoraba su arriesgado viage. Con este miramiento y consideracion se trataban ya los principes de las dos creencias en este siglo (1).

Libre don Enrique de enemigos dentro y fuera del reino, continuaba dedicando su atencion al buen régimen de su Estado. Administrada la justicia por alcaldes elegidos por los pueblos mismos, observábase cierta blandura en los castigos de los delincuentes, y muchos delitos quedaban impunes, con lo cual naturalmente se alentaban y crecian los malhechores. Esto movió al rey á crear unos magistrados, que estraños á las afecciones de vecindad ó de familia pudieran hacer mas severa justicia y amparasen mejor la jurisdiccion real. Instituyó pues los corregidores (1396), autoridad que repugnaron al principio los pueblos, tanto que Sevilla y otras ciudades se negaron á admitirlos, asi porla novedad de su origen, como por parecerles hasta el nombre mismo áspero y riguroso. El tiempo y los resultados fueron al fin venciendo su repugnancia (2).

El primero que rompió la paz, so protesto de no haberse cumplido todas las condiciones de la tregua, fué el rey de Portugal, que se apoderó por sorpresa de Badajoz, y prendió al mariscal de Castilla Garci Gonzalez de Herrera (3). Indignado don Enrique contra este proceder del portugués, armó

(1) Conde, Dominac. de los Arab. p. IV, minosa guia del ilustrado académico Ayala. cap. 27.

(2) Silva, Catálogo Real de España, reinado de Enrique III.-Gonzalez Dávila, Hist. de Enrique III., c. 51.-En el año 1396 quedó truncada la crónica de este rey por don Pedro Lopez de Ayala, que parece estuvo ausente de estos reinos, y cuando volvió ya no pudo continuarla, ó por vejez, ó por la dolencia de que murió, segun Alvar García de Santa María en el prólogo á la de don Juan II. Suplióse á su continuacion con un brevísimo sumario, que parece se tomó de los Anales de Sevilla que cita Zúñiga en varias partes, pero tan imperfecto, lacónico y descarnado como los antiguos cronicones. El que después escribió mas de propósito la historia de este rey fué el maestro Gil Gonzalez Dávila, cronista de Felipe IV., que es á quien en lo general seguimos desde que nos falta la lu

Ferreras tuvo un compendio anónimo que suple con mucha brevedad los años que faltan. Lo que escribió Pedro Barrantes Maldonado es un compendio de Ayala. Garivay intentó tambien llenar este vacío. Las notas de Llaguno no alcanzan tampoco sino al año 1395.

(3) Cuenta Gil Gonzalez que en esta ocasion el cabildo catedral se retiró á celebrar los oficios divinos al castillo. La ciudad habia dado órden para que todos, sin distincion de eclesiásticos ni legos, rondasen la poblacion de dia y de noche. Los canónigos quisieron ampararse á sus privilegios, pero el ayuntamiento mandó á ocho regidores, que sin consideracion y con toda severidad prendasen y multasen á los prebendados por no haber cumplido con la órden que se habia dado á todos sin escepcion de personas.

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