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inexorable y tan severo en sus castigos, terminó su gloriosa carrera militar pagando un tributo á la debilidad humana, enamorándose en su postrera espedicion de la hija del rey de Navarra su aliado, que hizo su tercera muger viviendo todavía la segunda aunque repudiada. La facilidad con que iremos viendo á los reyes cristianos repudiar una muger legítima, divorciarse, casarse con otra en vida de la primera, sin

que ni el pueblo mostrára escandalizarse ni los obispos dieran señales de oponerse, prueba el ensanche de las costumbres de aquel tiempo en esta parte de la moral.

Fruela II. que sucede á sus dos hermanos no hace sino desterrar á un obispo y condenar á muerte á un hermano del prelado sin causa conocida. La lepra de que murió el rey dió ocasion á que el pueblo atribuyéra su pronta y asquerosa muerte á castigo del cielo por aquella doble injusticia: juicio tal vez mas religioso que exacto, péro que prueba cómo condena ba el pueblo de aquel tiempo las injusticias, y que imposibilitado de pedir cuentas al soberano que las cometiera, volvia naturalmente los ojos al cielo, y le consolaba la fé de que habia alli un rey de reyes que no dejaba impunes las injusticias de las potestades de la tierra. ¿Extrañarémos que este mismo instinto de moralidad social los condujera á buscar tambien en sí mismos el remedio posible á sus males? En vista del duro comportamiento de Ordoño y de Fruela con los

condes, obispos y magnates, no nos maravilla que los castellanos, mas apartados del centro de accion de los monarcas leoneses, é inclinados ya á la independencia, tratáran de proveerse de jueces propios que les administráran justicia con mas imparcialidad, ó por lo menos con mas formalidad en los procesos que que aquellos reyes habian usado; principio del ejercicio, aunque imperfecto, de la soberanía, mientras no contáran con la fuerza para llevarla á complemento. Mientras la historia no haga evidente la no existencia de los jueces de Castilla, la verosimilitud está en apoyo de la tradicion y de los recuerdos históricos en que tambien se funda.

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Aunque Fruela Il. dejaba al morir tres hijos, ninguno de ellos ciñe la corona: los grandes y prelados llaman á sucederle al hijo de Ordoño II. con el nombre de Alfonso IV. ¿Como los hijos de Ordoño no habian sucedido antes á su padre? ¿Y cómo no suceden ahora á Fruela los suyos? ¿Qué sistema de sucesion á la corona se guardaba entre los reyes de Leon? Los hechos nos lo dicen: el mismo de los reyes de Asturias, el mismo del tiempo de los godos, y lo que es mas, casi el mismo que el de los árabes: sucesion generalmente consentida en la familia, libertad electiva en las personas: las exclusiones de Alfonso el Casto en el siglo IX. en Asturias, se ven reproducidas con Ordoño y Fruela en Leon en el siglo X.

Y solo un alarde de libertad electiva pudo mover

á los magnates leoneses á poner la corona en las sienes de Alfonso IV., príncipe á quien sentaba mejor la cogulla de monje que la diadema de rey, y mas aficionado al claustro y al coro que á los campos de batalla y á los ejercicios militares. Sin embargo, la salida de Alfonso IV. del claustro de Sahagun para vestir otra vez las insignias reales de que se habia despojado nos presenta un ejemplo práctico de lo que suelen ser las abdicaciones de los reyes, aun aquellas que parecen mas espontáneas.

Nos horroriza el recuerdo del terrible castigo impuesto por Ramiro II. á su hermano Alfonso y á los tres príncipes sus primo-hermanos, y duélenos considerar que no ha bastado el trascurso de siglos para hacer desaparecer la horrible pena de ceguera heredada de la legislacion visigoda, antes la vemos aplicada con frecuencia y con dureza espantosa por nuestros monarcas á los príncipes de su propia sangre y sus deudos mas inmediatos. Siglos bien rudos eran estos todavía.

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Mas si como cruel nos estremece Ramiro II., como guerrero nos admira y asombra; y asombrarían os si á su lado. no viéramos al mismo tiempo al brioso Fernan Gonzalez, á ese adalid castellano, que con su solo esfuerzo supo ganar para sí una monarquía sin cetro y un trono sin corona. El ruido de los triunfos del monarca leonés y del conde castellano penetra en los salones del soberbio palacio de Zahara,

y avisa á su ilustre huésped, el gran Miramamolin que decian los cristianos, el mas esclarecido y poderoso de los Beni-Omeyas, Abderrahman III., la necesidad de abandonar aquella mansion de deleites y de empuñar la cimitarra si quiere volver por el honor humillado del Coran. Publica entonces el alghied, y acampa á las márgencs del Tormes el mas numeroso ejército musulman que jamás se congregó contra los cristianos. Mahoma y Abu Bekr no hubieran vacilado en encomendarle la conquista del mundo, porque menos numeroso era el que habia subyugado la Persia, el Egipto y el Africa, y una sexta parte habia bastado para posesionarse de España dos siglos hacía. Conducíanle Abderrahman el Magnánimo y el veterano Almudhaffar su tio, vencedores de Jaen, de Sierra Elvira, de Alhama, de Valdejunquera, de Zaragoza y de Toledo. ¿Cómo no habian de creerse invencibles?

Al revés que en Guadalete, donde los soldados de Cristo eran los mas, los del Profeta los menos, en el Duero los guerreros del cristianismo eran infinitamente menos en número que los combatientes del Islam. Y sin embargo el Coran y el Evangelio van á disputarse otra vez el triunfo en los campos de Simancas como en los campos de Jerez. No importa la desigualdad del número á los cristianos: con las contrariedades de dos siglos se ha enardecido su ardor bélico, y son los vencedores de Osma y de Madrid. Antes de cruzarse las armas se eclipsa el sol, como si esquivase

alumbrar el sangriento espectáculo que se preparaba: este fenómeno natural difunde el asombro en los dos campos, y todos sacan consecuencias fatídicas temiendo tener contra sí la ira y el enojo del cielo, porque todos son supersticiosos, cristianos y musulmanes. Dáse al fin la pelea, y la clara luz del sol de otro dia, mas resplandeciente ya de lo que entonces los mahometanos hubieran querido, enseñó á los cristianos con admiracion suya el prodigioso número de infieles que en el campo habia dejado tendidos el filo de sus espadas. La larga tregua que despues hubo de ajustarse entre Ramiro II. y Abderrahman III. prueba mas que las relaciones de batallas la pujanza que habia alcanzado ya la monarquía leonesa.

Aprovechó el califa esta paz para atender á la guerra de Africa y para dotar al imperio de escuelas, de palacios y mezquitas, aprovechóla el rey de Leon para fundar monasterios y fundar iglesias ó reedificarlas. Esta era la marcha de las dos religiones y de los dos pueblos.

Ramiro II. se despidió de los moros con otra batalla, de su hijo Ordoño transfiriéndole el cetro, y del mundo vistiendo el hábito de la penitencia.

Con Ordoño III., aunque sin culpa suya, comienzan á romperse los lazos que unian á los diferentes gefes de los cristianos, y se conjuran contra el nuevo monarca su hermano, su suegro y su tio. Comprend emos que á Sancho le punzára la ambicion del reinar;

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