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en que la dejaron vivir, entregada á sus usos y costumbres antiguas.

Cuando la luz bienhechora del evangelio penetra por primera vez hasta nuestros hogares, nadie se opone á que se fije en nuestro suelo. Entre conquistados y conquistadores es igualmente recibido con benevolencia el fundador de la silla toledana. Francia que nos le envia, es tambien quien nos le quita, coronándole con la palma del martirio.

Despues arrecia el viento de las persecuciones, y aunque troncha y desgaja algunos árboles escogidos, no logra arrancar sus raices, y con las semillas que esparce, propaga y extiende más y más la religion cristiana entre nosotros hasta la época de Constantino.

Llegada ésta y obtenida la paz

de la Iglesia, Toledo no se duerme sobre sus laureles. Con incansable afan se dedica á organizar su gobierno, y á crear aquella sublime disciplina que la ha conquistado tan merecido renombre. Sus primeros pasos por esta senda, fueron un triunfo completo. España debe á sus esfuerzos, cuando menos, el que la heregía, enseñoreada de nuestro país, no retrasara el nacimiento de la nueva civilizacion, que vamos á ver levantarse, á la sombra del templo católico, de entre las ruinas del imperio romano.

¡Magnífico destino el de nuestra ciudad! ¡Cuán brillante papel representó en todo este período, siempre creciendo, siempre adelantando, como adelanta y crece el que cree y espera,

el

que no desconfia del porvenir que le está ofrecido, porque le rodée un presente borrascoso y turbulento!

LIBRO TERCERO.

Época visigoda.

CAPÍTULO PRIMERO.

Estamos en vísperas de un cataclismo, el mayor acaso que ha afligido á la humanidad. Roma desfallece. El soberbio edificio de su grandeza se desmorona, y todo presagia que en oriente como en occidente va á sucumbir aquel robusto y poderoso imperio, al que vivieron sujetos los toledanos por tantos siglos. Los vicios y las torpezas de todo género que reemplazan á la antigua severidad romana, enervaron primero las fuerzas de ese coloso, que se llamó pueblo-rey unas veces, otras padre y señor del mundo conocido. El gran Teodosio engendró despues dos hijos, que al fin debian derribarle. Arcadio y Honorio no habian heredado de su padre más que el nombre: en sus manos débiles é inexpertas ni cabia ni podia sostenerse el cetro que éste habia regido con vigor, y cayó hecho pedazos á impulsos de un torrente desbordado, que por todas partes se precipita y arrasa é inunda lo que le sale al encuentro.

Un dia un godo ilustre, y cuanto ilustre osado y valiente, despues de destruir la Tracia y la Dacia, la Tesalia y la Macedonia, pasa el desfiladero de los Termópilas, y sienta sus reales en

la Grecia. Asombrado Arcadio que la gobernaba, le concede la Iliria, y sus hordas le aclaman rey de los visigodos. Alarico, no satisfecho con este triunfo, humillado ya el un hermano, intenta robar al otro la ciudad del Capitolio, y al frente de un ejército aguerrido y numeroso se dirige á Italia. En el camino un pobre ermitaño «¿á dónde vas?» le dice, deteniéndole unos momentos.-<< Dios lo sabe,» le respondió el godo: déjame; siento dentro de mí una voz secreta que me grita: «anda y ve. á destruir á Roma.»

Vaticinio de los hombres ó eco de la Providencia, estas palabras resuenan bien pronto dentro de los muros de aquella capital, donde penetra Alarico con su gente el 24 de Agosto del año 410 de Jesucristo, á los 1163 de su fundacion. La ciudad de los Césares, desgarrada la púrpura que vestia, y derribados los ídolos á que rendia culto, entra de esta manera en la servidumbre de un nuevo dueño, y paga tributo á una soldadesca bárbara y desenfrenada, que convierte en sangriento botin sus glorias y sus riquezas.

Con este suceso sorprendente y nunca esperado, coincidió otro para nosotros todavía más importante. Los vándalos, alanos y suevos, que, aprovechándose de la debilidad del imperio occidental, se habian dirigido pocos años antes hácia las Galias y hecho parada en la Aquitánia y la Narbonense, aguijoneados por la codicia ó atraidos por alguno de los inquietos y ambiciosos que en nuestra península se agitaban entonces, franquearon los Pirineos, y se arrojaron como un rio salido de su cáuce sobre las comarcas españolas.

El cuadro que presentó esta invasion, fué terrible. Un historiador moderno, pintándole con diestro pincel á grandes rasgos, dice: «Triste y horroroso espectáculo ofrecia entonces >> España. El genio de la devastacion se apoderaba de ella. El »>incendio, la ruina, el pillage, la muerte, era la huella que >> dejaba tras sí la destructora planta de los nuevos invasores. >>Campos, frutos, ciudades, almacenes, todo caia, ó devora>>do por las llamas, ó derruido por el hacha de aquellas hor>> das feroces. Veíanse las gentes morir transidas de hambre,

»sustentábanse algunos con carne humana, llegando el caso, al »decir de algunos historiadores, de que una mujer se alimen>>tara sucesivamente con la carne de sus cuatro hijos; barbarie »horrible que la costó el ser apedreada por el indignado pue»blo. Siguiéronse á los horrores del hambre los de la peste: »porque los campos se hallaban cubiertos de insepultos cadáve»res, que con su podredumbre infestaban la atmósfera, y á »cuyo olor acudian manadas de voraces lobos y nubes de cuer>vos y de buitres, que los unos con sus aullidos, con sus roncos »y tristes graznidos los otros, infundian nuevo espanto á los que >presenciaban la calamidad. La cólera divina parecia querer »descargar entera sobre este desventurado pueblo. En este es>tado, hartos los bárbaros de carnicería y de rapiñas, acordaron >repartirse entre sí la España, en cuya distribucion tocó á los »suevos la Galicia, á los alanos la Lusitania y la Tarraconense, ›la Bética á los vándalos, que le dieron el nombre de Vandalu»sia. Algunos pueblos de Galicia conservaron su independencia »en las montañas. Y no obstante la ferocidad de estas gentes, »concluye el escritor aludido, cuando ya se asentaron, casi se >>felicitaban los indígenas de verse sujetos á la dominacion >bárbara con preferencia á la sábia opresion de los magistrados »romanos.»1

Esta pintura, tan exacta en el fondo como precisa en los detalles, es igualmente aplicable á todos los pueblos de España. Pocos fueron en efecto los que se libraron de los horrores del vandalismo. A juicio de nuestros historiadores, era éste un castigo merecido por la corrupcion y los desórdenes que la dominadora del universo habia introducido en el gobierno de la metrópoli y de las colonias. Allí, pues, donde sonase el nombre romano y las águilas imperiales hubieran hecho su asiento, debian dirigirse los bárbaros, que venian á borrar el uno y á destruir las otras, arrastrados por el oleaje irresistible del destino.

En sus correrías y excursiones, sin embargo, alguna vez les volvió la espalda la fortuna. No sólo los pueblos gallegos, resistiendo á su empuje con singular bravura, lograron salvar

1 Lafuente, HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA, tomo II, cap. VII del lib. III.

en parte su independencia, acogiéndose á las montañas, cual en el cuadro antes copiado se afirma por el testimonio de Idacio, Orosio, Salviano y Olimpiodoro, sino que tambien consiguieron la misma ventaja, sin moverse de sus hogares, otros que habitaban regiones menos agrestes, y no podian ó no querian apelur á la fuga como remedio extremo, para rechazar la nueva dominacion que se les echaba encima. De entre éstos fué uno Toledo, ciudad que hubo de llamar particularmente la atencion de los invasores por su situacion céntrica, por sus grandezas monumentales, y, más que todo, por el renombre que ya á la sazon se habia conquistado en la lucha religiosa contra los priscilianistas.

Hubiera sido una buena adquisicion, magnífica presa en que poder clavar la garra, un punto doblemente fortificado por la naturaleza y el arte, rico con los tesoros que, segun opinan varios autores, se recogian en él de todos los ángulos de la península, y habitado por una poblacion numerosa é influyente, cuya fama corria entonces parejas con el prestigio que empezó á gozar por doquiera merced á la influencia de sus primeras decisiones conciliares. Pero aquí, más que en otras partes, ó de un modo más notable que en ninguna, se estrellaron la fuerza y el poder de aquellas hordas salvages, que con el hacha y la tea iban demoliendo é incendiando cuanto se les oponia en su camino; porque aquí, por inexcrutables decretos de la divina sabiduría, debian permanecer en pié los cimientos que levantaron los romanos, para que sobre ellos se alzase la ingeniosa y admirable máquina de un gobierno nuevo, tan distante de la indomita fiereza de gentes incivilizadas, como ageno de la opresion de los antiguos conquistadores.

Al expresarnos de esta manera damos crédito sin ninguna dificultad á nuestro primer historiador PEDRO DE ALCOCER, que describiendo la venida de los vándalos, alanos y suevos, y las cosas que hicieron, escribe: «Entrados estos bárbaros en Es»>paña, y sabiendo la gran fortaleza y poder desta cibdad de >> Toledo, determinaron de venir todos juntos á ella, teniendo > por cierto que si la podian sojuzgar, podrian más fácilmente

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