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tortura su memoria, ó sin obligarle á hacer una nueva lectura de los sucesos. Mas es precisamente lo que me he propuesto evitar. Mucho descaria haberlo logrado. Tengo aun por mas embarazoso y fatigante ingerir en el relato histórico observaciones que á las veces tienen que ser prolijas tales como el exámen mas o menos analítico de un código de nuestra legislacion, el de la influencia del espíritu religioso en la organizacion política y civil del pueblo, y otros cuadros que exigen detenidas consideraciones. Estas piden un lugar aparte. Por lo menos colocado yo en el lugar del lector, agradecería encontrarlás separadas. No es posi_ ble medir á todos por la regla propia, pero hay que seguir la que parece mas natural.

En cuanto al principio que impulsa la marcha de la humanidad, no puedo conformarme con la escuela fatalista que considera todas las catástrofes como necesarias, que desvanece toda esperanza y que seca todo consuelo, aunque marchen al frente de esa escuela hombres tan ilustrados como Thiers y Mignet. Acojo gustoso la ley de la Providencia con Vico, y coloco todos los pueblos bajo la guia y el mando de Dios con Bossuet. Esplicaré mas este principio en el discurso preliminar.

He citado á Bossuet, y debo rectificar una idea que ha hecho formar de la historia este sabio escritor. «En la histo«ria (dice) es donde los reyes, degradados por la mano de la «muerte, comparecen sin córte y sin séquito á sufrir el jui«cio de todos los siglos.» Desde entonces se ha repetido cien veces que la historia es el espejo en que los reyes ven la imágen de sus defectos. No, no es esto solo la historia. No han sido solos los reyes los opresores de la humani

dad. Tambien han solido serlo á su vez los pueblos cuando han ejercido la soberania absoluta: tambien lo han sido otras clases de la sociedad: todas han tenido aduladores, y todos deben comparecer en las páginas de la historia á sufrir ese juicio imparcial y severo, porque sus lecciones se dirigen á todos, y la historia condenará siempre el fanatismo, la iniquidad, la ambicion, el despotismo, la licencia, las guerras injustas, ya las promueva un monarca orgulloso, ya las suscite una multitud ciega y desenfrenada, ya las fomenten los magistrados electivos de una república en nombre del pueblo. Tácito fué un acusador inexorable de los monarcas: todas las clases deben encontrar en la historia quien acuse

sus excesos.

Los periodos de tiempo en que puede dividirse la historia son por lo regular tan imperfectos como las divisiones que solemos hacer del espacio, porque todo se encadena en uno y otro por gradaciones insensibles. La historia de España ofrece sin embargo periodos naturales en las invasiones que cuenta. Pero hay uno entre ellos, el de la dominacion sarracena, que pienso nadie ha clasificado con exactitud y con propiedad, ni es tampoco fácil hacerlo. Designase comunmente con el nombre de España árabe, y no lo es desde que reemplazó al imperio de los árabes el de la raza africana y mora. Tampoco es la España musulmana, ni la España bajo la dominacion de los sarracenos, desde que las armas cristianas se hicieron dueñas de la mayor parte del territorio español para no volverle á perder. Ni puede decirse la España cristiana desde la época en que se declaró la victoria y la superioridad en favor de los defensores de la cruz, porque cristiana ha

sido la España antes y despues de la reconquista. En la dificultad de comprender bajo una misma denominacion ese largo y complicado periodo, he hecho de él tres divisiones, sirviéndome de pauta aquellos acontecimientos notables que alteraron sustancial y ostensiblemente la situacion de los reinos, y de base las vicisitudes esenciales de la corona de Castilla en que vinieron á fundirse las demas.

Por desgracia la cronología de nuestra historia está to-davía muy lejos de haber alcanzado un grado de certidumbre tal, que baste á poder fijar de un modo inconcuso la fecha precisa de cada suceso, notándose frecuentemente tal divergencia entre los mismos autores coetáneos, que es á veces de dificil y acaso imposible logro apurar donde está la verdad, y mas cuando faltan documentos auténticos que disipen toda duda. En tales casos me acomodo à lo que asientan los escritores que pasan por de mas autoridad. Reconociendo la utilidad de estas investigaciones, otros son á quienes corresponde ocuparse de intento en hacerlas, y no deben servir de embarazo al historiador general. «Esas discusiones prolijas, dice el erudito Cesar Cantu, para comprobar una fecha, un lugar, un nombre, y esa erudi-cion laboriosa.... que nos dispensa de meditar al enriquecernos con las ideas agenas, no se hicieron para el historiador que aspira á revivir en los corazones mas que en las bibliotecas.>>

Refiero las batallas y hechos de armas con la posible rapidez, y solo me detengo algun tanto en aquellas que por especiales circunstancias y notables accidentes, ó por su grande interés, ó por el cambio que produjeran en la suerte del país, merecen conservarse en la memoria de los hom

bres. Harto sensible es para un historiador el tropezar con siglos enteros en que los hombres apenas se ocupaban de otra cosa que de pelear. Lectores y autores tienen que sufrir esta monotonia desconsoladora, si no han de pasarse en claro largos periodos.

Si en todas las historias son esenciales requisitos el método y la claridad, necesitase particular estudio para evitar la confusion en la de España, acaso la mas complicada de cuantas se conocen, señaladamente en las épocas en que estuvo fraccionada en tantos reinos ó estados independientes, regido cada cual por leyes propias y distintas, y en que eran tan frecuentes las guerras, las alianzas, los tratados, los enlaces de dinastías, que hacen sobremanera dificil la division sin faltar á la unidad, y la unidad sin caer en la confusion. Procuro, pues, referir con la separacion posible las cosas de Aragon y las de Castilla, las de Navarra, Portugal ó Cataluña, y las que tenian lugar en los paises dominados por los árabes; aparte de los casos en que los sucesos de unos y otros estados corrian tan unidos que hacen indispensable la simultaneidad en la narracion. En cuanto à la claridad, siempre he preferido á la vanidad que se disfraza bajo la brillantez de las formas, la senci llez que Horacio recomienda tanto, aconsejando á los autores que escriban no solo de manera que puedan hacerse entender, sino que no puedan menos de ser entendidos. La historia no es tampoco un discurso académico.

Siento haber de advertir que una historia general no puede comprender todos los hechos que constituyen las glorias de cada determinada poblacion, ni todos los descubrimientos que la arqueologia hace en cada comarca especial.

No haria esta advertencia, que podria ofender al buen sentido de unos y parecer escusada á otros, si no tuviera algunos antecedentes para creerla necesaria.

Como español, y amante de las glorias de mi patria, permítaseme, cuando pueda sin faltar á la austera verdad histórica, hablar con complacencia en las ocasiones que encuentre virtudes ó grandezas españolas que elogiar. La imparcialidad no prohibe los sentimientos del corazon; y escusable será este justo desahogo en quien tantas veces ha pasado por la amargura de ver su patria por estrangeras plumas vulnerada. ¿Quién podrá negarme esta compen

sacion?

No quiero molestar con mas advertencias. Sea la última de todas, que en la imposibilidad de hacer una obra tan perfecta y acabada como desearía, el ojo escudriñador de la crítica podrá fácilmente encontrar en ella, no ya solo los defectos inherentes á esta clase de obras, sino otros en que todo el esmero y diligencia del autor no le hayan eximido de incurrir. Lejos de temer los juicios críticos, los agradeceré cuando la buena fé los dicte, y conduzcan ó á enmendar errores, ó á esclarecer hechos, ó á encaminar por mejor sendero al historiador. Y si un Salustio, con haber merecido que Séneca le apellidára honor de la historia, y que Marcial le concediera el primer lugar entre los historiadores, hubo de tolerar que Aulo Gelio le reprendiera muchas palabras, y que Assinio Pollion escribiera un libro entero contra su historia; si un Tito Livio no pudo librarse de la censura de Tácito, que le notó de duro y seco en las espresiones; si el mismo Tácito tan alabado de todos, tampoco pudo evitar que Tertuliano le llamára en su Apologético

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