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preparadas y como empujadas de antemano, podrán los decretos, las batallas y las revoluciones entorpecer algun tiempo, pero no evitar. No conozco nada, fuera de la religion, que disponga tanto á los hombres à la tolerancia política como la lectura histórica, ni que enseñe tanto á evaluar las mejoras que puede recibir un pueblo por sus elementos sociales y por los grados de su cultura, estableciendo un medio conveniente entre el sistema de inmovilidad ó de retroceso, que intentan los desconocedores del progreso humano, y la precipitacion imprudente á que se dejan arrastrar los fogosos. Me penetré, mas de lo que estaba, de la utilidad de la historia, y medité si me seria dado contribuir en este terreno al bien de mis compatricios. Parecióme el mas interesante estudio el de la historia nacional. Dejé de tomar parte en los apasionados debates de los vivos, y me dediqué á estudiar los ejemplos de los muertos.

Mas para que la historia haga efectivo el titulo de maestra de los hombres con que la definió Ciceron, para que sus lecciones puedan ser provechosas á la humanidad en el sentido indicado, necesita salir de la esfera de una vasta coleccion de hechos, á que, si no juzgo mal, ha estado reducida hasta ahora entre nosotros. Menester es entrar en el exámen de sus causas, descubrir el enlace de los acontecimientos, revelar por medio de ellos hasta lo posible los grandes fines de la Providencia, las relaciones entre Dios y sus criaturas, la conexion de la vida social de cada pueblo con la vida universal de la humanidad, la trabazon y correspondencia entre las ideas y los hechos, entre lo moral y lo material, presentarla, en fin, como la palabra sucesiva con que Dios está perpétuamente hablando á los

hombres. Necesitase que la historia sea filosófica, y no una compilacion de sucesos que pasaron mas o menos cerca de nosotros. ¿Tenemos en España una historia que llene estas condiciones?

Cuando yo me hacia á mí mismo esta pregunta, vino á mis manos la obra de un historiador estrangero, en cuyo prefacio, despues de citar las historias de Francia, Inglaterra é Italia, escritas con crítica y á la altura del espíritu filosófico moderno, lei estas palabras: «En cuanto à Espa«ña, desgraciadamente no hay ningun nombre español que «cilar, y solo algunos antiguos escritores han dejado obras «históricas notables...... La España carece aun de una his<«<toria nacional: el genio histórico no se ha desarrollado «todavía en ese grande y desventurado pueblo, que marcha «con tantas angustias hácia su regeneracion.>>

Confieso que estas palabras, eco de las que pronuncian cada dia los críticos estrangeros, acabaron de avivar en mí el sentimiento del amor patrio, y de resolverme á ensayar si podria yo llenar, siquiera en parte, este lamentable vacio de nuestra literatura. Preguntábame cómo no lo habrian intentado otros ingenios y superiores talentos, de que por fortuna no carece, antes bien abunda hoy la España; pero miré en derredor, y los hallé casi á todos engolfados en los debates y cuestiones, y hasta en las rencillas de la política palpitante.

Voy dando cuenta de las causas que pusieron la pluma histórica en mi mano. Hiciéronlo asi Herodoto y Tito Livio, que lo necesitaban menos. Séame permitido imitar en esto à aquellas dos lumbreras de la historia, ya que en lo demas no pueda hacer sino admirarlos y envidiarlos.

Poseemos ciertamente en España muchas crónicas, muchos anales, abundancia de compilaciones, multitud de tablas cronológicas y genealógicas, de reyes, de príncipes y de familias ilustres. Las que gozan del nombre de historias son en lo general arsenales de noticias con mas o menos arte y órden ensartadas, en que se dan puntuales y minuciosas descripciones, salpicadas tal vez con alguna máxima religiosa, ó con tal cual advertimiento moral que los mismos sucesos sugieren al paso: detenidas y circunstanciadas relaciones de guerras, de paces, de alianzas, de negociaciones y tratados, de batallas y combates, de triunfos y derrotas, de marchas y contramarchas de ejércitos, de arengas y razonamientos de caudillos, hecho todo con tal individualidad, que el autor parece haber marchado con la pluma en la mano detras de cada guerrero, y recibido la mision de trasmitir los mas mínimos incidentes de cada encuentro, al modo que los taquígrafos de los tiempos modernos consignan y trasmiten, no solo las razones, sino hasta las palabras de cada orador de nuestras asambleas.

Mas à vueltas de tan minuciosos relatos, búscase en vano la influencia social que cada acontecimiento ejerció en la suerte del país, las modificaciones que produjo en el estado como cuerpo político, cómo y por qué medios se fué formando la nacion española, las causas y antecedentes que prepararon cada invasion, lo que quedó ó desapareció de los diversos pueblos que la dominaron, lo que ocasionó sus periodos de engrandecimiento y de decadencia, las mu— danzas y alteraciones que ha sufrido en su religion, en sus costumbres, en su legislacion, en su literatura, en su administracion, en su industria y en su comercio: su historia

en fin moral y filosófica. Hay hacinados materiales infinitos, pero el edificio está por construir.

En cuanto á los primitivos tiempos de España, no es maravilla que no tuviésemos historia; y gracias si debemos á algunos sabios de Grecia y Roma tal cual noticia del carácter y costumbres de los antiguos pobladores, y será siempre una necesidad, como ha sido una fortuna, el poder brujulear las páginas geográficas de Estrabon. Provincia de Roma despues la España, hubo que recoger de los historiadores romanos lo que de ella quisieron decir; y los que mas se estendieron, Tito Livio, Floro y Appiano, limitá– ronse á referir empresas militares, batallas, conquistas y fundaciones de colonias; muy poco dijeron del gobierno político de los pueblos. No escribian la historia de España.

Pasado el primer aturdimiento y la universal turbacion ocasionada por la inundacion de los bárbaros, la España se preparaba á figurar como nacion aparte, y comenzó á tener escritores propios. Pero hubiera sido una injusticia pretender de aquellos hombres un trabajo histórico acabado. Eran obispos ó monjes, que, ó desde el pic de los altares á que estaban encadenados, ó desde el severo retiro de un claustro, se semejaban, como dice un escritor erudito, á los obreros que sepultados en el fondo de las minas envian á la tierra las riquezas de que ellos no han de gozar. Riquezas históricas eran estas, pero no podian ser historias, como no pueden ser metales puros y elaborados los primeros materiales que se extraen de las entrañas de la tierra. Sin embargo, ¿qué hubiéramos podido saber de aquellos tiempos tenebrosos, sin los esfuerzos y apreciables trabajos de Idacio y Pablo Orosio, del Monje de Viclara, de los prelados

Julian é Ildefonso de Toledo, de Isidoro de Sevilla, de ese portento de ingenio y de sabiduría que asombró al mundo de entonces, y admira y respeta todavía el mundo de ahora?

Otro tanto tenía que acontecer cuando la irrupcion sarracena volvió á reducir lo poco que pudo salvarse de la España cristiana al estado de infancia de las sociedades. En los primeros siglos de ese esfuerzo gigantesco á que damos el nombre de reconquista, otros obispos y otros monjes, los que tenían la fortuna de vivir en algun rincon un tanto apartado del estruendo de la pelea, anotaban en breves y descarnadas crónicas los sucesos de mas bulto con la rapidéz y el desaliño que la rudeza y la inseguridad de los tiempos permitia. Y esto no en España solo, sino en naciones no oprimidas como la nuestra por un enemigo estraño y poderoso. Las crónicas de Fredegario, de Moissac, y de Saint Gall, los anales Petavianos, los Fuldenses y los de Metz, no revelan menos la estrechez de la época que nuestros Anales Toledanos, Compostelanos ó Complutenses, y quelas crónicas de los monges de Albelda ó de Silos. Algunos de estos escritos se reducen á tablas cronológicas de nacimientos y defunciones de los reyes, con la fecha de tal cual suceso notable, formando á veces un cortísimo número de páginas, que ocupan menos lugar que las notas que hoy el viagero menos curioso suele hacer con el lapiz en su cartera. La posteridad sin embargo ha tenido mucho que agradecer á aquellos anotadores de hechos, y serán siempre de un precio inestimable los trabajos de los obispos Isidoro de de Beja, testigo de la gran catástrofe, de Sebastian de Salamanca, de Sampiro de Astorga, de Pelayo de Oviedo, de Lucas de Tuy, y del arzobispo don Rodrigo de Toledo.

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