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Con este resultado cundió el entusiasmo en todos los indivíduos de la Hermandad, que desde entónces asintieron á los proyectos de D. Miguel de Mañara, sin cuidarse de si habría ó no medios de realizarlos.

El espíritu del ilustre reformador no podía permanecer tranquilo mientras no se dispusiera la enfermería de incurables, y con objeto de prepararla, empezó por adquirir el terreno necesario, tomando á censo, con licencia del Rey, cuatro de las diez y seis grandes naves de que se componía la Atarazana, donde labró el Hospicio, para que los transeuntes y pobres de la ciudad que no tuviesen casa, encontraran cena, cama y lumbre, á lo ménos por tres noches. La obra quedó terminada en el año de 1664 con el auxilio de los bienhechores, y especialmente de su iniciador; confiando á la divina Providencia el cuidado de continuarla. Asegura D. Miguel en sus escritos, que los dona

tivos aumentaron por medios maravillosos, tales como el de que un indivíduo de la Hermandad le entregara secretamente, para redimirse de sus pecados, la crecida suma de 25.900 ducados, con la única condición de que no revelará su nombre (1).

En otra ocasión, hallándose en esta ciudad un Obispo que iba al Cuzco, quiso examinar la obra del Hospicio: llegando una noche á la hora de dar la cena á los pobres, ayudó á su reparto y dejó al Hermano mayor una buena limosna. Pasó á Cádiz para disponer su embarque, y encontrándose cerca del lecho de muerte de Mateo de Soto, le hizo presente la necesidad y fervor de aquella grande obra que comenzaba y había visto. Su exhortación movió al moribundo para dejar una manda de 10.000 ducados, que fué entregada inmediatamente.

D. Francisco Gomez de Castro, cuyo caudal ascendía á más de medio millón de ducados, reformando dos testamentos que tenía hechos, otorgó otro nuevo pocas horas antes de morir, dejando su hacienda, á excepción de unas mandas de corta entidad, á D. Miguel de Mañara, á quien no conocía, para que la distribuyese en obras de caridad y de misericordia.

Así no es extraño que el costo total de la edificación ascendiera á más de 800.000 ducados, y que quedara concluido el Hospital en tan breve plazo, comprendiendo tres grandes enfermerías, con espacio suficiente para 140 camas, las oficinas necesarias, pátios y jardines donde los pobres tuvieran esparcimiento y las habitaciones de los encargados en su asistencia.

(1) D. Miguel Mañara de ofreció guardar el secreto durante la vida del bienhechor incógnito, pero habiendo ocurrido su fallecimiento, declaró este rasgo caritativo en presencia de su cadáver. Entónces se supo que había sido D. Luís Bucareli.

VI

AUMENTA EL NÚMERO DE HERMANOS

Como era consiguiente, el número de hermanos aumentaba cada día, y hasta empezó á considerarse el pertenecer á la Santa Caridad una distinción honrosa que solicitaban los hombres más ilustres. Al poco tiempo toda la nobleza de Sevilla tomó parte en esta milicia de la Caridad, aumentando las limosnas y las fundaciones particulares para asegurar la manutención de los enfermos.

La envidia combatió con su lengua ponzoñosa el naciente instituto, sirviendo de instrumento dos malos sacerdotes, ayudados por un fraile, y áun cuando algún indivíduo de la Hermandad quiso refutar sus acusaciones, D. Miguel no lo consintió, diciendo: La verdad no la han de defender los hombres, que todos son mentirosos, sino la verdad misma que es Dios (1).

(1) Refiere el P. Juan de Cárdenas otro hecho. Entre los que manifestaron en un principio más anhelo por ayudar á Mañara en su obra, había un sacerdote á quien la Hermandad debía una cantidad bastante crecida, prestada por él para el enlosado de la Iglesia. Este sacerdote fué á ver á Mañara, diciéndole que renunciaba de buen grado á la deuda; pero más tarde se arrepintió y volvió á pedir su dinero. D. Miguel devolvió la canti. dad al sacerdote, mas nó sin echarle en cara su triste variación, diciéndole: que igual ocurrencia sucedió á San Juan Limosnero, con el Obispo Zoilo, pues habiendo éste tomado del Santo una cantidad que le había dado para los pobres de su Hospital, Dios le hizo ver en una visión un riquísimo palacio que perdía por su avaro arrepentimiento. Mañara, trayendo esta leyenda en la memoria, quiso ganar por cuenta propia el rico palacio que el sacerdote había perdido con tanta imprudencia como el Obispo, y pagó de su bolsillo la cantidad reclamada, añadiendo que lo hacía tan solo para comprar el derecho que aquel poseía delante de Dios y al que acababa de re nunciar voluntariamente.

La asistencia material de los enfermos preocupó al reformador Mañara, pues aun cuando se nombraban doce hermanos para vigilar el servicio, turnando por mesesfaltaba lo principal, que era el caritativo enfermero. Y for, mó una Congregación de doce de éstos, dándoles traje apropiado y una regla, que aprobó la autoridad eclesiástica, por la que quedaban sometidos á las exigencias del Cláustro.

El ejemplo de D. Miguel los alentaba y muy pronto cundió el entusiasmo en otros hermanos, viéndose á los más nobles alternar con los enfermeros en su humilde ministerio, porque el espíritu de caridad les hacía mirar en el pobre la imágen viva de Jesucristo. Allí ni había, ni puede haber distinciones, ni títulos nobiliarios: todos besaban humildemente la mano de los enfermos en la persona del más antiguo de ellos (1) y el único nombre que se pronuncia con orgullo, es el de servidor de los menesterosos.

Es preciso, áun á trueque de reproducir lo que ya está publicado en otros libros, dar noticias exactas y circuns tanciadas de las costumbres de esta benemérita institución, que conserva hasta donde es posible en los tiempos que atravesamos sus tradiciones. También me sirve este trabajo para bosquejar la gran figura de Mañara, por lo mismo que aún cuando inmerecidamente me honro con pertenecer á su instituto, y conozco que necesita vencerse la repug nancia que inspira la práctica de algunos actos.

En los tiempos del fundador se curaba á los enfermos de rodillas, y cuando avisaban la llegada de un pobre traido de la ciudad ó de algún pueblo vecino, el enfermero de servicio corría á la puerta para ayudarle á bajar de su

(1) La Reina D.a Isabel II, al recibirse de Hermana, besó la mano á un pobre manco en presencia de la córte, cuyo acto recordará en lo venidero un precioso cuadro que existe en la Sala de Cabildos.

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