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pe sintieron siempre por los de su linaje, dicta desde Portugal las más minuciosas advertencias respecto al alojamiento que debe prepararse á aquella su querida hermana, y aunque dice que se figura que en San Lorenzo «querrá más posar mi hermana donde yo suelo posar» y que en Madrid preferirá la estancia en las Descalzas á la del Alcázar, encomienda á Herrera y á Valencia por conducto de las Infantas que aderecen y preparen los mejores aposentos para recibirla dignamente, y pide que escriban muchas buenas nuevas de ella, »y si viene gorda ó flaca y si nos parecemos agora algo co»mo creo que soliamos. >>

Cuando sabe al fin que con su hija la Archiduquesa se halla ya en Madrid, reunida á los Infantes y al joven Príncipe D. Diego, se regocija de ello, celebra las buenas nuevas que de su salud y desarrollo da su hermana, y se chancea con sus hijas con estas tiernisimas frases: Debeis de haber creci»do harto, pues me dice que vos, la mayor estávades mayor que ella con chapines, y tambien vos la menor, pues estais »mayor que vuestra prima, siendo de mas edad que vos. Mas » no os envanezcais con esto, que mas creo que lo hace ser »ella muy pequeña que no vos grande.>>

De estos arranques de buen humor están llenas sus cartas. En una felicita á la Infanta Isabel diciéndole. «Y sea norabuena aver cumplido vos la mayor xv años (1), que es gran vejez os tener ya tantos años, aunque con todo eso creo que no sois mujer del todo.» En otra encarga que feliciten á su hermanica (2) por la mucha prisa que se da en salirse los colmillos.»-«Deben de ser-dice-en lugar de los que se me andan por caer, y bien creo que los llevaré menos cuando baya ay; y con que no sea más que eso, se podrá pasar.›

Hasta se ocupa ¡quien lo creyera! en enviar para su hijo (3) muestras de letras para que aprenda á escribir «henciéndolas...» «pero poco a poco, de manera que no se cance» é

(1) Carta VII, de Lisboa á 21 de Agosto 1581.

(2) La Infanta Doña María, hija de Felipe II y de su cuarta mujer la Archiduquesa Ana de Austria.

(3) El príncipe Don Diego, que murió en 21 de Noviembre de 1582 antes de la vuelta del Rey á Madrid.

indica el medio de progresar en este arte rudimentario aconsejando á las Infantas que procuren que «algunas veces las vaya contrahaciendo, pues de esta manera aprenderá aun más, y espero que con esto ha de hacer buena letra.»

Si en estas bellísimas cartas, la firma de «vuestro buen Padre» no pudiera traducirse por la de «Yo el Rey» y no supièramos que este Rey era entonces el más poderoso monarca de la tierra (1), si como al descuido no apareciese en ellas entre familiaridades y ternezas la relación de la ceremonia del juramento que le prestan las Cortes de Thomar como Rey de Portugal, en 16 de Abril de 1581 y á su hijo Don Felipe como príncipe heredero en 30 de Enero de 1583 (2) ó si por incidencia no se aludiese á la expedición naval á las Islas Terceras, creeríase fácilmente que quien las escribia era un discreto Licenciado, pretendiente à un corregimiento en Nueva España que seguía de cerca á la Corte y comunicaba con sus hijas, residentes en Valladolid ó en Medina, los más menudos asuntos de familia.

Pero no, aquel buen padre que se deleitaba escribiendo à sus hijos niñerías, aquel cariñosísimo jefe de familia que tenia en la cabeza los planos de sus alcázares, la traza de sus jardines, el desarrollo y cultivo de sus parques, y hasta la edad, achaques y aptitudes de sus servidores más humildes, era el gran Felipe el Prudente, el aliado del Imperio, el Defensor de la fé, el vencedor del Turco, el heredero, y continuador en fin, de las glorias militares de su egregio padre, y de la sabia política nacional y española de sus católicos abuelos. Con la misma pluma con que describe á sus hijas el parte y tocado de las damas (2) y las autoriza para «poner oro

(1) Más de cincuenta años después, escribiendo á la Señoría de Venecia de sucesos acaecidos en tiempo de Felipe III decía el Embajador Simón Contarini del Rey de España: "El Rey de que vengo á tratar es tan grande que abraza del mundo lo que hasta hoy ninguno ha poseido.,,

(2) "El juramento de vuestro hermano fué ayer y así le podéis dar la norabuena d' el,,.

Carta XXXI de Lisboa á último de Enero de 1583. El príncipe Don Felipe tenía á la sazón 5 años.

(3) No me parece que traen tan grandes lechuguillas las damas: débenlas de haber achicado después que vieron las de ahí.-Carta xx.

en lo negro de su traje» en la boda de una señora de las que acompañaban á la Emperatriz (3), anota los despachos de sus embajadores y corrige las minutas de sus secretarios; y al despedirse de ellas, bien á pesar suyo, templa en otros tonos su estilo para escribir al Duque de Alba y al Cardenal Gran-. vela, á la Reina Catalina de Médicis y á la Señoría de Venecia, al príncipe Doria y al Duque de Guisa, sobre asuntos de índole muy distinta y sin duda para su corazón menos gratos que las gracias infantiles del príncipe D. Diego, las habilidades musicales del organista Cabezón, las chocheces de la avinagrada dueña Madalena y las excentricidades del loco Morata.

Retratan, en fin, estas cartas con la fidelidad de la verdad, no encubierta ni por la adulación ni por la envidia, un corazón paternal lleno de ternura, de benignidad y de indulgencia; una cnostante mansedumbre, una igualdad de humor inalterable, prendas todas que adornaban sin duda el gran carácter de aquel gran Rey, cuando los austeros deberes de su cargo y las necesidades de los tiempos no le obligaban á reprimir las naturales impulsos de su alma.

Va siendo ya historia é historia concienzuda y verídica la que los odios políticos y religiosos intentaron convertir en novela horripilante en derredor de la figura del que llamaron Demonio del Mediodía los impecables, angélicos y dulcisimos Luteranos y Hugonotes del Norte, y á reconstituirla, tal como fué en realidad, no han contribuído menos que los nacionales, los escritores extranjeros y nada sospechosos que como Prescott, Mouy y Gachard se han impuesto el trabajo de estudiarla en sus fuentes y documentos coetáneos; en las correspondencias de Fourquevaulx y de Granvela, Dietrichtein y Tiepolo, el Arbobispo Rossano y el Embajador de Florencia Novile; en los diarios y relaciones de Fray Juan de San Gerónimo y de Herrera, y en el mismo Cabrera que si alguien ha podido tachar de grave y de enfático, nadie hasta ahora ha

(1) "Bien podréis poner oro en lo negro cuando se case Doña Nude Dietristein, con que sea moderado.,,-Carta XIX.

podido convencer de embustero. Pero entre todos estos testimonios, sin duda fehacientes y verídicos, el más singular y más precioso, á mi juicio, es el de esta interesante correspondencia que por intuición previsora de su acendrado amor filial conservó piadosamente una hija cariñosa para desagraviar al padre más calumniado de la tierra (1).

¡Qué decir de la correspondencia familiar del inmortal Quevedo, aquí donde se sienta su comentarista y expositor ilustre (2), el que no dejó sin glosa ó comentario acto ninguno de la vida, ni escrito que no saliera de la pluma de aquel ingenio peregrino, el que nos diò, en fin, depurándolo de groseros errores, el inestimable caudal de su epistolario, engarzando con prodigiosa habilidad en las galas primorosísimas de su estilo los preciados joyeles de las cartas á Adán de la Parra y á D. Francisco de Oviedo, á Medinaceli y á Osuna, al Obispo de Bona y al Cardenal Borja?

Con Quevedo han reido, y reirán ciertamente las generaciones, mientras el habla castellana permita leer sin cifra sus desenfadados romances, sus cuentos picarescos y las endiabladas donosuras de sus Zahurdas de Plutón y de sus alguacilados alguaciles; pensarán con él cuantos penetren el alto sentido filosófico de la Política de Dios y de Marco Bruto; aprenderán á escribir historia los que repasen sus grandes anales de Quince días, y á escribir alegatos los que estudien su Memorial por el Patronato de Santiago; pero para conocer intimamente aquel gran corazón españo llleno de pasiones y de virtudes, aquella inteligencia que lo mismo se aplica á la poesía que á la diplomacia, á la teología moral que á la jurisprudencia, y sobre todo para apreciar debidamente aquella valerosísima alma de cristiano creyente y convencido, forzoso será que nos empapemos en su correspondencia, saboreando

(1) La correspondencia entre Felipe II y su hija la Infanta D. Catalina, esposa de Carlos Manuel de Saboya, comprende además de las cartas publicadas por M. Gachard otras noventa y una, escritas desde Julio de 1595 á Septiembre de 1596.

(2) El Excmo. Sr. D. Aureliano Fernández Guerra y Orbe, Bibliotecario de la Academia Española, Colector y ordenador de las obras completas de D. Francisco de Quevedo y Villegas.

sobre todo como manjar el más delicado y maduro de su privilegiado entendimiento, la que corre de Enero á Septiembre de 1645, escrita desde Villanueva de los Infantes, cuando los desengaños de la vida y los avisos de enfermedad cruelísima, llamaban ya á las puertas de su existencia con las voces misteriosas y consoladoras de la inmortalidad.

Todavía á su llegada á aquella hospitalaria villa, después de las penalidades y miserias que padeciera en su ilusorio Señorío de Juan de Abad, anímale su buen humor á exclamar: «¡Mejor acogida he hallado en Villanueva de los Infan>> tes que en mi lugar (1), más compañía y mejor abrigo, y un >>boticario amigo, docto, rico y buen cristiano, que son los >>tres fiadores de la verdad de los botes!»

Todavia le preocupan, como buen español, los aciertos y desaciertos de la expedición á Portugal, la pérdida de Rosas que aguarda «entre alborozo y temor» muy desconfiado siempre de su socorro, y á la muerte del Conde-Duque de Olivares, ocurrida pocos meses antes que la suya (2) consagra estos sobrios renglones: «¡Bien memorable día debe de ser el de la >> Madalena en que acabaron con la vida del Conde de Oliva>>res tantas amenazas y venganzas y odios que se prometian eternidad! Añadiendo en otra carta: «pero no es tiempo de » que yo adjetive estas cosas, ni discurra en ellas.»

Aunque dice que se ocupa «en lo que no le va ni le viene,» juzga tristemente á compás de sus enfermedades las sucesivas desgracias de la pátria, diciendo con amargo gracejo: «Los >>sucesos de la guerra se parecen á los de mi convalecencia; »salgo de un mal y entro en otro. ¡Dios lo remedie, que ver>>daderamente estas cosas grandes ni se sanan ni se autorizan > variándolas en las relaciones! >>

Entre tales cuidados, que atormentaban más de lo que de

(1) Véase cómo describe en su carta á D. Francisco de Oviedo (19 de Diciembre de 1644) la extrema frialdad de aquella tierra: "Yo he pasado los Alpes muchas veces, y los Pirineos cuando ellos mismos no pueden sufrir la nieve y el hielo y no he padecido tan rabiosa tempestad de frío como padezco en este lugar (en el de la torre de Juan de Abad.),,

(2) 22 de Julio de 1645.

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