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con arreglo á la capitulacion. Pronto reflejaron los rayos del sol en la luciente cruz de plata que los reyes católicos llevaban consigo á los campamentos, símbolo del cristianismo victorioso del Koran, y el pendon de Castilla ondeó luego en una de las torres de aquel alcázar donde tantos siglos tremolára el estandarte del Profeta. Era el 2 de enero de 1492.

Llegó á su desenlace el drama heróico de ochocientos años, la Iliada de ocho siglos. La soberbia Ilion de los musulmanes está en poder de los cristianos. Consumóse el doble triunfo de la fé y de la independencia de España. Los orgullosos hijos de Mahoma, vencedores en Guadalete, se han retirado llorosos, vencidos para siempre en el Geníl. Las dos pobres monarquías que nacieron en los riscos de Asturias y en las rocas de Jaca son ya un solo y poderoso imperio que se estiende desde el Pirineo hasta los dos mares: y á esta grande obra de religion, de independencia y de unidad, han cooperado Dios, la naturaleza y los hombres.

Aun esperaba otra mayor remuneracion á la perseverancia española. El premio ha sido tardío, pero será abundoso.

Habia un mundo que nadie conocia, y un hombre que si no le habia adivinado tal como era, llevaba en su cabeza el proyecto y en su corazon la esperanza de descubrir nuevas regiones del otro lado del Atlántico. Era el mas grande pensamiento que jamás habia con

cebido ingenio humano. Por lo mismo los príncipes y soberanos de Europa le habian desechado como una bella quimera, y tratado al atrevido proyectista como un visionario merecedor solo de compasion. Solo hay una potestad en la tierra que se atreva á prohijar el proyecto de Colon. Es la reina Isabel de Castilla. Colon merecia descubrir un mundo, y encontró una Isabel que le protegiera: Isabel merecia el mundo que se iba á descubrir, y vino un Colon á brindarla con él. Merecíanse mútuamente la grandeza del pensador y la grandeza de la magestad, y el cielo puso en contacto estas dos grandezas de la tierra.

Atónito se quedó el mundo antiguo cuando supo que aquel temerario navegante que desde un pequeño puerto de España habia tenido la audacia de lanzarse en una miserable flotilla á desconocidos mares, en busca de continentes desconocidos tambien; que aquel visionario despreciado de las coronas, convertido ya en cosmógrafo insigne, habia regresado á España y ofrecido á los pies de su real protectora testimonios irrecusables de un nuevo mundo descubierto. Ya no quedó duda de que el Nuevo Mundo existia, y la fama de Colon voló por el Mundo Antiguo, que admiró y envidió la gloria del descubridor, y admiró y envidió la gloria de España, á quien aquel mundo pertenecia, y admiró y envidió la gloria de Isabel, á quien se debia la realizacion del maravilloso proyecto.

Encontróse, pues, España la mayor potencia del

orbe, á pesar de la famosa línea de division que un papa hizo tirar de polo á polo por la plenitud de la potestad apostólica, para señalar á los españoles la parte que les correspondia poseer en aquellos remotos climas.

El globo se ha agrandado; el comercio y la marina se estenderán por la inmensidad de un Occéano sin riberas; los metales del Nuevo Mundo harán una revolucion en la hacienda, en la propiedad, en las manufacturas, en el espíritu mercantil de las naciones, y las cruzadas para la conversion de idólatras reemplazarán á las cruzadas contra los mahometanos.

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No se cansaba la fortuna de halagar en este tiempo á los españoles: y como si fuese poco haberlos libertado del yugo musulman y haberles dado un nuevo mundo, les abre otro vasto campo de glorias en el centro de la Europa civilizada. Despues de haber peleado ochocientos años dentro de su propio territorio, salen á gastar sus instintos guerreros en tierras estrañas. Los unos van á llevar su civilizacion á pueblos incultos del otro lado del Occéano, los otros van á recibir otra civilizacion mas culta del otro lado del Mediterraneo, venciendo y conquistando en ambos hemisferios. Porque mientras el sol de Occidente alumbra sus conquistas en la India, el sol de Oriente ilumina sus triunfos en Italia. Allá se agregan imperios inmensos á la corona de Castilla; acá las pretensiones de Cárlos VIII. y de Luis XII. de Francia sobre

la posesion de las Sicilias son atajadas por la espada de Fernando el Católico, que asegura para sí la dominacion de aquellos paises, que tan fértiles como son, no producen tantos laureles como ganan los tercios y los capitanes españoles. Sandricourt, Lafayette, Bayardo, la flor de los caballeros de Francia, son eclipsados por Antonio de Leyva, Pedro Navarro y García de Paredes. El duque de Nemours, el último descendiente de Clodoveo, recibe la muerte en Ceriñola por mano de Gonzalo de Córdoba, el solo entre tantos guerreros como han producido los siglos que goza el privilegio de ser conocido en todo el mundo con el renombre de el Gran Capitan; merecida distincion, y digna honra del vencedor de Garillano. Si mas adelante otros capitanes pasean la bandera victoriosa de Castilla por los dominios de Africa y de Europa al frente de la invencible infantería española, esos capitanes se habrán formado bajo los pendones y en la escuela del Gran Gonzalo.

Mucho, y con sobrada justicia, lloraron los españoles la muerte de su adorada reina la magnánima y virtuosa Isabel, que vino á enlutar sus corazones en estos momentos de interior prosperidad y de esterior grandeza. Pero fué Isabel un astro, que á semejanza del sol siguió todavía difundiendo las emanaciones de su luz despues de haberse ocultado.

La protectora de Cristóbal Colon y de Gonzalo de Córdoba habia sabido sacar de la soledad y del retiro

y colocado en alto puesto á otro varon eminente, dechado de virtud y prodigio de talento, que no era ni navegante ni soldado, sino un religioso que vestia el tosco sayal de San Francisco. Este esclarecido genio, que llegó á gobernar la monarquía desde la silla primada de España, concibe la osada empresa de plantar el pendon del cristianismo en las ciudades musulmanas de la costa berberisca é incorporarlas á los dominios españoles. Y lo que es mas, lo ejecuta á sus espensas y dirige por sí mismo la atrevida espedicion. Sucumbe la opulenta Oran. Brilla la cruz en sus adarves, yondea en sus almenas el estandarte de Castilla. Y las victoriosas tropas españolas presencian el estraño espectáculo de un franciscano, que rodeado de guerreros y de frailes, con la espada ceñida sobre la humilde túnica, se adelanta á recibir las llaves de la poco ha orgullosa y ahora rendida ciudad morisca. Era el insigne cardenal Cisneros, honor de la religion, lustre de las letras, gloria de las armas y sosten de la monarquía.

Continúa su obra el brioso Pedro Navarro, el compañero de Gonzalo en Italia, y el que ha dirigido el ataque de Oran, y hace ciudades españolas á Bujía, Argel, Tunez, Tremecen y Trípoli. Solo se detiene ante la catástrofe de los Gelves.

Navarra, único fragmento del territorio español que habia permanecido independiente y segregado, pasa á formar parte de la gran monarquía. Fernando

TOMO I.

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