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procurado causar un daño (ó sea infringir el orden legalmente garantido y afianzado, cometer un delito) es tan malo subjetiva. mente, y por lo mismo tan peligroso (1), en igualdad de todas las demás circunstancias (en circunstancias diversas puede hasta serlo más), como el que logró lo que se proponía. Y tampoco disminuyen la intensidad de la propensión criminosa, ni el consiguiente peligro, hechos tan accidentales como aquellos que originan la tentativa inidónea ó imposible, la tentativa: remota (que implica solamente dolo genérico ó indeterminado), la codelincuencia, participación ó concurso de varias personas en un mismo hecho ilícito, de manera que unas de ellas sólo inciten, induzcan ó provoquen, mientras otras ejecutan, ó que unas presten meramente auxilio á quienes realicen el acto principal delictuoso ó dañoso, etc., etc.

Para que la función penal protectora se ponga en movimiento, basta con que haya necesidad de darle aplicación, y existe esa necesidad desde que se reconoce la presencia, entre los asociados, de algún alma discorde con las exigencias del grupo correspondiente. Y si la discordia y la indisciplina tie-nen adentro sus raíces, en la voluntad, en los pensamientos, en los deseos, en la intención, en los propósitos, aquí adentro, in necesidad de traducción por actos exteriores, encontrarán los órganos de la administración de la justicia penal protectora del Estado base y materia suficiente para intervenir (2), Tan luego como esos órganos lleguen á percatarse, por cualesquiera medios (que es lo que en el lenguaje de la lógica judi

(1) Nótese que no digo tan culpable» ni tan ‹responsable», pues esto último son cosas distintas de la primera. La función penal (protectora y disciplinadora) para nada tiene que ocuparse de culpabilidad ni responsabilidad, según creo haber mostrado en otros sitios (El derecho protector de los criminales, Madrid, 1915; De criminología y penología, Madrid, 1906; Correccional (Escuela ó doctrina) y Derecho penal, en la Enciclopedia jurídica de Seix, Barcelona, etc.).

(2) En lugar del repetido cogitationis poenam nemo patitur, hay, pues, que decir todo lo contrario, aun con relación al Estado y á su derecho, y no sólo con respecto á la moral y á la Iglesia.

cial y procesal se denominan «pruebas», «indicios», «presuniones, etc.), de que alguno de los individuos sujetos à su cuidado, dirección ó tutela (cura de almas) es un delincuente por dentro, en su voluntad, es á saber, un delincuente en potencia, aunque no haya llegado-todavía-à serlo por fuera y de hecho, desde ese instante puede, ó, mejor dicho, debe entrar en funciones la mentada administración de justicia. Eso hace la jurisdicción penitencial; eso hace también una policía aviada; eso corresponde hacer á la jurisdicción penal protectora, que ha de proceder igualmente por vias penitenciarias y policiales (1).

XI

Pecado y delito. Consecuencias.

Estamos, por consiguiente, bien lejos, según se ve, de la concepción y la doctrina que durante mucho tiempo ha pasado como intangible y definitiva sobre la separación entre el pecado y el delito, considerados, el primero, como mera infracción de la ley ó el orden moral, infracción representativa de una inconveniente disposición de espíritu, y atribuible à la competencia del fuero interno ó de conciencia, ejercido por la jurisdicción penitencial de la Iglesia católica, y el segundo, como un atentado á la ley jurídica, es decir, al derecho coactivo que el Estado por antonomasia tiene à su cargo, y productor de dañosas consecuencias exteriores, cuya valoración y reparación se encomienda á los órganos del fuero externo, que son precisamente las autoridades del Estado (2).

Esta distinción ha tenido su misión-como es natural!-, una misión emancipadora y libertadora: emancipadora del Estado y su derecho, frente à las pretensiones invasoras de la

(1) Del derecho penal como función de policía he tratado con mayor o menor detenimiento en varios escritos míos, y más diό recta y detenidamente en mi citado artículo Derecho penal, de la Enciclopedia juridica española, de D. Francisco Seix.

(2) Véase la nota de la pág. 5.

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Iglesia y el derecho y el fuero eclesiásticos; emancipadora también de la Iglesia algunas veces, frente à las por ella consideradas como intromisiones abusivas del Estado en negocios morales y espirituales, cuyo conocimiento estima que sólo á ella competen; emancipadora y libertadora, sobre todo, del individuo, el cual recabó la facultad de regular por sí mismo la esfera de su conciencia ó mundo interior, contra las inge. rencias indebidas que en ella practicaban ciertos poderes externos, y muy especialmente los poderes del Estado. La doc trina de la distinción entre pecado y delito-estrechísimamente ligada con la otra de la distinción entre la moral y el derecho-ha sido por eso una doctrina engendrada al calor del movimiento liberal de la edad moderna (desde la Reforma y el derecho natural individualista principalmente), y defendida sobre todo por los fautores y secuaces del liberalismo en nomtre de la personalidad humana y de sus inviolables derechos innatos, entre los que predomina el de la libertad de la conciencia en sus múltiple manifestaciones.

Pero esta posición doctrinal puede considerarse como pasada, desde el momento que la persona del individuo ha conquistado ya su valor sustantivo y su independencia, y desde el momento que los intentos de la intervención penal del Es tado son, como los de la Iglesia, rescatadores y tutelares, no perseguidores, por lo que ya no subsiste la precisión que antes existía de prevenirse contra ellos. Pecado y delito son la mis ma cosa; ó, mejor dicho, así el Estado como la Iglesia pueden y deben penetrar en la conciencia de los súbditos y fieles respectivos, para apoderarse de ella y enderezarla-con la conducta que de la misma derive- por los derroteros que se juzguen más ordenados, más morales, más justos y convenientes. Los actos, las palabras, los pensamientos y deseos malos, igual ofenden la ley y el orden morai que la ley y el orden jurídico; ó, dicho con mayor exactitud, igual unos que otros son señales de mala disposición interna que deban preocupar á las autoridades de la Iglesia y á las del Estado.

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Y en esto otro también existe semejanza: en la imposibilidad de fijar por anticipado y de manera segura el valor que esas señales corresponde y la interpretación que se les ha de dar. Semejante interpretación tiene que ser obra personal det funcionario respectivo, el cual ha de hacerla con vista á cada caso concreto y en relación con todas las circunstancias que lo acompañen en el pecador ó delincuente. En la denominada administración de justicia tutelar y correccional, así en la penitenciaria como en la jurídica, política ó del Estado, tiene que predominar el sistema de la individualización que reina en la medicina: individualización en el diagnóstico, é individualización asimismo en el tratamiento (1). Un miemo pecado 6 delito, ó varios pecados ó delitos objetiva y aparentemente iguales, no tienen la misma fuerza sintomática en individuos diferentes, ó en un mismo individuo en diferentes momentes de su vida (en la juventud, v. g, ó en la edad madura, en el reo primario y en el reincidente ó habitual ...) (2). Ni los recursos terapéuticos, correccionales, penitenciales y disciplinarios que dan buenos resultados en un caso han de darlos del mismo modo en cuantos aparezcan exteriormente iguales. Delitos ó pecados objetivamente mínimos (veniales), y hasta hechos de los que se llaman indiferentes, pueden en ocasiones ser tomados como señales de un alma gravemente decaida y sumamente peligrosa y necesitada de auxilio disciplinador; y

(1) No, por cierto, individualización del delito, como muchos dicen. Cabalmente, el delito es lo que no necesita ser individualiza do, porque lo que el delito, como tal esto es, el delito objetivo. á saber, el daño valorable y reparable, reclama es la reparación (la anulación de sus consecuencias); y esta reparación, sólo medible en atención á la entidad ó importancia del mismo, no ha de ser distinta para los distintos sujetos sino igual para todos cuando el daño causado haya sido también igual. Las circunstancias y antecedentes personales de los agentes no tienen aquí inflajo alguno; donde únicamente lo tienen es en el tratamiento medicinal y tutelar.

(2) Es una valoración ésta, del todo semejante á la valoración médico patonogmónica de síntomas exterior y objetivamente iguales, dados en diferentes individuos ó en situaciones diferentes de un mismo sujeto.

al contrario. El arte de un buen confesor y de un buen juez (que es la denominación que se da hoy à les llamados al ejercicio de las funciones penitenciales y de tutela y disciplina. ción de los delincuentes) consiste precisamente en esto: en la habilidad para dar á cada cual lo que le convenga, sin de. rroche ni escatima, ambas cosas por igual perjudiciales y, por lo tanto, injustas. Y rara vez lo que, en el respecto que nos ocupa, es adecuado para unos puede serlo para otros.

¿Qué decir, según esto, sino que es una pretensión loca, la encerrada en aquella regla del derecho penal individualista y liberal que manda no tener por delitos otros actos más que los previamente definidos como tales en una ley (nullum crimen sine lege), ni aplicar más penas que las establecidas en el sistema legal, y en la forma y proporción que la ley misma determine (nulla poena sine praevia lege poenali)? En la jurisdicción penitenciaria, y para los confesores, no hay nada de esto; hay reglas que facilitan el desempeño de tal función: reglas sobre la apreciación de los pecados y sobre sus efectos, y reglas relativas à las penitencias y su aplicación. Pero son reglas doctrinales, diríamos, contenidas en libros y tratados (de moral, v. g.), y en todo caso, son reglas de observancia facultativa y no obligatoria para aquellos à quienes van dirigidas, los cuales pueden, si lo estiman prudente, seguirlas, y pueden también apartarse de el.as cuando el caso lo requiera. El caso, es decir, la singularización del estado de alma necesitado de ayuda y la singularización del remedio que con él se debe emplear: he aquí, puede decirse, la regla única del buen confefor, la única con la cual puede tener eficacia la penitencia.

¿Por qué razón no ha de valer también la misma en el desempeño de la misión disciplinadora de almas que el Estado ejerce bajo el nombre de administración de justicia penal? El juez de esta clase, al verse obligado á tratar hombres socialmente decaidos y psicológicamente inferiores á los que se llaman buenos y honrados (en lugar de tener que castigar delitos prescindiendo de la individualidad de sus autores), nece

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