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conquista, y ya los monarcas cristianos pasan á habitar los edificios que antiguos dominadores gentiles habian hecho para su recreo; estos monarcas ceden despues su propia morada para hacerla morada del Señor: las joyas de la corona van á adornar los altares de los santos: lugares y villas del dominio real se transfieren al de la iglesia por donacion espontánea del rey, que quita y pone obispos y demarca los lí mites de cada diócesi. De modo, que siendo los reves los que nombraban y deponian obispos, los que fundaban y dotaban iglesias y monasterios, los que mandaban los ejércitos en persona, y los que administraban por sí mismos la justicia, venian á resumir por la fuerza de las circunstancias las funciones pontificales, militares, políticas y civiles de modo que por la organizacion de su código las ejercian los califas en su imperio. Pero la organizacion política de los estados cristianos no es invariable; el a se perfeccionará y se irán deslindando los podercs: la de los musulmanes es inmutable, y durarán los vicios radicales de su constitucion tanto como dure la obcecacion de los hombres en la creencia de su falso símbolo (1),

Aquel Ordoño tan belicoso, aquel monarca tan

(1) La catedral de Leon que edificó 'Ordoño II. en 916 no es, como muchos creen, la misma que hoy por su grandeza y smutuosidad arrebata la admiracion de las gentes. Destruida aquella por Almun

zor, el magnífico templo que hoy existe fué comenzado en tiempo del prelado don Manrique, hijo del conde don Pedro de Lara. Vease Risco, Esp. Sagr., t. 34 y 35.

inexorable y tan severo en sus castigos, terminó su gloriosa carrera militar pagando un tributo á la debilidad humana, enamorándose en su postrera expedicion de la hija del rey de Navarra su aliado, que hizo su tercera muger viviendo todavía la segunda aunque repudiada. La facilidad con que iremos viendo á los reyes cristianos repudiar una muger legítima, divorciarse, casarse con otra en vida de la primera, sin que ni el pueblo mostrara escandalizarse ni los obispos dieran señales de oponerse, prueba el ensanche de las costumbres de aquel tiempo en esta parte de la moral.

Fruela II. que sucede á sus dos hermanos no hace sino desterrar á un obispo y condenar á muerte à un hermano del prelado sin causa conocida. La lepra de que murió el rey dió ocasion á que el pueblo atribuyera su pronta y asquerosa muerte á castigo del cielo por aquella doble injusticia: juicio tal vez más religioso que exacto, pero que prueba como condenaba el pueblo de aquel tiempo las injusticias, y que imposibilitado de pedir cuentas al soberano que las cometiera, volvia naturalmente los ojos al cielo, y le consolaba la fé de que habia allí un rey de reyes que no dejaba impunes las injusticias de las potestades de la tierra. ¿Estrañaremos que este mismo instinto de moralidad social los condujera á buscar tambien en sí mismos el remedio posible á sus males? En vista del duro comportamiento de Ordoño y de Fruela con los

condes, obispos y magnates, no nos maravilla que los castellanos, más apartados del centro de accion de los monarcas leoneses, é inclinados ya á la independencia, tratáran de proveerse de jueces propios que les administráran justicia con más imparcialidad, ó por lo menos con más formalidad en los procesos que la que aquellos reyes habian usado; principio del ejercicio, aunque inperfecto de la soberanía, mientras no contáran con la fuerza para llevarla á complemento. Mientras la historia no haga evidente la no existencia de los jueces de Castilla, la verosimilitud está en apoyo de la tradicion y de los recuerdos históricos en que tambien se funda.

Aunque Fruela II. dejaba al morir tres hijos, nin guno de ellos ciñe la corona: los grandes y prelados llaman á sucederle al hijo de Ordoño II. con el nombre de Alfonso IV. ¿Cómo los hijos de Ordoño no habian sucedido ántes á su padre? ¿Y cómo no suceden ahora á Fruela los suyos? ¿Qué sistema de sucesion á la corona se guardaba entre los reyes de Leon? Los hechos nos lo dicen: el mismo de los reyes de Asturias, el mismo del tiempo de los godos, y lo que es más, casi el mismo que el de los árabcs: sucesion generalmente consentida en la familia, libertad electiva en las personas: las exclusiones de Alfonso el Casto en el siglo IX. en Asturias, se ven reproducidas con Ordoño y Fruela en Leon en el siglo X.

Y solo un alarde de libertad electiva pudo mover

á los magnates leoneses à poner la corona en las sienes de Alfonso IV., principe à quien sentaba mejor la cogulla de monje que la diadema de rey, y más aficionado al claustro y al coro que á los campos de batalla y á los ejercicios militares. Sin embargo, la salida de Alfonso IV. del claustro de Sahagun para vestir otra vez las insignias reales de que se habia despojado nos presenta un ejemplo práctico de lo que suelen ser las abdicaciones de los reyes, aun aquellas que parecen más espontáneas.

Nos horroriza el recuerdo del terrible.castigo impuesto por Ramiro II. á su hermano Alfonso y á los tres príncipes sus primo hermanos, y duélenos considerar que no ha bastado el trascurso de siglos para hacer desaparecer la horrible pena de ceguera here dada de la legislacion visigoda, antes la vemos aplicada con frecuencia y con dureza espantosa por nuestros monarcas á los príncipes de su propia sangre y á sus deudos más inmediatos. Siglos bien rudos eran estos todavía.

Mas si como cruel nos estremece Ramiro II., eono guerrero nos admira y asombra; y asombraríanos más, si á su lado no viéramos al mismo tiempo al briose Fernan Gonzalez, á ese adalid castellano, que con su solo esfuerzo sapo ganar para si una monarquía sin cetro y un trono sin corona. El ruido de los triunfos del monarca leonés y del conde castellano penetra en los salones del soberbio palacio de Zahara,

y avisa á su ilustre huésped, el Gran Miramarnaliu que decian los cristianos, el más esclarecido y poderoso de los Beni-Omeyas, Abderrahman HE, la necesidad de abandonar aquella mansion de deleites y de em pañar la cimitarra si quiere volver por el honor humillado del Coran. Publica entonces el alghied, y acampa á las márgenes del Tormes el más numeroso ejército musulman que jamás se congregó contra los cristianos. Mahoma y Abu Bekr no hubieran vacilado en encomendarle la conquista del mundo, porque menos pueroso era el que habia subyugado la Persia, el Egipto y el Africa, y una sexta parte habia bastado para posesionarse de España dos siglos hacía. Conducíanle Abderrahmas el Magnánimo y el veteraLo Almudhaffar su tio, vencedores de Jas, de Sierra Elvira, de Albama, de Valdejunquera, de Zaragoza y de Toledo. ¿Cómo no habian de creerse invencibles?

Al revés que en Guadalete, donde los soldados de Cristo eran los más, los del Profeta los, menos, en el Duero los guerreros del cristianismo eran infinitamente menos en número que los combatientes del Islam. Y sin embargo, el Coran y el Evangelio van á disputarse otra vez el triunfo en los campos de Simancas como en los campos de Jeréz.. No importa la desigualdad del número á los cristianos: con las contrariedades de dos siglos se ha enardecido su ardor bélico, y son los vencedores de Osma y de Madrid. Antes de cruzarse las armas se eclipsa el sol, como si esquivase

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