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mo se hacen efectivos los derechos individuales. Basta exponer este triple fin de toda ley constitucional, para comprender cuán difícil es y cuán complexo llegar en esta materia, si no á la perfección, que no es humana, siquiera á una aceptable codificación.

Para alcanzarla no ha habido pueblo que no se haya estrellado y que no haya sufrido desgracias y calamidades, pues, como dijo el poeta, no hay alumbramien to sin sangre y sin dolor.

La fórmula para resolver ese problema constitucional que, como hemos visto, tiene tres incógnitas, la encontraron los Estados Unidos desde 1787, pero con un error inmenso: dejaron subsistir la esclavitud, lo que equivale á escarnecer la libertad, y perseveraron en ese error hasta 1865. Además de error tan repugnante, los Estados Unidos en su constitución de 1787 son deficientes en cuanto á la primera incógnita ó primer fin del problema constitucional, más claro, en cuanto á la exposición de los derechos individuales. A ese propósito sólo hablan: del habeas corpus en el artículo 1o, sección 9, número 2; del efecto retroactivo en el siguiente número 3; en el 8 de la propia sección y artículo, del desconocimiento de títulos de nobleza; y por último, en el número 1, sección X, también del artículo 1o, estienden á los Estados estas cuestiones de derechos individuales. Hasta 25 de Septiembre de 1789, con las ocho primeras de las diez adiciones hechas á la Constitución, se llenó la deficiencia.

Con todo y eso, no se alcanzó en América ni la precisión ni la claridad á que por esos tiempos llegaban los legisladores franceses.

En verdad, son puntos tan difíciles en la ciencia jurídica el análisis, la síntesis y la clasificación de los derechos individuales, que aun en nuestros días controvertimos sobre el particular; porque la libertad, la igualdad y la propiedad tienen, en sí mismas, tantas y tan variadas fases y manifestaciones, y entre sí, relaciones y ligas tan íntimas, que es muy fácil fracasar en la solución de esta parte del problema.

Nadie podrá negar, sin embargo, que los treinta y cinco enunciados que preceden á la Constitución francesa de 21 de Junio de 1793, son una de las mejores soluciones, cuando no la mejor. Dicen, en lo conducente: "Convencido el pueblo francés de que el olvido y el desprecio de los derechos naturales del hombre son las únicas causas de las desgracias del mundo, ha resuelto exponer estos derechos sagrados é inalienables en una declaración solemne, para que todos los ciudadanos, pudiendo cotejar incesantemente así los actos del gobierno con el fin de toda institución social, eviten que la tiranía los oprima y envilezca; y á fin también de que el pueblo tenga siempre á la vista las bases de su libertad y ventura; el magistrado, la regla de sus deberes; el legislador, el objeto de su misión.

"En consecuencia proclama, en presencia del Ser Supremo, la siguiente declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

"Art. 1o El fin de la sociedad es la felicidad común. "El Gobierno se instituye para garantir al hombre el goce de sus derechos naturales é imprescriptibles. "Art. 2o Estos derechos son igualdad, libertad, seguridad y propiedad."

Si en esta obra constitucional de 1793, como lo observa Mr. Claretie,' colaboraron los mejores ingenios franceses, la Gironda y la Montaña, la erudición y el poder analítico de Cambacères, y la enérgica precisión de Robespierre; si merced á esta suma de intelectuales esfuerzos, ellos obtuvieron la palma sobre los americanos en el primer enunciado del problema constitucional, quedáronse no obstante muy atrás de los Estados Unidos en los dos restantes enunciados del mismo problema, y no alcanzaron, no digamos á copiar, pero ni á distinguir siquiera el sencillo secreto de la fuerza y magnitud características de la constitución americana de 1787.

De poco sirve, prácticamente, hacer declaraciones claras y elocuentes de derechos individuales si su observancia y aplicación se dejan á la sabiduría y prudencia de los gobernados y á la honradez y habilidad de los gobernantes. En tal evento, lo único que se afianza con firmeza es un estudio hermoso y convin

cente.

Para que los derechos del hombre, base y objeto de las instituciones sociales, sean reales y efectivos, se necesitan estos dos elementos, descubiertos por la habilidad de los políticos americanos del siglo pasado: primero, un gobierno demócrata, pero fuerte y tranquilo, con división é independencia perfectas de los poderes; y segundo, intervención, tranquila también, pero decisiva del poder judicial, convirtiéndolo en intérprete supremo de la Constitución, desde el momento en que

1 Historia de la República francesa, pág. 436.

cualquier gobernado alegue que una autoridad atenta á lo que garantiza la ley suprema, la cual, en conflicto con cualquiera otra (que se llama secundaria) es la que prepondera, debiendo los jueces desacatar, desobedecer la ley llamada secundaria. Ello importa, como lo nota el inteligente escritor francés, Vizconde de Noailles, que en América no rija, como rige en Europa, el sistema romano: "Non de legibus, sed secundum leges judex judicare debet," sino un principio enteramente contrario.

Estos dos elementos son el alma de la Constitución de los Estados Unidos: su gobierno es democrático, pero fuerte y tranquilo. Tienen, para el Poder Legislativo, el sistema bicamarista que conjura los peligros de que, en una sola Cámara, imperen las pasiones sobre el raciocinio. Tienen en el Poder Ejecutivo, limitado á administrar el país y á ejecutar las leyes, un solo individuo, el Presidente, cuyos consejeros nombra y remueve con toda libertad, sin que influyan para nada las tormentas y pasiones parlamentarias.1 Tienen, para el Poder Judicial, establecida la magistratura inamovible y decorosamente retribuída: únicos medios de hacerla independiente de los otros dos po

1 Llega esto á tal extremo, que muy rara vez se comunican directamente, y nunca en forma oral, ó sea, de interpelaciones é informes en el seno de las Cámaras, éstas y los Ministros.

Cuando las mismas quieren datos é informaciones, las piden al Presidente, no á un Ministro; y el Presidente envía los datos á las Cámaras, recogiéndolos del Ministro, quien al efecto los eleva, con nota, al Presidente.

A su vez, cuando éste quiere comunicar al Congreso algo importante, él, y no un Ministro, es quien se dirige por escrito al

deres. Y todos los funcionarios, del Presidente de la República abajo, son responsables de sus actos.

Los espíritus ligeros suelen preguntar: ¿cómo, si desde 1787 las emancipadas colonias inglesas encontraron la fórmula para resolver el triple problema constitucional, las demás naciones no se han limitado á copiarla, ahorrándose tantas lágrimas y tanta sangre como han vertido en busca de libertades?

No formulan pregunta semejante los espíritus que, antes que las leyes, estudian la historia y saben que los hombres son hijos de su tiempo: que en historia el nombre de un rey, de un tribuno, de un caudillo, de un repúblico, no es, por decirlo así, más que la marca con que quedan clasificados amplios géneros y vastísimas especies de hombres agrupados en torno de pasiones análogas y de intereses comunes. No oyen, sino rara vez, la voz de la razón, los intereses y las pasiones, y por tanto no es ni puede ser aquella la única guía para la marcha de la humanidad. Por desgracia, muy frecuentemente se imponen esas pasiones y esos intereses.

Que los Estados Unidos desde el siglo pasado alcanzaran el feliz gobierno que los rige, se explica y se comprende si se piensa en ese triple escudo que cada

Congreso; de allí el nombre de Mensaje aplicado á la reseña que hace el Presidente al abrirse cada legislatura.

Los votos de censura ó de confianza al Ministerio, los discursos de Ministros en la Asamblea y las discusiones y altercados en ella, entre Secretarios del Despacho y diputados, que en Europa son el asunto diario de la política, para los Estades Unidos significan algo inconcebible. Véase allí uno de los secretos, repito, de la fuerza de las instituciones americanas.

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