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nicipales y reales fueron desobedecidos, silbados y apedreados. La Majestad del cielo desacatada y escarnecida.

Despertó la nobleza y temieron los populares, que bien comprendían no era lo mismo alborotar una ciudad pacífica y desarmada que habérselas con hombres endurecidos en la guerra. Era urgente, necesario organizar la defensa, y se armaron y adecenaron adquiriendo aquella cohesión que hacía formidable á la clase militar ó noble. Ya desde entonces podían medirse con ella, porque al fin tanto valía una espada ó un arcabuz en unas manos como en otras.

Entonces nombró el Emperador Virrey de Valencia á D. Diego Hurtado de Mendoza. Ya tenía jefe la clase militar. Los agermanados así lo comprendieron y acordaron combatirle en todas formas y ocasiones. Sufría el Virrey con imperturbable serenidad sus insolentes demandas, sus maquinaciones y sus insultos. Con extraño frío valor y casi solo, pues que la mayoría de los nobles y caballeros había salido de la ciudad, desafió la cólera y la malquerencia de los populares. Llegó un día en que se extremó su audacia, y el Lugarteniente General del Reino, disfrazado y sin más escolta que uno de sus parciales, abandonó la ciudad dejando á sus enemigos libre el campo.

Era llegado el momento de utilizar la victoria. La Germanía distribuyó casi todos los cargos públicos entre sus amigos y valedores. Disponían los populares de la mayoría del Consejo General y eligieron por Jurados de la mano menor á Jaime Pons, cirujano, y á Andrés Gomis, tejedor de seda. Más tarde, Juan Caro, confitero, hombre sagaz y astuto, ocupó el importante cargo de Racional; Tomás Dassío, corredor de oreja, el de Síndico, y Micer Bartolomé Monfort y García Ugard, consejeros de los rebeldes, sustituyeron á los letrados y notarios de sala legítimamente nombrados. Guillem Sorolla, el vanidoso vellutero que abandonando su humilde telar paseaba por Valencia á caballo muy galán con pajes y lacayos, hacía juegos de cañas y otras fiestas y embelesaba al pueblo hasta el extremo de que gritase «Viva el Rey Sorolla,» fué nombrado Procurador de las baronías de Paterna, la Pobla y Benaguacil, desde cuyo castillo ejerció una autoridad poco diferente de la feudal. Jerónimo Coll, peraire, en la espectativa de ser elegido Jurado, como lo fué luego, quedó con la agencia diplomática del nuevo poder, y á los demás se adjudicaron los mejores y más altos puestos de la milicia agermanada.

Iba realizándose el programa revolucionario. Sus autores, mientras llegaba el día de exterminar la nobleza, no se dormían en procurar la mejora de su posición, aunque con ello desmintieran su desinteresado amor á los intereses populares. Quedaban por satisfacer las ne

cesidades y la codicia de la gente menuda, y bajo el pretexto de registrar las casas y los pueblos en busca de armas, se comenzó el saqueo, organizado y tan cumplido, que alguna de las víctimas alegaba á los Jurados que no le habían dejado clavos en las paredes '. No era bastante aquel recurso, y mientras se preparaban medidas más radicales, bajo el nombre de pagas á los alistados en las compañías de los gremios, se distribuían á los artesanos los fondos de la universidad. Aun así no era fácil la vida del pueblo; las subsistencias habían encarecido, la industria y el comercio languidecían, con la ausencia de los caballeros disminuía el consumo, y el constante ejercicio de las armas robaba sus brazos á las fábricas y talleres. Para remediar aquellos males la ciega multitud invadió las oficinas donde se recaudaban los impuestos y derechos, rompió las mesas, sellos y libros, y abolió de hecho todas las gabelas y tributos. Ya no faltaba atentar más que al tesoro sagrado de la Iglesia, y fué necesario custodiar y fortificar los templos para que la gente desalmada y ruin, fautora de tales escándalos, no despojara con sacrílega mano la casa del Señor.

Hasta allí sólo habían padecido los bienes muebles, y aunque en su esencia no se diferencien de los raíces, aquellos atentados podían atribuirse, según costumbre, á los vagamundos y gentes extranjeras Ꭹ desmandadas, que en verdad abundaban en Valencia; pero muy luego el elemento oficial de la Germanía, el verdadero poder revolucionario, debía intentar, fuerza será expresarlo con una frase moderna, la liquidación social. Bien comprendían los inspiradores de los populares que este procedimiento ni era realizable de improviso, ni aquella sociedad, desconocedora de los actuales sofismas comunistas, aceptaría de buen grado la realización descarnada de semejante idea. Era indispensable vestirla, disfrazarla, y de ello se encargaron los ingeniosos juristas agermanados. Acordaron, pues, los Trece de Valencia, por su consejo, y así se comunicó á la villa de Elig (Elche), que todos los señores, barones y caballeros, y otras personas que poseían ciudades, villas, castillos, lugares, heredamientos y derechos algunos en el Reino, compareciesen dentro de cierto tiempo ante los dichos Trece, y les trajesen é hiciesen manifestación de sus títulos para guardarles razón y justicia, pues si no pareciesen ó no mostrasen los títulos, ó éstos no fuesen bastantes, se mandaría hacer restitución y entrega á

Lletres misives dels Jurats à Jhoan Caro.-21 y 28 de junio de 1521.Documentos números 53 y 54 de los justificantes del Sumario histórico.Ilustración B.

la Corona Real de lo injustamente poseído. Es decir, que una junta revolucionaria de artesanos y menestrales, sin ningún conocimiento de derecho y arrogándose la jurisdicción civil, citaba y emplazaba la propiedad ante su tribunal, para disponer de ella á su placer y antojo. El acuerdo no podía ser más absurdo, pero convenía mucho sentar el precedente de que residía en el pueblo la facultad de disponer del bien ajeno, y que los derechos del propietario no eran tan justos y legítimos como hasta entonces se venía sustentando. Claro es, que la ejecución del decreto popular, sólo podía encomendarse á la fuerza armada de la Germanía, una vez alcanzada la victoria; pero tal andaban las cosas, que no era desacordado imaginar cercano el día de verla realizada.

Paréceme, señores, que la significación de este importante hecho no puede ser dudosa; mas por si acaso lo pareciera, quiero esforzar la argumentación con un nuevo dato. Él ayudará á descifrar el pensamiento íntimo de los agermanados.

La propaganda de la santa obra, como en su pueril entusiasmo apellidaba Juan Lorenzo á la asociación popular, se había propagado á Mallorca. Los nuevos agermanados pasaron de aquella isla á Valencia para proveerse de armas, fraternizar con sus hermanos, procurarse sus ordenanzas é instrucciones, é iniciarse en sus misteriosos proyectos. Con efecto, los de Mallorca fueron recibidos y obsequiados por los Trece, asistieron á sus conciliábulos, y provistos de armas y consejos, regresaron á su país, bien decididos á imitar el ejemplo de sus amigos de la Península. Las informaciones judiciales y los expedientes de la época, cuyo conocimiento debo á la amistad de un ilustrado escritor mallorquín, revelan en sustancia cuáles debieron ser aquellos consejos.

El zapatero Pedro Artés, recién llegado á aquella isla, de las orillas del Turia, decía á los jefes del movimiento balear: «¿Veamos qué sabéis hacer, que los de Valencia han degollado en el castillo de Murviedro más de veinte caballeros y se han repartido todos sus efectos; veamos qué sabéis hacer?» Y antes de ocho días la lección fué tan bien aprovechada como lo demostraron el saqueo y la matanza del castillo de Bellver. Algunos predicaban que «hasta degollar todos los clérigos, frailes, tiznados y mujeres, nunca tendrían sosiego» 2. Bartolo

Libro de Informacions sobre 'ls agermanats de Ciudad, núm. 706.Archivo de Mallorca.

Informaciones núms. 377, 461, 536, 699, 880 y 1.039.-Expedientes números 828, 1.047 y 1.084.

mé Nebot, tejedor de lana, y otro de los embajadores, decía una noche sentado en la acequia de San Miguel: «Hoy mal, mañana peor, ¿no valiera más degollarlo todo arreo y que nos repartiésemos los bienes? Mas yo quisiese mi parte que no fuese vinculada.» Uno de sus compañeros afirmaba: que «toda Cataluña se levantaría en hermandad, y que no habían de dejar hombres acaudalados en el mundo, y los menestrales habían de señorear.» Con este pensamiento, sin duda, el sastre Berenguer Arás, uno de los que fueron á Valencia, llevó á Mallorca varias prendas de caballero, esperanzando levantar á los artesanos. Ultimamente muchos de ellos ensalzaban en público la rebelión contra el poder real y hasta el regicidio 1.

Estas son las doctrinas que los agermanados isleños debieron aprender de los valencianos, y ciertamente, sin el cuidado con que entonces, ó después, se aniquilaron los principales papeles y documentos de la época referentes á la Germanía, se hallaría la prueba palmaria de ser uno mismo el espíritu de los corifeos del alzamiento mallorquín y del valenciano. Empero basta con lo dicho para que se forme completa convicción de su carácter, y se pueda decir que la cuestión de clases envolvía la cuestión social.

3

¿Y por qué, se ocurre pensar, después de cuanto va dicho y con la historia en la mano, por qué no triunfó la Germanía de Valencia? ¿Pues qué, no eran suyos todos los hombres de acción y aun la inmensa mayoría de la clase popular? ¿No estaban sus partidarios armados y organizados hasta el punto de poder presentar en el campo de batalla cincuenta mil hombres dirigidos por arrojados y bravos capitanes? ¿Podía carecer de medios para la guerra, apoderados sus jefes del gobierno del país y dueños de sus recursos? ¿No había elevado sobre la muchedumbre, desde su humilde taller, á Vicente Peris, el tribuno y hombre de acción, á quien el amor del pueblo abría el camino de la dictadura? ¿Por qué, repito, no venció la Germanía?

Esta es la última y la más importante cuestión que he de examinar, si continuáis dispensándome la galante benevolencia que hasta ahora os llevo merecida.

1

Informaciones núms. 190, 360, 369, 376, 396, 975, 976, 1.025, 1.043, 1.106

y 1.156.

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Documento justificativo del sumario núm. 33.

3 Así lo manifestó Sorolla al Gobernador de la Plana.-VICIANA.-Obra citada. Part. IV, fol. 68 vuelto.

Para un pueblo trabajado por la inmoralidad y el odio de clase, y que guarda en su seno tantos elementos disolventes, poderoso estímulo era la doble idea de la venganza y del reparto de bienes que le infundían sus inspiradores, y así se explica el brío con que comenzó la lucha. Alentaba á los nobles la triste necesidad de la defensa propia y el natural deseo de castigar la insolente audacia de aquellas gentes á quienes despreciaban y aborrecían. Pero su empresa no era fácil, al menos en aquellas circunstancias, y con los elementos de que les era dado disponer por entonces. No faltaban entre ellos hombres avezados á la guerra y bravos hasta la temeridad, como el ilustre D. Alonso de Aragón, Duque de Segorbe; D. Juan de Borja, Duque de Gandía; el Conde de Oliva, D. Pedro Maza, Señor de Mogente; D. Ramón de Rocafull, Señor de Albatera, y muchos otros; empero les faltaban soldados, y sobre todo, un jefe digno de tal nombre.

Temibles eran los ballesteros moriscos que seguían el pendón de sus señores, en especial los de Benaguacil, que, capitaneados por D. Cosme Abenamir, descendiente de los antiguos Reyes moros de Valencia, con tanta gallardía combatieron á las órdenes de su señor el Duque de Segorbe, en Oropesa y Almenara; pero su escaso número no podía influir en el resultado de la campaña, y los otros moriscos, más servían de estorbo que de provecho en los trances de la guerra. La chusma levantada á sueldo, no ofrecía mucha confianza, y así se experimentó en el sitio de Játiva, que hubo de abandonarse, por las continuas deserciones, y en la rota de Gandía, en que traidoramente se pasó al enemigo.

Gozaba D. Diego Hurtado de Mendoza justa fama de esforzado y valeroso, mas también de poco diestro en el arte de regir los pueblos. Faltóle maña, paciencia y flexibilidad para descomponer la coalición de la gente menuda ' y para adormecer y desprestigiar á sus cabezas. Sin los elementos necesarios comenzó una lucha, cuyo encarnizamiento nunca previó, y consecuencia de ello fueron los desastres de Gandía, Játiva y Alcira. En Onteniente, Alfarrací, la Ollería y en los mismos Játiva y Gandía, se batió como el mejor de sus soldados; pero ni supo aprovecharse de las ventajas conseguidas, ni combinar un mediano plan de campaña, ni mostrar, después del combate, la piedad que tan bien parece en el vencedor generoso. En resumen, el Conde de Mélito fué un buen caballero, según la época, pero

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Carta del Infante D. Enrique al Emperador á 5 de enero de 1522.—Simancas-Comunidades de Castilla.-Leg. 5.o, fol. 270.

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