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LA BOLA NEGRA

(Continuacion.)

CAPITULO X

Deudas antiguas.

En la rapidez con que el proceso marchaba llegó muy pronto el dia de la vista. Se condujo al reo en coche y con escolta, y Aguilar encontró centinelas hasta en la misma puerta del salon donde estaba instalado el consejo.

En su breve tránsito vió dos rostros conocidos, que le enviaron con su mirada y su saludo la firme y enérgica protesta de su interés, su cariño y su adhesion: los del gentil-hombre Sureda y el sargento Baltasar.

Le condujeron á una pieza preparada para él, y el tribunal continuó haciendo la vista del poco voluminoso proceso; cuando terminó, se le hizo comparecer.

El conde de Alba-Rosa ocupaba la presidencia; á su derecha habia dos vocales, á su izquierda otros dos; cinco personas, constituidas en árbitros de la vida ó de la muerte de otra.

Todos estaban de uniforme: el conde llevaba pendiente del cuello el Toison, y en verdad que el inusitado lujo de honores con que se ostentaba era la revelacion más elocuente de la roedora pasion que le venia devorando el alma hacia cuatro años; el ódio: pero de aquel ódio emponzoñado que brota de pasion acerba tambien y poderosa: los celos.

Dios, porque el conde no concedia á nadie los tesoros de su confianza, Dios solo sabia que en la vida del corazon tuvo dos episodios magníficos, que en ellos gozó dos felicidades muy grandes, muy dulces, muy inefables. La una reflejaba la otra, reuniéndose las dos en un amor, en un sér,

en una hija, fé, luz, esperanza, orgullo de su vida. Aguilar se la habia robado, dejándole en torno el vacío, dejándosele con la conviccion de que su robado bien era la exclusiva felicidad de otro, y si algo quedaba por llenar en el ódio del conde, henchíalo la pasion política, ese otro ódio infeliz que hace al hermano airarse con el hermano y proscribirle.

Cuatro años hacia que el conde y Aguilar no se habian visto; en su trascurso, los cabellos grises de aquel se tornaron blancos, los negros de éste comenzaban á encanecer sobre las sienes. El primero ostentaba un entorchado más, la primera condecoracion de España-de reyes y príncipes por entonces el segundo habia perdido su espléndida fortuna, se hallaba proscripto, y para complemento de las glorias de uno y de las amarguras de otro, despues de pedirle gracia, Aguilar venia á sentarse en el banquillo como reo, mientras el conde presidia como juez el tribunal que iba á juzgarle.

Aguilar se adelantó sin embarazo: no tenia más trage que el puesto, trage característico de pueblo, pintoresco cual lo es todo lo de Andalucía, pero ajado, deslucido; y sólo su distincion, su elegancia, su frente de rey, su dignidad de hombre de honra y corazon, lo realzaban, dándole á conocer por lo que era.

El conde le miró en silencio, sin que un músculo de su cara se descompusiera, y luego con acento grave, frio más que el hielo:

-Acusado-le dijo-¡acercaos!

-Obedezco, señor presidente.

Y Aguilar se colocó en su sitio, más aquel cambio de palabras hizo el efecto de dos aceros que se cruzan: el duelo á muerte se iba á realizar.

Revestido de su carácter de juez, el conde se mostró severo, recto tambien, y tan desprendido de todo cuanto pudiera revelar su anterior conocimiento de la entidad que tenia delante como acusado, que en instantes Aguilar se preguntaba á sí mismo si aquello era la realidad sensible de la vida, ó un sueño pesado y angustioso; si el presidente del consejo de guerra ante el que habia comparecido era un general de los pocos que no conocia, ó el conde de Alba-Rosa, padre de su mujer y abuelo de su hijo.

Terminado el interrogatorio, la ampliacion de cargos, su acusacion, que fué apasionada, y su defensa, que fué breve, se le mandó retirar.

Para ello el conde empleó la misma fórmula que para abrir el interrogatorio, y Aguilar dió la misma respuesta: dos balas que se cruzaban zumbando.

A la salida, Aguilar vió los mismos dos rostros que á la entrada, sólo que uno estaba animado, casi radioso. El de Sureda.

No contento con sonreirle y saludarle siguióle, se introdujo entre la escolta, y tirándole de la jerezana, le dijo:

-La derecha es nuestra, y el centro, naturalmente, se irá con ella.

Sin mirarle para no comprometerle, Aguilar le contestó:

-Si se vá con la izquierda, te recomiendo á Carolina: de todos modos, escríbele.

¿A dónde?

-Gibraltar, fonda de España.

No pudieron hablar más.

El consejo, entre tanto, se habia declarado en sesion permanente.

Dos horas duró el debate; y como en Aguilar no habia méritos para una sentencia condenatoria, la derecha, como habia dicho Sureda, se mostró dispuesta á darla absolutoria.

Sureda se mantenia en su puesto, Baltasar en el suyo; aquel á la puerta de la sala del consejo, éste al pié de la escalera.

El presidente, conde de Alba-Rosa, oyó todos los dictámenes, dirigiendo la discusion con su rígido respeto á las fórmulas; y cuando todas estuvieron llenas, se procedió á la votacion.

La urna terrible estaba delante de él, y cada vocal tenia delante de sí dos bolas, una blanca y otra negra: la vida y la muerte,

Puestos en pié, en medio del silencio solemne que se habia establecido, los dos vocales de la derecha depositaron sucesivamente su bola en la urna. Fueron blancas.

Los de la izquierda, cada uno tenia entre sus dedos una bola; ámbas eran negras, y una tras otra cayeron en la urna, chocándose con las que les habian precedido.

El conde de Alba-Rosa era el árbitro de la vida de Aguilar; su mano enguantada descendió lentamente á las dos bolas fatales, excluyó la blanca y tomó la negra.

No latia su corazon, no se levantaba su pecho para respirar..... era el génio del ódio, que tenia en su mano la muerte.

La mano se extendió, y la bola cayó en el fondo de la urna.

El empate se habia decidido; la sentencia de muerte estaba pronunciada.

CAPITULO XI

El ruego y la amenaza

Los trámites para la aprobacion de la sentencia iban á correr tan rápidamente como los del proceso, y una vez aprobada no habia medio: la ejecucion venia en pos. Sureda, que no se habia dado instante de reposo en aquellos dias, que habia hecho cuanto humanamente podia hacerse en aquellas azarosas circunstancias por un amigo muy querido, al darle el fiscal el aviso que le tenía encargado, tomó su sombrero y se fué á casa de Ferrer.

Respondiendo á su deseo, Blanca Flor estaba sola.

-Se ha sentenciado á muerte á Aguilar-la dijo, entrando sin rodeos en la cuestion-pero como es necesario que la sentencia no se apruebe, va Vd. ahora mismo á ver á la condesa y á decírselo.

-Isabel-contestó su amiga sonriendo-no hará nada para evitar la aprobacion; si acaso hace algo, será apresurar el cumplimiento. Isabel es el aire que aviva el fuego.

-Lo sé de antiguo; pero es que ahora se está delante de la muerte.

Al pensamiento de la de su amigo, Sureda se extremecia.

-Delante de la muerte está más encendido su rencor, más exasperada, más fiera que nunca. Isabel no perdona, y va Vd. á ver la prueba.

La señora de Ferrer abrió el buró, sacó un papel escrito de mano de la condesa, y se lo mostró.

Era la delacion de Aguilar, con las señas de la casa de la calle de la Arganzuela.

Sureda lo estrujó con ira, y dijo:

-Comprendo que, además de lo ruin y traidor de sus sentimientos, tiene de la hiena lo insaciable; pero no importa; no le exijo que perdone, ni que haga nada generoso, ni noble, ni digno, porque no está en su condicion; pero esa señora ha soltado prendas muy peligrosas, y hay quien tiene en su poder su honra, su felicidad y el porvenir de su hija.

-Isabel no teme, Isabel triunfa; persuádase Vd. de esto.

-Triunfa porque cree en la impunidad, y Dios no la concede á nadie, por muy seguro que se crea. Esas prendas de que hablo á Vd. están en la mano de un hombre, y ese hombre le propone un tratado. O pone en juego toda su influencia con el conde, para que éste, por medio de la suya con el rey, logre el indulto, ó esas prendas se le entregan irremisiblemente á su marido. -No me atrevo á proponerlo.

-Blanca-la dijo Sureda tomándola una mano y estrechándola en la suya-creo que en algun tiempo he sido algo para Vd.; pues bien, por el recuerdo de aquellas horas felices, únase Vd. á mí para salvarle.

Continuó rogando y persuadiendo, hasta conseguir que el corazon sin sangre de la que habia secundado la infame venganza de la condesa se ablandara y consintiera.

Entonces la señora de Ferrer se cubrió con un velo y se fué á ver á su amiga. Sureda quedó esperándola con ansiedad. Duró esta más de una hora, lo que tardó en volver Blanca Flor, que entró en el gabinete tirando los guantes y el abanico.

Venia cenuda y alterada.

-¿Qué ha dicho?—la preguntó sin darla tiempo á que se sentara.

-Lo que una mujer como Isabel Ochando dice.

El desprecio brillaba en el airado semblante de la señora de Ferrer; se

desprendia de su mirada,

-¿Se niega?

-Y amenaza.

Sureda se sonrió, pero sus manos se crisparon. Si en aquel instante hubieran podido coger á la condesa, la hubieran destrozado y además pisoteado sus fragmentos.

-Isabel-dijo su amiga-es la encarnacion de la venganza; Isabel ve con feroz complacencia el cuadro que se desarrollará mañana ó pasado; pero se deleita con otro que es el complemento de su gloria: la viudez y la desesperacion de su hijastra.

Sureda volvió á sonreirse; pero su lábio, cubierto de rubio y poblado bigote, se extremecia con movimientos nerviosos.

-Se lo he dicho á Vd. antes, y se lo repito: está sedienta de la sangre de Aguilar, de las lágrimas de María Carolina, y correrán con abundancia. -Pero por ella misma... porque Vd. le habrá dicho lo que le he encargado.

-¡Y á fé que me pesa!

-¿Por qué?

-¡Ah! porque el carro va á seguir aplastando cuanto se ha opuesto á su paso, y particularmente en este dia.

Por tercera vez Sureda se sonrió.

-Sureda, Vd. se sonrie, y ella se rie.

Sureda se levantó, y disponiéndose á dejarla:

-Blanca-la dijo con acento firme y resuelto-sin temor de ninguna especie, va Vd. de nuevo á verla.

-¿Yo?

-Sí, porque es necesario llevarla mi ultimatum.

A la señora de Ferrer le tocó la vez de reirse.

El empeño de Sureda le pareció tomado por la insensatez.

-Sureda-le dijo - Isabel ha delatado á su antiguo amante; el conde ha puesto en la urna la bola negra que condena á muerte á su yerno. ¿Qué hay que esperar de uno y otro?

-Pues bien; si esa mujer, de peor condicion que las fieras, no se sobrepone á sus feroces instintos y permite que se derrame la sangre más generosa que corre por las venas de hombre alguno, ¡le juro, por la de Nuestro Señor Jesucristo, que se acordará de César Sureda!

Blanca Flor se levantó.

-Un aviso, y para obligarle á Vd. á que le estime, lo acompaño del mismo recuerdo que Vd. me ha hecho. Por aquellos dias felices, César, si no tiene Vd. escudo muy fuerte que le defienda... márchese Vd. de Madrid, y mejor será, de España.

-Me iré-repuso Sureda cada vez más sentido y más exaltado-pero será para no ver sus manchas de sangre y sus manchas de cieno.

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