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procedimiento, y contentarse con entresacar lo que de comparable tengan, que á veces es mucho si se procede con diligencia y se aceptan los resultados con las reservas consiguientes, como lo prueban, entre otras estadísticas internacionales, la de la poblacion, por MM. Berg y Sidenbland; la de la agricultura, por MM. Deloche y Loua; la de la justicia civil y comercial, por M. Ivernés; la de la viticultura, por M. Keleti; la de las Cajas de ahorro, por M. Bodio; la de la marina mercante, por M. Kiaer; la de las grandes ciudades, por M. Körosi; la de los suicidios, por M. Morselli; la del movimiento de la poblacion, por el ya citado M. Bodio; la de la telegrafía eléctrica, por la Oficina central de telégrafos de Berna, etc. Estos notabilisimos trabajos prueban, en efecto, que, no obstante las grandes dificultades que ofrecen los trabajos comparativos, no son todas ellas insuperables para la perseverancia y el talento, aunque aquéllos comprendan considerable número de países, como sucede con las publicaciones de que acabamos de hacer mérito.

Si la comparacion no es posible sólo porque datos perfectamente comparables en cuanto á su esencia se recogen con arreglo á distintos interrogatorios, porque no han sido clasificados en todos los países bajo los mismos puntos de vista ó porque las clasificaciones adoptadas no comprenden los mismos grupos, ya el remedio no puede presentar tantas dificultades, pues consiste exclusivamente en uniformar aquellos interrogatorios, y este es el objeto del Congreso internacional de Estadística, de que pasamos á ocuparnos.

J. JIMENO AGIUS.

(Continuará.)

LOS HOMBRES DE BIEN

ESTUDIO DEL NATURAL

(Conclusion.)

XVIII.

Gloria descansaba indolentemente sobre los finos y elegantes almohadones de su lecho, contemplando con indiferencia y hastio los caprichosos objetos diseminados en confusion artística por su lujosa estancia.

Mal cubiertos los redondos hombros por un holgado peinador de blanquísima batista, suelto el rubio cabello en doradas ondas sobre el pecho, abstraida tal vez en profundas é importantes meditaciones, deslumbraba la cortesana, á pesar de la tristeza de su semblante, medio oculto en la penumbra, proyectada por los ricos cortinajes, las sedas, las blondas, todo el conjunto de ropas que una mujer deja tras sí en el momento de penetrar en ese oculto nido, codiciado eden de las dichas conyugales.

Gloria dejaba escapar ruidosos suspiros y se incorporaba temblando á cada instante, como si viera aparecer de pronto ante sus ojos un fantasma, visible únicamente para ella, que le atormentára con su sonrisa sarcástica y odiosa.

Estas apariciones se convirtieron en realidad, al fin y al cabo. La presencia del senador hizo lanzar un pequeño grito á la jóven, quien, incorporándose sobre el lecho, abrió los ojos espantada, reclinando despues la cabeza sobre el palpitante seno, como la esclava humilde ante la dura y severa mirada del señor.

Gloria y D. Pedro se contemplaban silenciosos; chispas de fuego parecian los ojos del senador; ódio, y no más que ódio, se adivinaba en el semblante de la jóven.

Gloria, en aquellos momentos, era la leona sujeta como Prometeo á la roca de la impotencia; la sangre corria por sus venas, y se agolpaba á su cabeza como si hubiera querido ahogarla entre sus fuertes oleadas.

La sonrisa fria de D. Pedro fué acallando por completo los impulsos de rabia que se agolpaban al cerebro de la cortesana; inmóvil y silenciosa, mostró en su rostro esa expresion indiferente del idiota, que no comprende la importancia de los sucesos que se desarrollan ante sus ojos.

¿Cómo se concibe el temeroso respeto que esta mujer profesaba al senador, habiendo sido mimada tantas veces por la fortuna?

Hé aquí la explicacion sencilla de este enigma.

La mujer que por su condicion baja recibe, como Gloria, una educacion servil y rastrera, que desconoce por completo las afecciones más delicadas, los sentimientos más puros, los placeres más dulces y tranquilos; que pasa toda su infancia envuelta entre las sombras de los garitos, arrastrando sus miserables harapos por las plazuelas, acostumbrada al lenguaje soez de esa gente que está por bajo de todas las clases sociales, doblégase cobarde ante el látigo de sus opresores, á la vez que martiriza al débil cuando encuentra ocasion de herirle por la espalda.

A esta clase de séres pertenecia Gloria; ella saboreaba tambien en su pecho el placer de la venganza, siempre que ante sus plantas miraba rendido á Eduardo, antiguo calavera que de esta manera purgaba los extravíos de su juventud.

Don Pedro comprendió el carácter de esta mujer, cuya historia vulgar y poco interesante no ha de servir de ejemplo, por cierto, á los lectores.

La cortesana conoció á D. Pedro en los momentos críticos de ser perseguida por la policía, la cual no tuvo inconveniente en desistir de su empeño ante las grandes y poderosas influencias del senador, que desde entonces prodigó toda clase de atenciones á aquella mujer, subyugado por sus muchos atractivos.

La voluntad de hierro de este hombre excepcional, en medio de sus maldades, venció la pasion poderosa que comenzaba á encenderse

en su pecho; y así, pues, hízose respetar de la jóven, poniéndola una mordaza y amenazándola con entregarla á los tribunales.

Gloria rompió, al fin, sus cadenas, huyó de los brazos de D. Pedro, lanzándose desesperadamente á una lucha abierta, sostenida entre la sociedad y sus instintos de fiera. Con medios de fortuna, rodeada de adoradores por todas partes, Gloria encontró bien pronto el hombre que habia de ser en lo sucesivo víctima de su encono, y abandonándose á sus caricias, huyó con él á ocultarse en los solitarios campos de Rivalta, de donde la sacó más tarde el banquero, infundiéndole respeto con sus groseras amenazas.

No es de extrañar, una vez asentadas estas razones, que Gloria mirase al Senador á hurtadillas, y como si temiera encontrarse con los ojos de aquél, cuando, recostada en su lecho, se sintió interrumpida en sus meditaciones por la repentina presencia de nuestro personaje.

Sólo se atrevió á lanzar un ruidoso suspiro, despues de haber escuchado de los lábios de D. Pedro estas palabras:

-¿No comprendes, vida mia, que te atormentas en vano? Si continúas embebida en tan extraña melancolía, acabarás por morirte, y ya sabes que te necesito; que sin tí me sería la vida enojosa. Es menester que te animes; de lo contrario, concluirás con mi buen humor, sumiéndome en la mayor tristeza.

Gloria mostró una falsa sonrisa, que dió á su rostro cierta expresion de hipocresía, á la cual estaba ya desde hacia tiempo acostumbrada.

—Por fin, mujer-exclamó el senador--por fin se trasforma to rostro, para darme, con esa leve sonrisa, la satisfaccion que siempre me causa tu alegría.

-Gracias, señor-murmuró Gloria-ya conoce Vd. las verdaderas causas de mi pena.

-Sí, es cierto; pero me culpas en vano.
-¿Por qué?

-Porque ese amor que tan repentinamente te abrasa las entrañas, segun dices, no será correspondido aunque yo, faltando á mis deberes de padre, quitase los obstáculos que se atraviesan en tu camino.

-Sin embargo, Vd. se complace en atormentarme.
-¡Gloria!

-Ciega ya por una pasion, acaso la única que durante una vida. de azares y delirios he sentido en mi pecho, sólo escucho la voz de mis sentidos; sólo busco el objeto que ha despertado mis ánsias.

-¡Nunca te has expresado ante mí con tal franqueza!

-Estoy desesperada; el tédio más horrible me consume.

-¡Quiá! las pasiones son los únicos móviles que te arrastran á un precipicio.

-Y bien, ¿qué me importa?

-Tienes razon; tú quieres hundirte en la oscuridad de las mujeres de tu clase.

-Nada entiendo de esas filosofías.

-Pues necesito poner coto á tus extravíos.

-¡Saltaré por ellos!

-No me irrites.

-Quiero vivir tranquila.

-No se conoce.

¡Quiero amar á quien me dé la gana!

-¡Ah!...

-Estoy cansada de sufrir.

-¡Basta! ¡no me provoques!...

-Soy dueña de mis actos.
-¡Nunca!

-Nací libre, y libre soy.

-¡Mentira! Las mujeres como tú, llevan grabada en la piel desde que nacen la marca de su esclavitud y de su deshonra.

-¡No, no; aún tengo libertad!

-¡Jamás! ¡te has vendido!

-¿Conque es decir que soy esclava?

-Sí, y yo el mercader.

-Lo veremos.

-¡No me exasperes!

-¿Qué me importa?

-¡Calla!

¡Dios mio!

Gloria hundió la cabeza entre sus manos, llorando amargamente, si no de dolor, de rabia y de impotencia.

Tan pronto que vió salir á D. Pedro de la estancia, la cortesana. prorumpió en alegres carcajadas.

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