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cristianos Alhama, Loja, Velez-Málaga, Baeza, Almería y Guadix, y además fueron rendidos los caudillos más vigorosos con que contaba el reino, como Cid Hiaya, el Zagal y otros. Habiendo caido prisionero en una de las algaradas Boabdil, conocido con el nombre de Rey Chico, devolviéronle su libertad los Reyes Católicos á condicion de que, cuando los cristianos hubieran tomado á Guadix, entregaria á Granada con todos sus castillos y dependencias, y se retiraria á aquel pueblo á vivir con el nombre de duque ó marqués, y á disfrutar de las rentas y bienes que se le otorgáran. Verificada la condicion, exigieron el cumplimiento de lo tratado. Negóse Boabdil, porque alegaba que no podia, sin riesgo de su vida, entregar una poblacion que de un modo tan extraordinario habia prosperado, y que estaba resuelto á defender.

Y, en verdad, no estaba en su mano hacer la entrega, áun cuando la intentara; porque si bien, como acontecer sucede, el egoismo de los grandes comerciantes y hacendados y los poderosos capitalistas les llevaba á gustar más de la paz que de los peligros y azares de la guerra y contingencias que el patriotismo aconsejaba correr, en cambio los descendientes de los omniadas y almoravides, los abencerrajes y gazules, los descendientes de aquellos árabes tan poco dispustos siempre á pasar por una humillacion, y la de aquellos africanos más dispuestos á la lucha y la pelea que á dejarse dominar por ningun poderoso, encontrábanse resueltos á morir luchando antes que transigir, y á romper todo obstáculo que se opusiera á lo que su honor les aconsejaba.

Y, en efecto, habiendo enviado Fernando, por medio de sus emisarios, á Granada la capitulacion que Boabdil habia hecho cuando se hallaba prisionero, subleváronse contra él las masas populares, que le hubieran arrastrado á no haberlo defendido algunos caballeros. Vióse con esto el rey Chico obligado á declarar la guerra á los Reyes Católicos. Este acto era el principio del fin. Alegráronse Fernando é Isabel sobremanera cuando recibieron en Sevilla la noticia de aquella declaracion de guerra que les proporcionaba la ocasion de satisfacer sus deseos y alcanzar la gloria de ser los terminadores de la Reconquista. Aprestaron sus numerosas huestes, y entraron por las tierras del rey Chico tomando fortalezas y castillos, no sin tener que vencer tenaces y heróicas resistencias, talando campos y destruyendo mieses en aquella fértil tierra, con tal esmero cultivada como

los cristianos no estaban acostumbrados á ver y que apenas podian imaginarse.

Los hombres y recursos de que disponian los soberanos en todo el resto de España produjeron, como era natural, el que sus huestes avanzaran siempre como un torrente que todo lo invade; pero no sin que más de una vez tuvieran que morder el polvo, y el mismo Fernando se vió obligado repetidamente á retirarse. Los árabes y africanos no desmintieron en esta ocasion su proverbial bravura. Los actos de heroicidad abundaron de una y otra parte; y mientras las relaciones fueron entre combatientes y militares esforzados, hubo más de un rasgo de heróico caballerismo, de generosidad, y de honor y respeto á la palabra empeñada. No podia ménos de ser así; con distintas creencias, eran todos españoles é impregnados del sentimiento de honor que con frecuencia despierta el ejercicio de las armas, y que en todos tiempos ha sido y es, con raras excepciones, el atributo de los valientes. Al fin, el 2 de Enero de 1492 el ejército cristiano tomó posesion de Granada. La civilizacion árabe en España habia concluido. Una época de grandeza y decadencia empezaba para ella: el Renacimiento habia empezado en Europa, y España, que tanto habia contribuido para él, no tardó mucho en separarse, y áun en combatirle, obedeciendo á añejas preocupaciones y á miras interesadas de extranjera córte.

(Continuará.)

MANUEL BECERRA.

USOS Y ABUSOS DE LA ESTADÍSTICA

(Continuacion.)

X

Nada en el mundo es absoluto, y las cifras mucho ménos; así es que, despues de aquilatar el valor de éstas, el grado de verdad que puedan encerrar y la confianza que deban merecer, es indispensable consignar su valor relativo, es decir, lo que significan frente á otras cifras de la misma ó distinta índole á que se hallan ligadas, lo que representan con referencia á otros hechos ya conocidos y que pueden servir de término de comparacion.

El estadístico busca hechos, pero las cifras que los expresan no son más que la primera materia de esos mismos hechos; su valor depende de las combinaciones á que se las sujeta, y el instrumento que al efecto se emplea son las relaciones, las cifras proporcionales. Al ocuparnos de las circunstancias y condiciones que deben reunir los cuadros estadísticos, ya nos hicimos cargo con alguna extension de este particular; pues no sólo dijimos que junto al valor absoluto de las cifras debe consignarse su valor relativo, sino que indicamos además los muchos abusos que se pueden cometer en este punto. Pero es la materia tan importante, por lo que puede padecer el crédito de la Estadística á consecuencia del torcido empleo que suele

hacerse de las cifras proporcionales, que necesitamos insistir en nuestras advertencias, porque, en nuestro concepto, nunca serán excesivas.

Hay cifras que al parecer llevan en sí mismas los elementos. necesarios para dar completa idea del hecho por ellas expresado; pero á poco que se medite, se observará que esas mismas cifras que mayor sentido tienen, consideradas en absoluto, no satisfacen al que las consulta sino relacionándolas con otras de la misma ó distinta índole. Cuando, por ejemplo, se nos dice que mide 499.757 kilómetros cuadrados el territorio de España propiamente dicho, esto es, la parte de la Península Ibérica conocida con este nombre, mas las Islas Baleares, sabemos ya lo bastante para formar idea de su extension superficial, puesto que conocemos el área de un kilómetro cuadrado; pero si los mapas no nos indicáran, desde que éramos niños, la parte que nuestra nacion ocupa en el continente europeo, y no supiéramos por este medio los Estados que nos aventajan ó nos son inferiores en cuanto á extension territorial, necesitaríamos colocar por orden de mayor á menor la superficie en kilómetros cuadrados de las diferentes naciones de Europa, y sólo entónces veríamos que España ocupa entre ellas el quinto lugar, ó relacionaríamos el territorio de cada uno de los Estados de Europa con la superficie de esta parte del antiguo mundo, y resultaria que nuestra pátria representa, bajo este punto de vista, el por 100 del continente europeo.

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Tambien nos basta la cifra de 16.625.860 habitantes que dió por resultado el censo de 1877, para saber la poblacion de España en fin de aquel año; pero de ningun modo podríamos calificar de elevada ó baja esta cifra si no la comparamos con la de las demás naciones v relacionamos todas ellas con su respectivo territorio; porque así solamente podremos ver que 33 habitantes por kilómetro cuadrado, que es la poblacion específica de España, representa una proporcion bien mezquina, puesto que hay en Europa países en que corresponden á aquella unidad superficial 112, 128 y hasta 188 habitantes.

Es indudable asimismo que el ánimo parece sobrecogerse cuando leemos que en España se registran, por término medio, 491.049 defunciones anuales; pero no bastará esta cifra para

darnos idea de la mortalidad de nuestro país, si no la relacionamos con la de la poblacion, lo que nos dará por resultado 3'01 defunciones por cada 100 habitantes; y áun necesitaremos establecer nuevas proporciones si, despues de clasificados los fallecidos segun su uso y edad, deseamos precisar la influencia de ambas circunstancias en la mortalidad de nuestra pátria, pues serán completamente inútiles si no relacionamos cada uno de sus grupos con los habitantes del sexo y edad respectivos. Sólo así podremos llegar á saber que la mortalidad del sexo masculino es de 3'14 defunciones por cada 100 habitantes, mientras la del sexo femenino es de 2'88 por 100, y que al paso que hay edades en que la muerte arrebata todos los años hasta 245 personas por cada mil (en los niños menores de un año), en otras (desde los nueve años á los treinta y ocho) oscila la mortalidad entre 6 y 10 fallecidos por cada mil habitantes.

Y si esto sucede con las cifras que mayor sentido y significacion tienen por sí mismas, excusado es encarecer la necesidad que existe de reducir á proporciones todas aquellas que no tienen valor alguno absoluto, como, por ejemplo, el número de estaciones telegráficas, que nada significan no relacionándolo con el territorio respectivo, como los faros de un país, que serán muchos ó pocos, segun la longitud de las costas alumbradas; como el número de alumnos de las escuelas de primera enseñanza, que no nos dará idea de la concurrencia á estas sino comparado con el de los niños existentes en cada localidad; como el de los nacimientos clasificados segun los meses en que ocurrieron, que no nos revelará lo único que puede enseñar, esto es, la influencia de las estaciones en la natalidad, si no se calcula el número de nacimientos diarios correspondientes á cada mes, etc., etc.

Pero no es esto sólo. Sucede, además, que las cifras absolutas, no sólo no dicen lo bastante, sino que pueden conducirnos á deducciones completamente falsas si no estamos bastante. prevenidos contra este peligro. Durante el decenio 1861-70, á que se refieren los últimos datos publicados en España sobre movimiento de la poblacion, fallecieron 273.701 viudos y 400.691 viudas. Ahora bien: ¿qué prueba este dato? ¿que en el estado de viudez corren más peligro de morir las mujeres que

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