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"se poder confesar; y yo a ninguno se la dí antes que me de"jase cédula, firmada de su nombre, cómo quería y pedía tasa "para descargo de su conciencia..... Y desta manera cuasi to"dos me dieron cédula cómo pedían tasa.....

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Asombra el considerar, desde esta lejana perspectiva de siglos, la extraordinaria energía del anciano, quien tras de poner a raya a sus propios y negligentes y culpables colaboradores de sacerdocio, se enfrenta con la brava población conquistadora y detiene, con la sola facultad canónica a su alcance, de cerrar los confesionarios, la despiadada explotación del aborigen. Para que la diestra consagrada se alzara sobre el pecador y le abriere las puertas de la salvación, tenían que pedir tasa de trabajo de los indios encomendados, y nada más odioso, para aquellos hombres que habían venido a esta última porción de un mundo desconocido a amasar rápida y fácilmente la riqueza, sirviéndose de la raza primitiva como de animales de trabajo, que ese nombre de tasa, por el cual se reconocían a los naturales los derechos de todo ser humano a satisfacer sus necesidades por medio de la justa recompensa de su labor. La resolución del Obispo volvía a hacer resonar en los oídos de los explotadores de la tierra y de las minas el nombre de una legislación vanamente intentada veintiún años antes en Chile, la Tasa de Santillán, que limitaba el servicio personal y obligatorio de todos los indios de cada encomienda a una cuota señalada para cada una; que obligaba a los amos a pagar los servicios, también a alimentarles, a darles herramientas para sus propios cultivos, a sembrar porciones para ellos, a doctrinarles, a curarles en sus enfermedades. En suma, el Obispo exigía a sus hermanos de raza, bajo pena de perdición eterna por suspensión de sacramentos, que pusiesen en práctica la doctrina confesada de que todos los hombres son hijos de un mismo Padre Creador.

¡Qué inmensa soledad sentiría Fray Diego en su misión! La tierra que regía no le procuraba otra reminiscencia de los horizontes que le fueron habituales que el nombre de Nueva Extremadura; la otra Extremadura, aquella donde se asentaba el pueblo natal de Medellín, era un grato tablero de poblaciones y caseríos, transitable en breve jornada de casa a casa amiga o familiar, de convento a convento; en cambio, acá todo era misterio y zozobra, lengua primitiva, almas herméticas, y todo sonaba en sus oídos como violencia, abuso o prevaricación. Sólo la fe en su Dios le sostenía; sólo la conciencia de haber sido llamado para conducir rebaños desde la tiniebla terrestre a la luz ultraterrena, aconsejando con dulzura cuando se podía, esgrimiendo el látigo contra las ovejas descarriadas, exorcizando magias. Allá hacia el sur, sabía que otro pastor ejemplar, el Obispo San Miguel, padecía las mismas soledades y aplicaba los mismos rigores; pero entre Santiago y la Imperial mediaban distancias y riesgos que hacían la comunicación tardía, si no impracticable.

El Arzobispo de Lima, don Toribio Alfonso de Mogrovejo, reunió a los dos pastores chilenos: seis años, añadidos a la ya larga carga con que

llegó del Perú, contaba Fray Diego cuando, obediente al mandato jerárquico del santo varón que le convocaba a Concilio en Lima, donde acababa de asumir la arquidiócesis desde la cual pasaría a los altares, se trasladó a la capital de los reinos australes. Y otro año correría, tras inevitables postergaciones, hasta el 15 de agosto de 1583, en espera de la inauguración pomposa de la solemne reunión. El desfile por las calles de Lima de mitrados venidos de extensas latitudes, de aquende y allende la alta cordillera andina, seguidos por la Audiencia y el Virrey, debe de haber servido de gozoso sedante a los dos prelados chilenos que del desvalimiento de las diócesis sureñas habían pasado a un remedo del fausto religioso en las ciudades de su tierra natal, y que habían cambiado los problemas meramente prácticos de la conducta individual de sus feligresías por la consideración de temas de más honda y general especulación. Mayormente pastoral parece haber resaltado en tal ocasión la figura de Fray Diego que la de su compañero, pues quedan testimonios de que éste se dejó arrastrar por su temperamento apasionado.

Antes de celebrarse la última reunión del Concilio, hubieron de regresar a sus diócesis los dos Obispos; el retorno de Fray Diego fué ya el definitivo, pues al siguiente Concilio a que convocó el Arzobispo Mogrovejo, en 1591, los achaques invencibles le obligaron a hacerse representar por procurador.

Terminada la construcción de la catedral santiaguina y establecido el seminario, entregó Fray Diego a la balanza divina su alma y su labor, y en 1592 descendió a la merecida paz del sepulcro.

Con la excelsa figura de Fray Diego de Medellín se abre, en verdad, la historia orgánica de la Iglesia chilena: los dos vanos ensayos anteriores de constituir la nueva provincia eclesiástica bajo las órdenes de un varón en la plenitud del sacerdocio, y el largo régimen de sede vacante que, a la muerte de los dos, se sucedió parecían haber condenado a la Nueva Extremadura a la anarquía espiritual y al relajamiento de las conciencias, como también habían acarreado el abandono de la catequización de los indios. Llegó de Lima el franciscano enérgico, y todo entró en los rieles perdurables.

Y en tan distintos perfiles como los tres que se sucedieron con la designación de obispos de Santiago, puede verse un compendio del clero y aun de la raza española: hubo el hombre de acción y de aventura, semejante a todos sus compatriotas que, en la península ibérica y más tarde en las Indias, amaba con predilección la vida arriesgada y no temía entregarla en buena lid; hubo el fraile virtuoso pero sin dotes de creación externa; y hubo finalmente el fraile ansioso de la organización eficaz. Sólo faltó el místico que despegaba la vista de la tierra y se derramaba en diálogos silenciosos con la divinidad.

La "mita" de Potosí

Por ALBERTO CRESPO RODAS

Durante dos siglos y medio una crecida población de aimaras y quechuas nativos de lo que es hoy la región occidental y altiplánica de Bolivia y el territorio andino sur del Perú, estuvo sometida a un régimen de trabajo forzoso implantado por los españoles. Desde las cercanías del Cusco, desde los bordes del lago Titicaca, los indios fueron compelidos a trabajar en las minas y socavones del Cerro de Potosí, situado casi mil kilómetros al sur. A ese trabajo obligatorio, con remuneración simbólica, se le dió el nombre autóctono de mita, que quiere decir turno, relevo. Además de su extendida duración lo tipificaban las duras condiciones que suponía, entre las cuales estaba, en primer lugar, su implacable rigor.

La mita fué sin duda uno de los hechos sociales más profundos que registró la vida colonial de la América hispana, pero eso no ha impedido que sea imperfectamente conocido. Está aun por hacerse un examen apropiado de esa larga experiencia, que coloque el conocimiento del problema en su verdadera realidad.

Es cierto que tuvo efectos devastadores sobre la integridad física de la población y seguramente fue causa de elevadas mortandades, pero sus peores consecuencias se reflejaron en el terreno demográfico de la parte más densa del Perú, porque desarraigó a comunidades y pueblos enteros de sus tierras primitivas, arrancó a los agricultores de sus campos y los dispersó en medio del desorden y la anarquía de la huída y la evasión, provocadas por las duras imposiciones del método. La economía general, basada hasta entonces en la agricultura, sufrió un largo y destructor impacto. Paradógicamente, la mita debilitó internamente a todo el país y perjudicó a la misma Hacienda española. Examinada a través de documentos de la época (1), fué una medida errónea sostenida a lo largo de 250 años y para la cual nunca se pudo hallar la solución de recambio, a pesar de que existió en el fondo de las, preocupaciones españolas un permanente y sincero deseo de suprimirla en cuanto se advirtieron sus efectos adversos. Fué como un mal soportado por el fatalismo español, pero nunca aceptado.

Cuando los españoles llegaron al Perú, cincuenta años después del descubrimiento de América, la evolución misma de la Conquista había acabado con los procedimientos esclavistas del comienzo y para entonces pre(1) Este trabajo, redactado a base de documentación existente en el Archivo General de Indias, en Sevilla, se refiere de manera especial al siglo XVII.

valecía un régimen de contratación de trabajo más o menos libre y voluntaria. Cuando se descubrió el Cerro de Potosí, en 1545, los mineros conseguían mano de obra abundante a un salario de nueve pesos por semana. Era la más grande riqueza argentífera de América, su producción era generosa y daba para pagar remuneraciones tenidas como razonables. Pero transcurridos unos veinte años y agotadas las vetas más ricas de la superficie y cuando la explotación obligaba a efectuar trabajos a mayor profundidad, el costo de producción aumentó y los mineros adujeron ante las autoridades que no podrían proseguir sus labores si no se aplicaba alguna forma eficaz de ayuda.

Fué por entonces, alrededor de 1570, que se inventó un nuevo mé todo para el beneficio de la plata basado en el uso del azogue, en reemplazo del costoso de "fundición", empleado hasta entonces. Eso daba la posibilidad de reducir el costo de las explotaciones, pero también supo. nía un cambio de maquinarias e instalaciones, o sea un crecido desembolso. Los empresarios mineros dijeron no estar en condiciones de soportarlo si no se les auxiliaba con alguna facilidad o ventaja sustancial. Entonces -1574— convencieron sin mucha dificultad al Virrey del Perú Francisco de Toledo, que visitaba Potosí, a dictar las Ordenanzas de la Mita. Pronto la producción, alentada por el nuevo proceso del azogue y por la concurrencia obligatoria de indios con salarios bajos, registró un notorio repunte. Así comenzó la mita.

Los españoles, al llegar al Perú, encontraron que la existencia del Imperio de los Incas se basaba en una férrea sumisión impuesta a sus vasallos. Era un Estado paternalista y justiciero, preocupado por el bienestar de sus súbditos, pero al mismo tiempo opresivo y riguroso. Para obtener de ellos un rendimiento que satisfaciera las necesidades del Imperio, se les imponía fuertes contribuciones en esfuerzo o en especies. El indio aimara o quechua de las sierras andinas, no amaba el trabajo, se dijeron los españoles, entre otras cosas porque sus apetencias en la vida era y hasta hoy lo siguen siendo mínimas y rudimentarias. En cierta forma, el choque de las civilizaciones hispánica e incaica opuso dos formas de existencia que se diferenciaban, entre otras cosas, por la suma de satisfacciones que cada una aspiraba a extraer de la vida. Los indios eran de una sobriedad que se aproximaba a un estado de hambre, las comodidades que buscaban eran de tipo primario y se reducían al final a una vivienda construída con paredes de tierra y techo de paja, una vestimenta sumaria de fabricación doméstica y una alimentación que distaba de ser esencial. No pretendían sino llenar esas exigencias, que no alcanzaban siquiera a un nivel vital y, por lo tanto, tampoco les era necesario desplegar un gran esfuerzo ni una intensa actividad. Esa actitud se confundía con el ocio y la pereza. Juan Matienzo, eminente jurista y Oidor de la Audiencia de Charcas, decía en su libro “Gobierno del Perú", escrito alrededor de 1570: "Conténtanse (los indios) con lo que han menester para una semana, no trabajan más que para aquello para co

mer y beber aquella semana; son enemigos del trabajo, amigos de la ociosidad y de beber y emborracharse e idolatrar..." Era un juicio ampliamente compartido en esa época.

Las Ordenanzas del Virrey Toledo.

Para los aborígenes no era desconocida del todo la explotación de los metales preciosos, pero éstos tenían una aplicación diferente a la que podía darle un europeo y, por consiguiente, un valor distinto. Habían explotado hasta entonces el oro y la plata en cantidades relativamente reducidas, únicamente para dar relieve al culto divino o al esplendor de la corte imperial. Cuando llegaron los españoles y vieron que la abundancia del oro y la plata podía ser aprovechada mediante un trabajo sistemático, utilizando la mano de obra proporcionada por el nativo, éste se resistió hasta donde pudo, a someterse al duro esfuerzo de las minas. El indio amaba todavía menos el trabajo de las minas, porque era una actividad nueva para él, dura y ardua. Además, ancestralmente, había sido agricultor. Por eso, cuando el Virrey Toledo llegó a Potosí, los dueños de las minas tuvieron a su favor un poderoso argumento, la invencible resistencia a esa faena, para convencerle a establecer el método coactivo de la mita.

En Potosí siempre había trabajado, desde el descubrimiento de las minas de plata, un número indeterminado de indios voluntarios, a los cuales se denominaba "mingas", pero no suficiente para cubrir las necesidades de mano de obra. Recibían éstos al comienzo un salario de nueve pesos por seis días de trabajo a la semana, y que después fué rebajado a siete.

Los empresarios mineros necesitaban siquiera otros 4.500 trabajadores para dar a sus negocios el impulso debido. Dispuesto el Virrey Toledo a proporcionárselos por medio de una especie de conscripción forzosa, decidió sin embargo no someter a los 4.500 indios a un trabajo continuo que durase todo el año, sino formar tres turnos, cada uno integrado por esa cantidad. Cada turno tendría una semana de trabajo, seguida de dos de descanso, o sea que en total estarían en labor cuatro meses a1 año. por ocho de paro. Para llenar los tres turnos o mitas, se requería reclutar 13.500 indios por año.

Para obtener ese número se debía recurrir a la población de las provincias situadas entre el Cusco, al norte, y Tarija al sur; y desde Atacama, en el borde del Océano Pacífico, al comienzo de los llanos amazónicos, hacia el este. Pero como en ese territorio había zonas con climas y temperaturas cálidas o tropicales, se vió que se debía excluir de la obligación a los habitantes de estas últimas regiones, para no someterlos al brusco traslado hacia un ambiente alto y frío como el de Potosí.

Se hizo, pues, una neta discriminación. Habrían 16 provincias (2),

(2) Las provincias "obligadas" eran Porco, Chayanta, Cochabamba, Paria, Chichas y Tarija, Carangas, Sicasica. Pacajes, Omasuyos, Paucarcolla; Chucuito; Ca

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