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Cuando luego retoña, como el heno segado, más vivaz y más espeso, ya se vislumbran apenas hacia oriente y mediodía los agonizantes destellos de la estrella latina y los ojos del universo son llamados a la vasta, lóbrega, densa y desconocida nube que viene del Norle, y así puede traer en sus entrañas la lluvia que fecunda como la tempestad que asola; así la ráfaga que limpia y sanea, como la centella que abrasa y postra.

El mar le trae entonces nuevos enemigos; el mar, enemigo original suyo, que le ciñe y hostiga con su fragor y su espanto, con sus olas y su extensión ignorada, sin límites, sin fondo, sin sosiego; el mar, que imprime su terior y su misterio a cuanto con él se compadece y relaciona, al ser que le habita, a la nave que le surca, al meteoro que le inflama. Contra aquellos enemigos defiende, no siempre con ventaja, hogar e hijos, tierras y mazorcas: lo desconocido de su origen y su camino, lo extraordinario de su valor y de su audacia, lo nuevo de su rostro, de sus armas, de su arreo, hablan más recio a su generoso espíritu que las fogosas iras marciales o la emulación envidiosa de la venganza, y lo conserva en su memoria, lo transforma, lo reproduce en su fantasía, lɔ pinta en sus narraciones, lo transmite a su descendencia, en la cual será gloriosa porfia la de afirmar su estirpe tanto entre los patrios paladines como entre los invasores extranjeros (1).

Porque el culto de los mayores, la devoción a lo pasado, el respeto profundo a la estirpe, fué añeja calidad de nuestra gente. Mostráronlo temprano; conserváronlo siempre y honráronse de ser archivo de la edad primera del renacimiento histórico de la patria.

De ellos venia aquel buen Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, que decía que «era peregrino o nuevo entre españoles el linaje que en la montaña no tenia solar conocido». Y decía bien, porque en la montaña lucen como en heráldico musco, armiños de los Guzmanes, calderas de l ́s Laras, banda de los Mendozas, panelas de los Guevaras, mote angélico de los Vegas,

(1) Véase el origen de los Velascos.

roeles de los Castros, veros de los Velascos; texto original y primitivo de los anales patrios, única letra viva durante siglos para el pueblo que de otras letras no sabia; cifra elocuente y compendiosa de determinados tiempos, de determinadas leyes, de determinadas creencias, de determinados vínculos sociales; no lisonja exclusiva de la soberbia, ni ostentación vacía de la vanidad y pábulo de la ignorancia; prenda de viriles servicios y viriles recompensas; voz figurada de los muertos que hablaba perennemente a los vivos de lealtad, de valor, de olvido de si mismo, de necesario y nunca regateado sacrificio; corona de merecimientos cuyo pago, para ser cumplido y dejar al deudor satisfecho, había de extenderse más allá de la vida del que los granjeaba y extenderse a sus hijos y descendencia. ¡Grandeza inmensa de alma pensar que de señaladas acciones el pago no era bastante si no alcanzaba a los hijos; y dar la vida y solicitar la muerte, nɔ por propia ambición, sino para blasón de la raza!

Pueblo paciente y constante, que alli donde los efluvios tropicales enervan la fibra criolla o el ardor meridional adelgaza y consume la escondida virtud de la perseverancia humilde, trocándola en suelta y ostensible viveza de ingenio, allí está probando su virtud nativa, vueltos los ojos del alma acaso hacia la patria, pero sin dejarse morder por el venenoso diente de la nostalgia, paciente y previso", sobrio y ahorrado, inteligente y cauto. La esfera de aplicación o de ejercicio de la actividad humana se muda con los tiempos; pero tanto cuando el trabajo la fecunda como cuando las armas la ensangrientan, sirve de campo de batalla al trabajo y a las armas, aquella tierra cuyas gentes carecen de paciencia y brio suficientes para vedarla a extraños, para convertir en grandeza y beneficio propios las condiciones intimas o externas de su nativo suelo.

Ya que nos tocó nacer en días de postración y de tristeza hagámonos fuertes contra el desaliento; para el animoso no hay camino completamente exhausto de merecimientos; los encuentra el buen soldado, en retiradas, en derrotas, en catástrofes supremas de su desbaratada hueste; la resignación no ha de

ser flaqueza, sino vírtud; no ha de consistir en desesperar, sino en resistir; no ha de dar paz a la mano, fiando en que sus brios son estériles; no ha de aflojar el corazón, porque sus alientos no serán premiados con pa’mas que ve y envidia en mano de más afortunados.

Si veis mi libro bien recibido, será razón que os pruebe cuán dispuesto está el ánimo de nuestros compatriotas a acoger lo que a nuestra patria se refiere; si le veis desdeñado, séaos estímulo a pretender con más vivo afán lo que él no alcanzó.

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OR tan concisa manera, en cuatro versos puestos cabe un escudo en los estrados de su casa municipal, describe la villa su blasón, pinta su retrato, y apunta varios indicios de su historia. Padeció guerras, erigió altares, armó galeras, adiestró arponeros; fué militar, devota, marinera, comerciante, y a los ojos de quien, llegándose por mar, descubre aquel extraño arco tendido entre dos peñas coronadas de adarves la una, de pórticos la otra, el heráldico bosquejo conserva su parecido.

Pusiéronla sus fundadores sobre las rocas peladas que bate el mar: ¿era espía del agua, centinela de la tierra, fortaleza, puerto, amenaza o refugio?

En su cóncavo seno ofrecía amparo a las naves la naturaleza contra las iras de la naturaleza misma; para ampararlas del hombre, hubo el hombre de fundar murallas. Castro las tiene desde muy antiguo, y al ser ahora derribadas, ofrecen testimonios del segundo siglo de la Era Cristiana en monedas de Marco Aurelio Antonino y su mujer Annia Faustina, halladas entre la argamasa de sus paredes.

Tomó la fortaleza nombre de la población que había de defender, situada en paraje más bajo y accesible, abierto al enemigo aventurero, a quien no podía detener de cerca con la robustez, ni amedrentar de lejos con la traza soberbia de tobaluartes.

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Tres edades humanas están allí representadas en el cantil de la costa, dentro de una distancia de media legua: Urdiales, la aldea primera, agrícola y pescadora, alimentada por la mar y el campo, tranquila, pobre y estacionaria; Castro, la villa, la sociedad armada, armada por necesidad para defender lo adquirido, nutriendo su fuerza de la más pura sustancia de la aldea, y por la posesión de la fuerza conducida al abuso de ella, a su castigo, el recelo constante de los más fuertes, y el constante desvío de los más débiles; y en fin, la playa, la empresa de ayer, la industria nueva, que por encanto establece, mejora, modifica y crea; que a su vez mina la fortaleza, echa por tierra sus muros, y llama a sí y absorbe y emplea en provecho propio los elementos vitales que a duras penas existían dentro del angosto recinto de piedra.

La letra de sus armas es, sin embargo, a pesar de sus creces y mudanzas, la más excelente pintura que de su romántica fisonomía tendrá nunca la vieja Flaviobriga.

Tal la recordaba mi memoria, vista una y otra vez desde la cubierta de un buque en juveniles días; ahora, llegando por tierra, y con ánimo de hacer posada en su recinto, ofrecíame Castro nueva fisonomía, en nada parecida a mi recuerdo: una torre gótica sin chapitel levantada al borde del agua; espeso caserío apretado como un enjambre en torno de ella, y la ancha cinta de una carretera que le añuda y corre a una y otra

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