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parte siguiendo hacia oriente y ocaso los quebrados contornos de la costa.

El fondo, sin embargo, del paisaje no variaba: mar y cielo eran los mismos; azules, profundos; iguales colores tenía la tierra, verdes claros o sombríos, manchados a trechos por las cenicientas peñas de la costa; iguales rumores volaban por el aire, el ronco y vago gemido de la rompiente, el son lejano del viento en las alturas, y sus trémulos susurros entre las hojas, con que remedaba su inquieto y agudo silbar entre la jarcia.

Nunca parecen monótonos los horizontes de la tierra nativa; nunca fatigan la mirada; sondéalos instintivamente el alma, y siempre halla en ellos algo que responde a su sentimiento actual, y según la índole de éste, le halaga, le templa o le gobierna; para ella su luz no palidece ni se enturbia, sus términos se mudan con variedad infinita dentro del perfil que los dibuja, y blandamente arrastrada por el deleite contemplativo, olvidase a veces de la vida que los poblara, como paisajista en cuyos lienzos no aparece, o aparece con significación escasa, la figura humana.

En cambio, al llegarse adondequiera que permanecen vestigios de poblado, como al trabar diálogo con una persona por su nombre sólo de antemano conocida, despiértase en el espíritu deseo ardiente de penetrar su vida entera, y este objeto único absorbe y ocupa las facultades todas del entendimiento.

Guerreras son las memorias más cercanas a nosotros que resucita Castro: sitiada, rendida y abrasada fué una de las heridas hechas a la patria española por el hierro y la tea franceses, y durante la dolorosa guerra de siete años, como uno de tantos escollos de su marina, oía rodar alrededor suyo el fragor de las olas humanas que se chocaban enemigas, tocada muchas veces por los tiros del combate, sin ser poderosa a hacerle cesar, o desembarazarse de los tenaces guerrilleros que infestaban sus cercanias.

Todavía conserva, como soldado viejo, reliquias del antiguo uniforme: mas ya desceñido su cingulo militar, de recelosa y

ceñuda plaza de guerra, hase tornado hospitalaria mansión abierta y franca a todo pasajero.

Iba declinando el sol cuando yo llegaba a hacer prueba personal de ello.

Sobre un ribazo a orillas de la carretera, ofrécese al viajero la Quinta del Carmen; blanca, luciente, de par en par abiertas sus verjas de hierro, síguense los curvos senderos en arenados de su jardín, súbese la escalinata del alto peristilo, y a pocas palabras cambiadas con un veterano comedido y seco que a leguas acusa marcial procedencia, se encuentra el peregrino en un cuartito de limpio y modesto adorno, donde suelta su mochila, y se apresta a descansar en consoladora compañía, abriendo sus ventanas a la fresca brisa del Nordeste, que llama en ellas sacudiendo los cristales.

No hay sol canicular cuyo fuego no templen esas ráfagas consoladoras que orean la frente, arrullan el oído, y parece que convidan al espíritu a seguirlas en su fantástico vuelo, como siguen los ojos el de una mariposa, a examinar la región que habitan, donde toman los aromas y el rocío en que bañan y perfuman sus alas.

Cede el viajero al cariñoso impulso, y desde los balcones de su albergue descubre vasto paisaje marino. Se abre la costa en seno anchuroso, cuyo centro ocupan la villa y su playa; corren al nordeste las quebrantadas tierras vizcaínas; en su oscura mole clarean la entrada de la ría de Somorrostro, las casas de Algorta que cuelgan esparcidas en la pendiente, o se agrupan al pie del orgulloso faro de la Galea, y el arenal de Plencia somero del agua, dilatándose el promontorio hasta morir en cabo Villano, cuyo espolón de piedra caído al mar, asoma aislado encima de las olas. Hacia el ocaso, se escalonan escuetos peñascos hasta los montes de Laredo y de Santoña, perdidos a tales horas en la bruma de oro derramada en la atmósfera por la luz poniente del estío, y enfrente duerme tendida la inmensidad del Océano, cuyo horizonte azul se confunde con el azul purísimo del cielo,

De esta contemplación distraen voces humanas. Los hués

pedes se cruzan en las cercanías de la quinta, y sus diálogos y su pintoresco arreo recuerdan que la actual excelencia de la villa está en las olas que mojan sus términos.

Está la playa de baños en una entrada que hace la costa al saliente de la villa, gráficamente nombrada Brazo-mar, dor.de desagua un arroyo del mismo apellido, que baja del valle de Sámano. Es un arenal estrecho, que limitan erizadas rocas, y donde vienen a morir blanda y acompasadamente las olas rechazadas por la punta llamada de Cotolino, que se levanta en la opuesta margen.

Todo allí es miniatura, fuera de la mar y el monte; todo menudo, todo reducido, pero todo proporcionado y armonioso a la villa corresponde la playa, a la playa las casetas, a las casetas la concurrencia que las usa y llena.

Las diversas escalas del universo femenino veíanse representadas en los diversos grupos, cuyas breves faldas, rojas y azules, blancas y negras, esmaltaban con crudos toques la descolorida arena. Largos rizos que despeinaba el viento, pupilas encendidas en el sol meridional, damas de blasón y linaje, y aventureras sin otras armas que las de su hermosura, con éxito lastimoso esgrimidas, en provecho del diablo. Las playas, grandes o chicas, afamadas o modestas, son tablas en que aparecen a declamar su parte de la comedia humana iguales tipos, idénticos caracteres: una es la luz que los ilumina, uno el salino ambiente que las orea, uno el son que acompaña al drama; en todas se repiten decoración y numen, en todas escenas y papeles. Salvos el número, el rostro, el habla y el vestido, las bañistas en Castro eran las que el viajero encuentra en el Lido de Venecia, y en el Biarritz de Gascuña, en la Caleta gaditana y en el Sardinero santanderino, en Brighton y en Ostende. Allí estaba la que con el cabo de su quitasol canaliza la arena, y entre rectas y rasgos dibuja disimuladamente una cifra o una fecha, tan pronto borrada como concluída; la que vaga solitaria y grave con un libro entre las manos, más hojeado que leído; la olvidada de sí misma en la contemplación sublime del paisaje; la olvidada de paisaje y

universo por un primor o un vicio de su traje o su peinado; la que marisca, saltando entre peñas y médanos, exponiendo el sin rival calzado al filo de las rocas, a la humedad de la resaca, y a la contemplación y comento de émulas y apasionados; la que se embebece y suspira contemplando el vespertino centellear de Sirio, siendo a su vez estrella en que se miran otros ojos apartados y temerosos.

Cruzábanse en el arenal o en las gradas del pabellón los que del agua salían con los que bajaban al agua, cambiando saludos y las acostumbradas frases:

-¿Está buena?

-Deliciosa.

—¡Por largo lo ha tomado usted hoy!
-Da pena dejarlo.

Quien oyese este diálogo sin noción de la escena, un ciego por ejemplo, ignorante del lugar donde se hallaba, no adivinaría fácilmente que el objeto de tan tiernas palabras es el agua del mar.

Llegóse a la orilla un hombre de poblada barba y recio busto, y entrándose por medio de los que sentados o en cuclillas estaban a mojo ásidos a una maroma, o a las manos callosas del marinero que los asistía, se arrojó sobre la espuma de una ola con el aire resuelto y tranquilo de los avezados a tales ejercicios. Sumergióse luego para salvar la rompiente, y salvada, nadó mar adentro con brazo vigoroso, levantándose sobre los anchos lomos de las olas que se sucedían. Unico nadador en aquella hora, rompía la monotonía de la escena, y, naturalmente, se llevaba la atención de cuantos en la ribera estaban; y él de lleno entregado al placer del varonil ejercicio olvidado de la tierra, ocupado únicamente del agua que le sos. tenía, del cielo que le cobijaba, embebecido en las caricias y arrullos de las brisas que oreaban su frente, de la espuma que serpeaba trémula sobre sus hombros, en torno de su robusto cuello, trepaba a la cresta de las olas, o se tendía inmóvil ercima de ellas, o giraba moviendo anchos remolinos; o sacando ccn brío el brazo y alargándole delante de sí, hería con la pal

ma abierta y tendida las aguas, y el ruido seco del azote venía hasta la orilla, alternando con el gemido de las aguas, como alternan, durante la pelea, con el fragor de las armas, las calientes injurias que inspira el enojo y el ay involuntario que arrancan las heridas.

Produce toda lucha cierta embriaguez, más ciega, más ardiente en el inferior cuando son desiguales los combatientes; embriaguez no de miedo al dolor, de miedo de ser vencido, embriaguez que se experimenta, aun cuando no sea mortal el empeño, en toda porfía, en los juegos más corteses de armas y de fuerza, y que sin duda llega a su extremo de energía cuando contienden de una parte el hombre, su espíritu y su denuedo, y de la otra una fiera de poder desmesurado, de instintos misteriosos, en cuya mansedumbre no cabe confianza, cuya cólera no puede preverse y cuyo solo amago basta a destruir, exterminar y hacer desaparecer al hombre en un soplo, en una chispa, en un átomo indivisible de tiempo.

Súbitamente oyóse retumbar una bocina, causando precipitado movimiento entre los familiares y servidores de las casetas. Dos marineros de edad provecta, descalzos, con sendas anclas bordadas en los anchos y desmayados cuellos de sus camisas azules, parecieron en la playa; dando grandes voces poco inteligibles, movían sus brazos a manera de aspas telegráficas. Eran los salvavidas, hombres diputados por el municipio para vigilar imprudencias y prevenir desgracias. ¿Amagaba alguna? ¿A quién? No seguramente al nadador, que absorto en la inefable melancolía de la tarde, más y más embebecido en su ejercicio, bogaba ya blanda y sosegadamente hacia tierra. Mas apenas afirmaba el pie en la arena entró a él uno de los salvavidas, señalado en el rostro con la misma falta que hicieron famosa Filipo de Macedonia, Aníbal de Cartago y Sertorio de España, y le denostó de temerario. Con igual calma que había recibido los rociones del mar, recibió el bañista la reprensión del veterano, y sin encogerse de hombros siquiera, salió del agua mudo y tranquilo como había entrado. Ibase diciendo sin duda que el cauto marinero entendía de

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