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te a nuestros instintos y tradicionales inclinaciones, que pocos detalles bastan a la imaginación para pintarse el edificio, comprender su armonía, la paz de sus ámbitos, y sentir la religiosa unción del templo, el áspero ceño de la fortaleza.

En la nave de la derecha, donde arranca la vuelta del ábside, se encuentra un arcosolio, adornado de tosca crestería; sobre la urna, en vez de estatua yacente, una plancha de bronce grabada muestra una figura de hombre en edad madura, largos barba y cabello, unidas ambas manos sobre el pecho en acto de orar, vestido de túnica y manto ricamente orlados, calzado de borceguí puntiagudo, sobre una figura de león y otra de hombre salvaje y velludo, que empuña un tronco.

Enciérrase la figura dentro de un gracioso cuerpo de arquitectura ojival, con varias figuras de apóstoles, que alternan con un blasón repetido y de atribución confusa, dominadas por la de un anciano con un niño en el regazo, puesta en el tímpano de la ojiva (1); alrededor, en hermosas letras de la llamada gótica del siglo XIV, esta inscripción: «† Aquí yace Martín Ferrández de las Cortinas, que finó el primer día de Marzo; era de 1409 años. † Aquí yace Catalina López, su mujer; finó a ocho días de Mayo: era de 1411 años. † Aquí yacen sus fijos Lope Ferrández, Johan Ferrández, Diego Ferrández, a quien Dios perdone.>>

(1) Después de visto el grabado que de la plancha de Castro publicó el Museo español de antigüedades, en su tomo I, creo que no miré bien el original en mi visita a la interesante villa.

No hay en el vértice de la ojiva figura emblemática de anciano con niño en el regazo. Hay una figura de la Virgen con el niño Dios en brazos. Lo que pudo parecerme mechones de barba y pelo en torno de una cabeza varonil, son resplandores de gloria alrededor de un rostro de mujer. Que la figura es de la Madre de Dios, lo pueban los cuatro ángeles de los costados; dos, los más inmediatos, moviendo incensarios; los dos más apartados, tañendo instrumentos músicos.

Los seis apóstoles a los lados de la figura principal son: la pareja más alta, San Pedro, con llave; San Pablo, con espada; la que sigue, San Juan, con cáliz; Santiago, con concha de peregrino en la mano, y la más baja, San Andrés, con aspa, y San Bartolomé, con cuchillo.

Los escudos no alternan con las figuras, están en los ángulos de la plancha las figuras a ambos lados de la principal desde el busto abajo en tres parejas

De la consideración social del sujeto dan testimonio el lugar y la forma de su sepultura; de sus virtudes personales los símbolos agrupados a sus pies. Solía ser en memorias sepulcrales la figura del anciano con un niño en brazos representación mística del tránsito del alma cristiana y de su acogida en la mansión pacífica, en el seno de Abraham: así como el león representaba la vigilancia perenne, y el salvaje humillado bajo la planta humana, las pasiones carnales vencidas y sujetas; el dibujo es puro, la composición armoniosa y rica, y la plancha pudiera ser obra de artista alemán o flamenco, en cuyos países se usaban y era mayor el progreso de las artes (1).

Adoptaron los señores castellanos estas laudas metálicas para sus sepulturas; Haro trae en su Nobiliario las que poseía la familia de Pacheco (marqueses de Villena), en su célebre monasterio del Parral de Segovia, fundación de Enrique IV, príncipe; describe alguno de sus dibujos y copia sus inscripciones (2), y debieron ser de uso frecuente en el siglo XVI, cuando Cervantes hace decir en una de sus comedias a Pedro de Urdemalas, hablando de un alma en purgatorio:

Vila en una sepultura cubierta con una plancha

de bronce, que es cosa dura.

Poníanse sobre el pavimento de las iglesias, lo cual hace dudar que la plancha de Castro ocupe el lugar para que fué destinada, y que el enterramiento que cubre corresponda a la inscripción (3).

Podemos salir de la iglesia por otra puerta que mira al Este,

(1) El docto P. Sigüenza, historiador de San Jerónimo, atribuía a mano italiana la lauda de bronce que el caballero Fernán Rodríguez Pecha, camarero del rey Don Alfonso XI, muerto en 1345, tenía en la capilla de San Salvador, en la parroquia de Santiago de la ciudad de Guadalajara, según refiere el jesuíta Pecha en su historia de esta ciudad; pero el carácter de la plancha de Castro no parece de la misma escuela.

(2) Cita el mismo Haro las de la familia de la Cueva (duques de Alburquerque) en San Francisco de Cuéllar.

(3) Está hoy en el Museo Nacional Arqueológico de Madrid.

puerta moderna, de fábrica lujosa, gusto dórico, columnas exentas y finos materiales; arco que dedica la misma iglesia a los evangélicos vencedores que, partiendo de su modesto coro, subieron a las más altas sillas de la eclesiástica jerarquía: entre los escudos y títulos de uno y otro reverendo prelado, deletrea allí el curioso los del insigne cardenal Lorenzana, que tan gloriosamente perpetuó en la metropolitana de Toledo, primada de las Españas, la tradición de los magnánimos Tenorios y Taveras.

Por este lado los muros viejos, modernos y restaurados, se atropellan y amontonan como en fortaleza batida y desmantelada por enemiga batería; una rampa lleva al faro, otra guía al castillo, otra al fantástico puente que pinta Castro en sus armas, tendido de peñón a peñón, bajo del cual se revuelcan pavorosamente las olas. La ermita, puesta sobre el alto escollo de Santa Ana, ya no es lugar santo, sino miradero, desde el cual la vista se esparce sobre la villa y su ensenada, sobre el mar y la costa. Aquí vendremos pronto a esperar la vuelta de las solas pacíficas escuadras que arma la villa contra la plateada sardina y el voraz bonito.

A espaldas de la iglesia, por cima de las tapias del cementerio, asoma el obelisco de un monumento erigido a la memoria del ardiente publicista Luis Artiñano por sus amigos y compatriotas. Temprana fué su muerte, prematuro el término de su carrera, consagrada toda a estudios fecundos, a empresas generosas. No tuvo espacio para ver los frutos de su abnegación y su entusiasmo, y gozarse en ellos; pero ¡no ha vivido bastante el hombre que logra no ser olvidado al siguiente día de expirar, y deja entre sus semejantes quienes cuiden de su gloria futura y de su recuerdo! ¿Es otra cosa la gloria que ser nombrado por los vivos, cuando ya no existe quien nos llore muertos? Quien mereció sepulcro a su patria, ése ha conseguido el precio más alto que puede tener la vida.

V

LA MAREA.-LA HERMANDAD DE LAS VILLAS

Poníase ya el sol, y las velas que parecían esparcidas por el horizonte, se acercaban unas a otras llegándose a la costa Desde el peñón de Santa Ana se las veía desfilar, saltando sobre las olas, y arriando su aparejo viraban para penetrar en la angosta gola que entre sí dejan los muelles de la dársena. Y lentas y silenciosas, como animadas de oculto espíritu, acostumbrado a la obediencia y disciplina, arrimábanse las lanchas en ordenada hilera, la proa a tierra, descansando del trabajo de la mar, sobre las aguas serenadas y tranquilas del puerto. Aprestábanse a desembarcar los marineros: unos aferraban las velas, cargaban otros con los remos, y otros se repartian las cestas de los aparejos, los tabardos embreados, en tanto que mozos, mujeres y chicos acudían a la descarga de la marea. Llaman marea los pescadores de Castro a la pesca de un día, al resultado de una jornada, a la riqueza que la escuadrilla del gremio mareante arranca a los senos del Océano, entre su partida y su arribada, desde el oriente al ocaso de cada sol.

Pronto cubrió la rampa, apilado en montones, tantos como lanchas, el copioso botín de los marineros. Había entre aquellos peces algunos tan corpulentos, que a duras penas los arrastraba un hombre membrudo. Traíanlos agarrados por el angosto engarce de la cola, barriendo las piedras con el agudo hocico, y pintando en ellas una estela roja.

Aparecían las hacinas de cadáveres erizadas de aletas curvas y afiladas como gumías árabes; en su base serpeaban hilos de agua y sangre que, siguiendo la inclinación del suelo, corrían hacia el mar o se perdían en las anchas juntas de los sillares; y los cuerpos, tendidos, despidiendo a la luz crepuscular acerados reflejos de su tersa piel, mostraban no sé qué apariencia de vida en el iris de topacio de sus ojos redondos y

fijos, y en las abiertas agallas, prontas a recobrar el acompasado vaivén de su respiración.

Nos dijeron que era interesante asistir a la subasta y distribución de la marea, y tomamos camino para verlo.

Yo suponía que el cabildo había de tener asiento en una casa vieja, semejante a las que en otras partes he visto, de las cuales aún no ha muchos años Santander conservaba alguna, con puerta y ventanas ojivas, torres transformadas en viviendas a favor de un tejado sobre el almenaje, y una escalera exterior agarrada a la escabrosa mampostería, como tronco muerto de una yedra centenaria; mas cuando en la calle adonde nos habían encaminado preguntamos a las mujeres, nos indicaron un edificio de fachada reciente y buen aspecto, decorado con molduras de yeso.

En cambio, el aposento interior, cuando se hubieron reunido en él las gentes de la subasta y dado comienzo al acto, ofrecía un cuadro de Rembrandt. Sentáronse el alcalde y prohombres de la corporación delante de una mesa, en una especie de tribunal levantado sobre gradas al extremo de la sala; cerca de ellos se agruparon algunos señores y curiosos de los estacionales visitadores de la villa; a lo largo de las paredes ocuparon asientos numerados, parecidos a los de un coro de iglesia, cuantos pensaban participar de la contienda y hacer postura; y allá en el fondo, entre la puerta y una cancela que partía el sitio, con balaustres de madera, se encontraba el pueblo. Algunas bujías sobre la mesa del tribunal, o colgadas del techo, alumbraban la escena; una tinta gris, opaca, bañaba el recinto, resultado del macilento color del revoque, del natural de la madera desnuda y del humo ambiente de pipa y tabaco; más diáfana en las inmediaciones de la luz, más obscura en los extremos, donde brillaba a intervalos el ascua de un cigarro avivada por las labios que lo saboreaban.

Pocas palabras hablaron entre sí los que presidían el acto; el principal de ellos, el que se sentaba en medio, no pronunció una sola; era un hombre maduro, seco, de rostro curtido, apretada boca, nariz aguileña y ojos amparados de pobladas cejas;

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