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RUZANDO las huertas de Urdiales, pasando entre la mar y el monte de San Pelayo, que levanta sus labradas cimas y frondosas cañadas a la siniestra mano del viajero, sale de Castro, el camino a Santander, llano, suave, limpio de polvo, porque parece que el rocío de la mar lo mata, y empapa el aire y mantiene la tierra jugosa y fresca. Brioso el tiro y descansado arrastraba el coche con vigoroso empuje; animábale con la voz y la tralla el zagal, vestido de fiesta, y deseoso de llegar a la parada de Oriñón.

¿Qué le esperaba allí? casi era de sospechar, considerando lo cuidadoso de su atavío, su aplanchada camisa, abotonada con tarines isabelinos al cuello, el pañuelo nuevo de seda carmesí toledana, ajustado al cráneo como una venda simbólica,

y sobre todo la alegría con que hacía la jornada. Seguían la carretera, en una y otra dirección, numerosos aldeanos y aldeanas; de ellas algunas con las trenzas sueltas sobre la espalda; de ellos muchos cubierta la cabeza de boina azul o roja, o el castor negro de alas blandas, traje de sus vecinos vascongados. Las mujeres se guardaban del sol con su chal plegado en cuadro, puesto sobre la cabeza, a manera del panno de las campesinas romanas; a otras sombreaba un ancho cesto cargado de fruta u hortaliza. El zagal requebraba a las que venían de frente, y restallaba la tralla a espaldas de las que seguían nuestro camino, haciéndolas vacilar bajo el peso de su carga.

Y al requiebro y al trallazo, requiebro también a su manera, contestaban las mozas con sonrisa, nunca con enojo, prueba de lo familiar que les era el diálogo.

Y tras dos juramentos y cuatro chasquidos del cáñamo y media docena de epítetos injuriosos a las bestias, se encaramaba a lo más alto del coche, y allí, serenado de su agitación se mondaba el pecho, y con más garganta que oído soltaba un cantar:

Viva el sol, viva la luna,

viva quien sabe querer,
viva quien pasa en el mundo

penas por una mujer (1).

Muy lejos de allí, a deshora de cierta noche de invierno, hería mis ojos un mote grabado en la linterna de un coche: padecer para vivir (2). Recordómelo la canción del zagal en que su autor, como todo héroe de pueblo primitivo, hacía pomposo aparato de sus méritos, aclamando como virtud lo que tal vez había sido necesidad o flaqueza; y era que la copla encerraba una idea generosa, celebraba martirios del corazón, y podía servir, bajo su forma desataviada y sencilla, de elocuente comento al conciso y profundo mote. ¡Oh!, sí; padecer es vivir,

(1) "Amar es padecer." Maestro Juan de Avila.-Carta doctrinal. (2) Mote de los Saavedras.

no vivió quien no ha padecido; padecer es sentir, y sentir es el uso más generoso y noble que se hace de la vida: padecimiento es la pasión temprana, mal pagada o desconocida; padecimiento la ambición madura, insaciable e inquieta; padecimiento es la vida toda del alma, la del alma justa perpetuamente descontenta de sí misma, desconfiada de su eterno paradero, la del alma réproba agitada constantemente, recelosa del bien que envidia y a la par desea y aborrece. ¡Qué cierto es que el sentimiento no reconoce jerarquías! a igual compás latían los corazones del caballero que orlaba con el sentido mote las fajas de su escudo, y del poeta obscuro, inerudito, que nos legó cifrada en cuatro versos la historia acaso de una vida entera, sin premio ni compensación. Cantar y divisa corren pareja suerte, nacieron de dolor, contentaron una aspiración del alma, pasan por labios indiferentes, y van a arrullar algún pensamiento solitario, tristemente recogido en lo más obscuro de la conciencia.

Tierra de caballería es esta que visitamos, tierra de blasón, donde todavía las armas esculpidas del solar dicen algo a los ojos del campesino, que torna del monte con la antigua partesana al hombro trocada en dalle segador.

Sobre un peñasco de la montaña se cubren de follaje los muros de una gallarda torre, por cuyas dislocadas piedras trepa la cabra golosa a morder los renuevos de la parietaria; cuéntanse en los contornos y en voz baja misterios de su cárcel subterránea, cerrada ya por los escombros de las bóvedas derrumbadas sobre su boca. ¡Qué de tesoros dice que encerraba! y los encierra todavía, porque si algún codicioso tentó la prueba de llegarse a ellos, tuvo lastimoso e inmediato castigo. No podía tocarlos mano de hombre, porque habían sido precio de sangre como los treinta dineros de Judas; y vedándolos a la avaricia humana, el cielo parecía ponerse de parte de los perseguidos contra sus perseguidores; no reconocía la razón del castigo, y lo que había sonado en la tierra como justicia, era a sus ojos, imposibles de ofuscar, odio y venganza. Pendón partido de blanco y negro, símbolo de paz al hermano, de muerte

al infiel, ondeaba plantado en su almenaje; bandera del templario, del pobre conmilitón de Cristo, que salía a la batalla vestido de tosco hierro, «más cuidadoso», dice San Bernardo, << de poner miedo, que avaricia en el ánimo de su enemigo». La pelea con ellos era cruel y sangrienta, ensañado el sarraceno con no esperar botín de ricas armas y preseas.

Y, sin embargo, eran opulentos, opulentos hasta cegar de envidia a príncipes y reyes, que hicieron su despojo condición de la paz y vida de sus estados cristianos; y como el despojo no era fácil por fuerza, uniéronle mañosamente a una sentencia capital; así también se quitaban de delante los testigos y víctimas de su rapacidad y celos; así también se curaban del miedo de sus latentes iras y meditadas venganzas. Pero acaso en más de un paraje, como en Castro, las piedras se derribaron sobre el oro e hicieron estéril la matanza, ocultándoselo a los envidiosos y verdugos.

Ayudaron nuestros templarios gallardamente a la reconquista, y es gloria de su Orden en Castilla haber salido limpia de toda abominación del proceso que la condenó a exterminio en todos los reinos cristianos; si tenían pecados de orgullo y prepotencia que expiar, la expiación fué dura y completa. Su historiador español Garibay los pinta, y es tristísima pintura, arrojados de sus conventos y encomiendas, expuestos a la insolencia de pecheros y villanos, acosados por campos y aldeas, mendigando asilo, escondiendo sus gloriosas divisas, despedidos de la hueste, negado a su desesperación el campo de batalla y la gloriosa tumba del soldado muerto por armas, necesitados de solicitar amparo del rey Fernando IV, para salvar su inerme y desconsolada vida. Al morir obscurecidos, pobres y odiados, purificados por el martirio, podían ofrecerse a Dios, repitiendo la letra escrita en sus estandartes, letra de los humildes y resignados: Non nobis, domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.

A una vuelta del camino desaparece la torre de los Templarios: álzanse a un lado las verdes lomas de la montaña, encima de las cuales asoma su calva mole Picocerredo, gigante

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