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la esclavitud, la separación de razas, la consuetudinaria soberbia, el odio latente que una y otra causa engendran.

El cuchillo de la realidad inexorable hinca su punta en el pecho del pobre muchacho, y comienza a hacerse sentir cuando sobre el hervor gozoso que experimenta, cae y se lo apaga de pronto el llanto de su madre a la primera nueva de la resolución tomada; porque la pobre mujer recuerda por sus nombres y con personales pormenores a cada uno de tantos como partieron a embarcarse, y que de ellos sólo han vuelto a ver a aquel a quien su hijo mira como insuperable modelo de prosperidad y dicha; recuerda que, cuando volvió, no halló ya viva a su madre, y repara en que de las diarias visitas que hacen oscilar la campana colgada en el arco de la quinta, son las más numerosas las del médico; y si su hijo sólo ve al indiano el día templado y suave en que se solaza y esponja al aire libre, ella cuenta los infinitos en que no se abren las vidrieras, y en que los criados dicen que su señor yace en cama o porque llueve, o porque pica el sol, o porque la estación es cruda, o porque amaga cambio de tiempo.

Y el cuchillo va penetrando poco a poco hacia el corazón, cuando oye que se habla de vender la vaca, o de enajenar una prenda, la de más valor que haya en casa, o de tomar dinero sobre la tierra escasa de suyo, y ya esquilmada quizás por el usurero, para mercarle su arca, su equipo, de modo que no se presente de traza que parezca que va a pordiosear, y le quede algún peso para el bolsillo, peso que en ocasiones, conservado como recuerdo y talismán y principio del trabajo bendito por las lágrimas y privaciones de la familia, ha sido origen y núcleo de la fortuna lenta y laboriosamente acumulada.

Luego se hace un voto a Nuestra Señora de la Bien-Aparecida, y aquel día es todavía día de fiesta para el muchacho, que corre por las veredas con sus hermanos y camaradas, se revuelca en los prados y trepa a los robles de las cercanías del devoto santuario.

Luego viene el día de la marcha al puerto y las despedidas, que no hay para qué pintar, pues son harto sabidos sus deta

lles. Luego llega el de esperar el embarque en el mue lle de Santander, al caer de una tarde de otoño, quizás lluviosa, de fijo triste, sentado sobre el arca roja y el colchón para a bordo que suman su fortuna y buena parte de la fortuna paterna, metidas las manos en los bolsillos, encorvado, silencioso, sintiendo más frío ahora que está calzado, y trae gorra, y vestido completo, y la estación es templada, que cuando con los pies y el cabello al aire, mal cubierto con una camisa haraposa y un calzón deforme, en lo rigoroso del invierno y en lo áspero del sel, silbaba a las cabras del pueblo y las reunía a pedradas y garrotazos para traerlas recoger.

No se ha descuidado en preguntar a su padre hacia dónde cae el pueblo, y busca entre las cimas diversas más apartadas o más próximas, cuál por su forma y perfil le parece el monte, y desde la cumbre, donde tiene fijos los ojos, baja su pensamiento el monte abajo, y asiste a cuanto pasa a semejante hora en el lugar; ve rezar a su madre, salir de la escuela a sus amigos, retozar el rebaño en los argomales, y los ojos se le arrasan; oye llorar a sus hermanos pequeñuelos, ladrar al perro favorito, tocar la oración; mira pasearse por el camino real al cura y al indiano, y vuelve a sentir confianza y fortaleza, imaginando de nuevo que todo está hecho: pasadas las amarguras, vencidos los obstáculos, y que el indiano a quien el cura no tutea y el maestro acata, es él mismo, señor ya de casa y de caudal. Y torna a aparecérsele la visión tentadora e irresistible, colmada de atractivos, limpia de las tristes compensaciones que su madre veía, y de otras que a su madre se le ocultaban; no ve, imposible que lo viera, no ve que llegado a tan excelso apogeo de fortuna, ha de echar menos los pocos años, la robusta fibra y cálida y pura sangre de que ahora goza; no ve una sola de las inquietudes que a la fortuna acompañan, ni oye el triste e importuno son de los pedigüeños y quejosos que han de rodearle. Porque es de ley que el indiano, si sudó, si padeció solo y sin amparo de nadie para juntar su fortuna, ésta pertenece a su familia; y familia de indiano, y de indiano rico, crece y se dilata fuera de toda proporción; los vecinos resultan

parientes, los afines consanguíneos, y no hay en el lugar voto, calamidad, vocación religiosa o precocidad notable, a cuyo gasto, remedio, dote y estudios no haya de contribuir forzosamente el indiano. Conviene en ello al principio, por ostentación y porque no le hace mal esto de parecer a guisa de señor antiguo, patriarca y sombra de la aldea; mas luego se cansa, y entonces oye zumbar en el aire, o se los traen lenguas oficiosas, los vengativos epítetos: «lacerioso, descastado, mala sangre, cicatero y sin entrañas».

III

AGUA Y SOL.-LA LEYENDA.-LOS VELASCOS

En tanto seguimos nuestra jornada, el coche pasa junto a una ermita de la Virgen, y desemboca en la cumbre de un cerro que domina la bahía de Santoña. ¡Espléndido panoramal ¡Qué contraste de luces y colores!

¡Qué riqueza de vida y de carácter imprimen al paisaje esas entradas que el mar hace en las tierras, rodeándose de sus verdores, dando limpio espejo a sus montes y a sus edificios, ensanchándose a tenderse en sus honduras y esteros, alargando un brazo a tomar el caudal que fluye de las montañas, y enviándoselo con el otro al ancho Océano, como ser pródigo que guardar no sabe, y para quien no fuera deleite recibir, si consigo no trajera el deleite mayor de dar!

El sol reverberaba sobre la inmensa sábana de agua, esmaltando su azul sombrío, hiriendo los ojos con el vivo centelleo de la marejada. Al NO. se alzaba el monte de Santoña, gigantesca ciudadela, cuyos verdes terraplenes y escarpes de roca viva erizan faros, garitas, reductos, almacenes y baterías: enfrente, y al pie de un cueto cónico coronado de ruinas, destacaba sus tostadas paredes el convento de San Sebastián de Anó, fundación de los Guevaras, sepultura de la madre de do. Juan de Austria; mírase en las aguas, por cima de una valla de

espinos y laureles, y detrás de sí tiene un vasto paisaje, manchado de colores, los pueblos derramados de Adal, Cicero, Bárcena. Marcando sus términos la curva ría de Marrón, ondea subiendo hacia Mediodía a regar las muertas cepas del viñedo en Colindres y Limpias. Los montes, soberana corona del paisaje, rodean la escena; los montes de cumbres sin número y sin nombre, inmobles, insensibles a los halagos de la noche que los acaricia con el beso y frescura de las nieblas, como a la gentileza del sol que los liberta de la molesta caricia.

Arrimados a los muelles de Santoña negreaban los cascos humildes de algunos caboteros, y alguna vela menuda, como pluma caída del pecho de una gaviota herida, corría la bahía empujada por el viento.

Huérfano parecía aquel mar sin escuadras, plaza de ciudad sin gente, monasterio sin monjes, taller sin obreros, colmena sin enjambres.

Mas si no a los ojos del rostro, ¿por qué no hacerlas desfilar a los de la imaginación? ¿Por qué no pedir a la leyenda lo que la realidad niega? La leyenda es de invención humana, creación de poesía con que la poesía sirve a intereses y pasiones; mas como participante de la poética esencia y sus virtudes, adóptanla los hombres, y por su poética hermosura la guardan, cuando ya la ocasión de su nacimiento es remota, y de ella ni vive raíz ni quedó recuerdo. La leyenda, como el agua, ha de tomarse cuanto más cercana al manantial, no cuando al cabo de largo y bullicioso curso han sido alteradas su limpieza y claridad prístinas.

Trabajada del mar y de los vientos entraba una flota en la bahía. Mas quebrantado por las olas el bajel que hacía cabeza, enarbolando el haron o fanal, guía de sus compañeros, ibase a pique, cuando venturosamente llegó a tocar las arenas de la playa: ¡salve!, exclamaron sus tripulantes en la lengua en que habían aprendido a orar y dirigirse al cielo (1), y para encon

(1) Eran cristianos los godos desde el siglo iv; había contribuído a extende. y afirmar entre ellos la doctrina redentora el célebre obispo Ulfilas, traducien do a su lengua original las Santas Escrituras. Vid. S. Isidoro.--Chronicon, 103 e Hist. reg. goth 7 y 8 Era CDXV.

trar luego el paraje de su salvamento les sirvió el grito de su ansia y de su alegría. Y Salve se llama al cabo de largas edades el arenal todavía.

En tanto en la opuesta orilla tomaban tierra marineros y soldados; fatigados de larga navegación, en cuyos azares habían temido perecer, perdida toda esperanza de éxito y de fortuna, sintiéronse movidos del religioso fervor que en todo corazón enciende un riesgo desvanecido, una esperanza nueva, y saludaron la costa hospitalaria con devota invocación a la Virgen, y a los bienaventurados cuya tutela reconocían, y a cuantas sagradas memorias ¡sancta omnia! eran base y alimento de su fe reciente, juvenil y robusta (1).

Eran los navegantes de la gente goda establecida en las distintas costas de Escandinavia; venían en auxilio de su raza, cuya raíz a duras penas agarraba en el suelo español, sacudida por guerras y discordias, y remontando el río, mientras lo consentían la altura de las aguas, desembarcaron dispuestos a subir los valles de Ruesga, Mena y de Carranza, para llegar a Castilla. El alto de Seña, encima de Colindres, conserva memoria del primer campamento de la hueste, y sitio donde plantó su tienda y su bandera el caudillo que la guiaba, así como muy lejos ya, en los confines castellanos, el paso de Lanzas agudas recuerda la cercanía de países enemigos o sospechosos, y la necesaria cautela de prevenir armas y acicalar su filo mellado en los primeros combates.

En tanto, el jefe del bajel piloto, se detenía en la orilla izquierda del Ason, para fundar un solar, estirpe de linaje destinado a ser uno de los primeros y más ilustres de la monarquía castellana (?). Cerca del pueblo de Carasa permanece aún la casa de Velasco, con el nombre del oficio que su fundador tenía a bordo de la flota goda (velusco, hombre del haron o faro); de aquel origen primero, trocado el nombre común en apellido,

(1) Yepes cita una escritura de Santa María la Real de Naxera del siglo IxX (año 86), según la cual ya era antigua en dicha fecha la advocación de Santa Maria de Puerto en un monasterio de Santoña.

(2) Lope García de Salazar. ---Libro de las bienandanzas y fortunas, lib. XIII.

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