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de los que se han establecido como antieconómicos é inoportunos por el obstáculo que presentaban á la formación y acrecentamiento de capitales, tan indispensables al renacimiento industrial que se despertaba en nuestra patria, habiendo suscitado quejas y protestas otros por representar gravámenes excesivos para las más modestas clases sociales. De aquí que se impone también una reforma fiscal que, sin perjuicio del equilibrio del presupuesto, procure una mayor equidad en el reparto de las cargas públicas que podría obtenerse fortaleciendo la Administración, reformando algunos impuestos como el de alcoholes y cédulas para reforzar sus productos, rectificando otros que producirían disminución de ingresos, y aspirando á suprimir algunos.

Seguramente tal reforma ni puede acometerse ni puede pensarse sin asegurarse antes de que no producirá un desarreglo financiero que sería de gravísimas consecuencias; pero señalo la conveniencia también de tener presente esa necesidad para oponerse, mientras no sea debidamente satisfecha, á pretensiones de gastos que no sean reproductivos ó cuya mayor utilidad no se encuentre suficientemente demostrada.

Esta oportunidad y esta legitimidad relativa de los gastos han de ser apreciadas con un criterio económico en vista de la situación de la Hacienda, exigiendo desde luego un plan de reorganización de servicios para determinar el orden y la preferencia de los mismos, y la graduación con que deben ser efectuados dentro de la potencia económica del país. Pero antes conviene una reforma de los actualmente establecidos para conseguir la mayor utilidad posible de los créditos con que se les dota hoy, acreditando así la Administración que los nuevos que se le concedan se invertirán en fines de utilidad general.

Por tal modo se normalizará la Hacienda, se reconstituirá el país, se desenvolverá su riqueza y podrán ser justamente atendidos todos los fines del Estado.

De lo expuesto podrá deducirse, como vengo sosteniendo, que el problema político más importante hoy es el de la Hacienda pública, en cuanto su solución es indispensable para llevar á cabo otras reformas de reorganización del Estado, por lo cual debiera ser el Pre

sidente del Consejo el Ministro de Hacienda; que no debe accederse á las excesivas peticiones de gastos que se formulen con riesgo del equilibrio del presupuesto, é impidiendo una reforma fiscal en el sentido que se deja expuesto; que en tanto se consigue la normalidad de la Hacienda, debe limitarse la reforma de servicios dentro de los créditos presupuestos ó con ligeros aumentos que no comprometan aquél; que reformados los impuestos de alcohol y cédulas para fortalecer los ingresos, y reorganizando la Administración financiera, debe procurarse, con los aumentos que se obtengan, la reforma fiscal indicada, y, por último, que logrados estos fines económicos podrán atenderse, según el grado de la utilidad ó conveniencia, otros de poder, de cultura y de bienestar nacional.

Siguiendo con firmeza la política ligeramente apuntada, se elevará el crédito del Estado, se podrá llegar á una beneficiosa conversión de nuestra Deuda, se reducirá el desnivel de los cambios y podremos aspirar á una buena situación monetaria, todo lo cual sería indicio de prosperidad en el país y de abundancia de medios con que atender á las necesidades del Estado.

Los puntos indicados, que pueden constituir un plan político de Hacienda, requieren mayores desenvolvimientos, que procuraremos

darles en otro ú otros artículos.

L

A NUEVA PINTURA ESPAÑOLA EN PA

RIS Y EN BILBAO (ZULOAGA, LOSADA, ITU

RRINO, URANGA, REGOYOS, GUIARD), POR RA-
MIRO DE MAEZTU

Hoy Félicien Fagus en La Revue Blanche, ayer Paul-Louis Garnier en la revista Larousse, el día anterior Verhaeren en el Mercure de France, y los críticos de la Gazette d'Art, de la Chronique des Beaux-Arts, de L'Eclair y de otros periódicos franceses, han hablado de diversos pintores españoles con motivo de una Exposición verificada en la Galería Gilberberg, de París. Los nombres de estos artistas, Losada, Iturrino, Uranga, Regoyos, Monturioll, son hasta ahora casi desconocidos en España. Allá han logrado desprenderse del anónimo que encubre á la inmensa mayoría de los ¡30.000 pintores! residentes, según las estadísticas, en la gran capital.

Entre las innumerables exposiciones de artistas extranjeros ha logrado distinguirse la suya, porque, al decir de un crítico, nuestros pintores permanecen autóctonos. «París les refina, les aguza, les hace florecer; pero no les deforma. Cada uno tiene y conserva su personalidad..... y expresan entre todos las cualidades que caracterizan el arte español contemporáneo: febril y ronco, áspero, caliente y cáustico, á la vez violento y terroso, rudo y soberbio, señorial, desenvuelto y movedizo, reconcentrado en terca gravedad,—impresión perpetua de carbón encendido bajo tierra y en un bosque, de donde proyecta chispas y llamaradas. >>

Estos artistas pregonan por los salones de París los caracteres tradicionales de la raza; allá se les estima como á cosa aparte, de un exotismo irreductible. Pero en España no han gustado: acaso nuestro tímido comienzo de europeización nos haga perder el amor hacia la sobriedad trágica de antaño para cobrar cariño á lo agradable y al «<confort;» acaso nos opriman como remordimientos las ferocidades del pasado..... Preferimos la alegría de los pintores que han se

guido las huellas de Fortuny á los tonos violentos de los jóvenes que se han propuesto reanudar el curso de la pintura clásica española. La sobriedad, la aspereza y el realismo apasionado del Greco, de Morales, de Velázquez, de Zurbarán, de Herrera, son ciertamente grandes cualidades; pero ¿somos ya así? ¿Es el alma española tal como Goya la sorprendió en sus Caprichos, Corridas de toros y Desastres de la guerra?.... Sé de un francés que partió para Madrid luego de haber visto en el Louvre un cuadro de Zurbarán: se proponía chocar heróicamente contra el pueblo violento que describió Próspero Merimée. ¡Imaginaos el desconcierto de nuestro hombre al resbalarse en la suprema cortesanía madrileña!

Pero los pueblos son..... como París quiere que sean. Cuando era aún vigoroso el sensualismo parisiense, España tenía que ser el país del cielo azul, las flores, las manolas, los toreros refinados y el amor. El sensualismo ha degenerado en agotamiento: trabajada la aristocracia emocional de París por las obras de Huyssmans y por las novelas unisexuales, necesita de platos fuertes-toda decadencia se enamora de la brutalidad.-Y hoy España es bárbara, porque así lo exige el paladar francés. Mientras nuestros pintores jóvenes imitaban á los suyos, París se sonreía compasivo; en cuanto han vuelto los ojos á su clasicismo nacional, París les saluda con respeto.-Y gracias á ellos las cosas españolas vuelven á estar de moda.

Lo curioso del caso es que esta escuela artística, calificada por la crítica francesa de la «joven pintura española,» y que se caracteriza por la veneración que siente hacia los grandes maestros españoles, no ha salido de Madrid, ni de Sevilla, ni de Valencia, ni de Barcelona, sino de las Provincias Vascongadas, las de menos tradiciones artísticas entre las españolas, y muy principalmente de Bilbao, la improvisada villa de Bilbao, la ciudad en que las influencias extranjeras han obrado en menos tiempo mayores y más hondas transformaciones. ¿Cómo ha podido producirse este fenómeno? ¿No merece la pena de ser estudiado con algún detenimiento?

El español aficionado á cosas de arte que se decidió á visitar una modesta galería de cuadros que, con el nombre de «Exposición de

Arte moderno,» se anunció durante el verano de 1899 en las Escuelas de Albia (Bilbao), debió de haberse quedado estupefacto ante el estrépito de colores que se ofrecía á sus ojos. La dureza de toque que en sus cuadros mostraban los pintores vascos contrastaba con la dulzura de los catalanes-Rusiñol, Casas, Max y Fontdevila, Barrau, Pichot, que les acompañaban en aquel esfuerzo artístico; la trivialidad ó extravagancia de los asuntos con el rebuscamiento de algunos simbolistas extranjeros, como Gauguin. Predominaban entre los vascos las notas violentas, los añiles exasperados, los rojos ladrillos, los bárbaros ocres, danzando sobre fondos obscuros y vagos, bajo cielos de un azul más triste y más frío que la niebla de invierno. Los mismos luministas, los fieles á las teorías de los colores complementarios, forzaban el procedimiento á punto que hubiera hecho temblar los huesos de Manet y de Ligsley. Manifestaban por punto general el desdén más absoluto hacia lo bonito y lo compuesto. Los asuntos de los cuadros: jorobados, mendigos, mujerzuelas pintarrajeadas, campos desolados, rostros lívidos, labriegas enfermizas, aldeanos sórdidos, héroes de escenas brutales ó insignificativas, desagradaban como rechinamientos. Y aun en las notas suavemente humanas que por contraste hacían resaltar aquella orgía de violencias negruzcas, se notaba una exaltación paradógica de los morados, los violetas y los naranjas; un desbordamiento de caricias sensuales, síntoma del cansancio inminente y de la próxima separación.

Una mirada superficial hubiera confundido la «Exposición de Arte moderno» con aquéllas en que los grandes manicomios extranjeros muestran al público científico las creaciones de la insania. Se cuenta de un artista académico que al penetrar en las Escuelas de Albia se echó las manos á los ojos y volvió la espalda horrorizado. Parecía, á primera vista, que aquellos pintores desconocían en absoluto la técnica de su arte. Era preciso acercarse para comprender que la conocían demasiado y que, por conocerla á fondo, trataban de romper bruscamente con las «martingalas» aprendidas en los talleres de París. ¿Cómo desconocerla si todos ellos se habían formado en la capital francesa, precisamente cuando las innovaciones aportadas á la técnica pictórica por los impresionistas, los simbolistas, los puntillistas y los naturistas, al cabo de veinticinco años de lucha

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