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En tal competencia continuaron, tras los eruditos, los poetas artísticos; éstos con más sincera intención, pero también con cariño que mata. A fines del siglo xvi los poetas, no contentándose ya como antes con glosar los romances, se pusieron á imitarlos con afán; claro es que á su manera: deteniéndose en las descripciones ó los monólogos, cargando la mano en el lirismo ó en las sentencias, tomando tono retórico..... cada uno según su gusto; y se formaron colecciones como la Flor de romances nuevos, con los flamantes productos del gusto reciente.

Efecto de estas dos concurrencias fué que al comenzar el siglo xvii, cuando se publicó el titulado Romancero general, ya los romances viejos estaban casi enteramente olvidados, y en cambio dominaban los de estilo morisco, que fué el favorecido de la moda artística. En vano algún poeta del mismo Romancero lamentaba el olvido de los viejos asuntos y el favor exclusivo logrado por el nuevo gusto:

Renegaron de su ley

los romancistas de España,
y ofrecieron á Mahoma
las primicias de sus gracias.
Los Ordoños, los Bermudos,
los Sanchos y los de Lara,
¿qué es de ellos y qué es del Cid?
¡Tanto olvido á gloria tanta!
Justicia, Apolo, justicia
vengadores rayos lanza

contra poetas moriscos
que la tu deidad profanan;
dales calambre en sus diestras

y en sus voces dales asma.

Ya no se volvieron á recoger más romances viejos. Y aun los mismos causantes de su olvido, los romances eruditos y artísticos, vinieron á su vez á olvidarse por completo durante el imperio del pseudo-clasicismo francés.

La reacción vino de Alemania. Grimm, en 1815, formó la primera colección moderna de romances viejos; Depping, en 1817, otra de varios estilos de romances, y este impulso se perfeccionó y maduró en España,

produciendo la primera edición del Romancero de Durán (1828-1832).

de

La obra de Durán no significa sólo un mero esfuerzo de erudición y critica, sino que además representa una revolución en el orden puramente estético ó literario: la revolución romántica. Durán, que, como todos, había seguido el sendero trillado de reprobar la literatura patria que mal conocía, de «despreciar en público lo que en secreto admiraba,» tuvo el vigor reflexivo de sacudir la esclavitud intelectual y proclamar que la verdadera originalidad é independencia debía nacer de la fecunda unión del pasado con el presente; por eso confió en que el conocimiento del Romancero y de otras obras antiguas semejantes contribuiría á despertar el entumecido ingenio español. Y así fué: que el Romancero de Durán tuvo su parte en el triunfo del romanticismo, difundiendo la antigua materia legendaria, rehabilitando el antiguo metro narrativo, que volvió á ser empleado por los poetas modernos. Cuando Durán publicó la segunda edición del Romancero, que se hizo necesaria en 1849-1851, podía decir: «Nunca me pesó haber acometido tamaña empresa, pues el tiempo y los hechos han demostrado que la idea que la presidió era fecunda.>>

Los que continuaron y mejoraron la obra de Durán son los que mejor encarecen su mérito: Wolf y Menéndez Pelayo. Éste expresa en hermosas palabras su admiración por el trabajo de su predecesor, por ese «<monumento de una vida entera consagrado á recoger y congregar las reliquias del alma poética de su raza..... una de esas obras para las cuales sólo la gratitud de un pueblo puede ser digna recompensa.»

Algunos defectos se descubrieron en la colección de Durán: la mezcla de diversos estilos de romances, y la poca fidelidad en reproducir los textos. Una nueva colección, la Primavera y Flor de romances, publicada en 1856 en Viena, por Fernando Wolf y por Conrado Hofmann, remedió estas faltas recogiendo únicamente los romances de un solo estilo, los tradicionales, y fundando su texto en una labor crítica, todavía no superada, de clasificación de cancioneros y de cotejo de cuantas fuentes se conocían de cada romance.

Esta actividad, mantenida durante la primera mitad del siglo xix, y, sobre todo, la diligencia y talento crítico desplegados en la última colección, parecían haber agotado la materia. A la publicación de Wolf siguió otro medio siglo de inactividad.

Pero en este tiempo la bibliografía y la crítica habían adelantado bastante para que la Primavera y Flor, con ser tan excelente, resultase atrasada en su texto, y mucho más atrasada en sus ideas sobre los romances. Era preciso que un crítico competente tomase sobre sí la difícil tarea de renovar la magistral colección de Wolf.

Por fortuna se encargó de ello el más competente de todos, el maestro de cuantos trabajan en el campo de la erudición española.

El Sr. Menéndez Pelayo procedió con el mayor respeto hacia su ilustre predecesor. Le pareció aceptable el texto de la Primavera, y reimprimió ín. tegros los dos tomos de que ésta consta, pensando hacer al fin del segundo las adiciones necesarias. Pero las adiciones abultaron tanto, que llenaron la mitad de ese segundo tomo, y aun dieron materia para un tercero. De igual modo, el estudio sobre los romances iba á ocupar un volumen aparte; pero éste se llenó enseguida, quedando asunto para otro. Así la materia se multiplicaba y enriquecía sin esfuerzo al ser tratada por tal maestro, y habiendo sido el primitivo pensamiento del autor la reimpresión de la Primavera, resultó un romancero de doble extensión y enteramente nuevo, lleno de la abundante bibliografía y de la valiosa erudición, pudiéramos decir espontánea ó innata, de que puede disponer Menéndez Pelayo en el momento preciso que de ella necesita.

Los colectores modernos se habían esforzado en agotar el rebusco de los romances viejos; parecía que poco quedaba por hacer. Pero, á pesar de esto, el Romancero de Menéndez Pelayo encierra novedades de primer interés. Para dar una idea de ellas, baste decir que, formando el núcleo de la Primavera dos colecciones principales, el Cancionero de romances, de Martín Nucio, y la Silva, de Esteban de Nágera, no se conocían de esta última sino dos partes, y en la obra de Menéndez Pelayo aparece por pri mera vez aprovechada la tercera parte, hasta ahora perdida. Añádanse mu chos pliegos sueltos de singular rareza, y una sección enteramente nueva en los Romanceros, cual es un estudio de los romances conservados por medio del Teatro, materia descuidada hasta ahora que Menéndez Pelayo la comprendió en toda su importancia, la cual es mucha, ya que los dramá ticos antiguos hallaban un poderoso recurso artístico en repetir ó imitar en la escena los romances famosos, dándonos de ellos versiones desconocidas por otro camino.

Y si la obra de Menéndez Pelayo es tan superior en riqueza de textos á

las anteriores, más lo es en la anotación y estudio del género que colecciona. La mejor historia del mismo no la hallábamos ya en Durán ni en Wolf, sino formando libro aparte de los Romanceros: en el tratado especial de Milá sobre la Poesia heróico-popular. Pero el público en general no puede leer esta obra. Milá encontraba el arte de la exposición agradable más dificultoso que útil, y tendía á prescindir de él para encerrar sus ideas en breves notas, por desgracia á veces demasiado secas aun para los eruditos. En fuerte contraste con Milá, posee Menéndez Pelayo el extraordinario talento y habilidad de exposición, las altas cualidades naturales de vulgarizador que admiramos en todas sus obras; de modo que siempre sabe hacer su razonamiento claro y fácil, con la diestra elección de los puntos culminantes, la exacta triangulación del campo que quiere dar á conocer, las caracterizaciones rápidas y brillantes, el estilo vigoroso. Póngase esto al servicio de la rica materia legendaria, tan llamativa de suyo, y se comprenderá lo sabroso que resulta leer en el Romancero de Menéndez Pelayo la historia de la poesía más española que produjo España.

Por todas partes se hallan páginas llenas de interés ó de novedades. Los origenes métricos del romance en la poesia latina; los probables orígenes visigóticos de la epopeya; la historia de los juglares españoles; los elementos, medio moros, medio cristianos, de la leyenda del Rey Rodrigo; los medios aragoneses, castellanos y franceses de la de Bernardo; la gesta del ven turoso Conde Fernán González; las feroces tragedias domésticas de los señores castellanos de la alta Edad Media, que aún pueden ocupar con fruto las imaginaciones modernas. Del asunto tan hondamente poético del Infante D. García dice con razón Menéndez Pelayo: «La musa castellana no ha sacado hasta ahora gran partido de este magnífico argumento, en que todo contribuye á acrecentar el terror y la compasión: la floreciente edad del Conde de Castilla; el contraste entre la alegría de sus bodas y la fermentación de la venganza; las flores de un amor casi infantil, que nacen para marchitarse antes de un día; los fatídicos temores que cruzan por la mente de la desposada; la sacrilega traición del que había tenido á D. García en las fuentes bautismales; la braveza de leona acosada que Doña Sancha muestra junto á su marido exánime y en el feroz castigo de los matadores tomado por su propia mano.≫

El capítulo dedicado al Cid, á pesar de lo muy tratado del asunto, renueva en notable parte la historia del ciclo. En ella sobresale la exacta

apreciación del cantar inédito de D. Fernando el Magno, ahora por primera vez publicado, y la de las relaciones del Poema del Cid con sus derivados. Las páginas consagradas á caracterizar el Poema, y las dedicadas al estilo de los romances populares y artísticos del campeador, son de una frescura y fuerza sin igual.

No lo son menos las que tratan del tipo histórico del Cid. Romey, Rossew Saint-Hilaire y Aschbach levantaron un nublado siniestro alredor de la venerable figura del héroe de Vivar, presentándole como aventurero sin fe, patria ni honra; dudaron de sus empresas, suponiéndolas inventadas por los españoles para crearse hazañas nacionales parejas á las de Godofredo de Bouillon y los cruzados. En vano otros más sensatos, á cuyo frente figura el alemán Huber, combatieron estas adversas apreciaciones. Dozy, más docto que sus predecesores, si desechó la risible incredulidad, siguió enamorado del chocante contraste del personaje despreciable convertido en héroe ideal de un pueblo, y con el lujo de su erudición puso de moda lo que Huber llama cidofobia. Menéndez Pelayo, en páginas llenas de sensatez y vigor, vuelve por los fueros del buen sentido crítico y pone en fiel la apreciación general del Cid histórico.

Hasta ahora se habrá podido ver que el Romancero del Sr. Menéndez Pelayo es más completo y acabado que el de Wolf, aunque siguiendo su misma idea. No es éste el único mérito ni el mayor de la nueva obra, sino el haber concebido el Romancero dentro de otro plan más comprensivo y grande.

Los esfuerzos de Grimm, Depping, Durán y Wolf se habían dirigido únicamente, por circunstancias fáciles de comprender, á los romances recogidos en los siglos XVI y xvii, sin proponerse hacer algo semejante á lo que habían hecho los colectores antiguos, esto es, explorar directamente el tesoro popular conservado hoy día, como los antiguos habían hecho con el de su tiempo. Las primeras noticias de romances tradicionales modernos proceden de Andalucía y de Asturias. Como sorprendente novedad, anunciaba en 1839 D. Serafín Estébanez que los jándalos y cantadores de Málaga recordaban romances muy parecidos á los viejos; por entonces también D. Pedro José Pidal apuntaba tres asturianos que recordaba de su niñez. Ambas contribuciones entraron en la segunda edición del Romancero de

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