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siderar las garantías reclamadas por las potencias en favor de los cristianos macedonios, se propende ya hoy á señalar las que no se ha pensado ó querido otorgarles: insisten los unos en la necesidad de completar las reformas prometidas con la vigilancia ó intervención de representantes europeos; afirman otros que de nada sirven modificaciones en la administración de las provincias de Turquía, mientras no las acompañen radicales transformaciones en la organización judicial; recuerdan algunos que el ideal inmediato de la rebelión es el logro de la autonomía administrativa; y convienen todos en que la extremada inacción y el equívoco proceder de las autoridades musulmanas van en camino de hacer completamente inútiles medidas que, suficientes ó no ayer, pierden prestigio y valor á cada día que pasa.

Mientras, de esta manera, la lentitud en acudir al remedio del mal sembraba en todas partes el recelo y la duda, sumando nuevas dificultades y peligros á los peligros y dificultades preexistentes, otra circunstancia harto grave, confirmación también de los temores indicados arriba, vino á complicar la situación de los asuntos balkánicos.

Si á los cristianos de los tres valiatos podían parecerles mezquinas las concesiones ofrecidas por el Sultán, los albaneses musulmanes establecidos en Macedonia y Vieja Servia han estimado, por el contrario, que eran aquéllas improcedentes y excesivas, han manifestado el resuelto propósito de no aceptarlas, y han llegado á tomar las armas para impedir su ejecución.

Semejante actitud de los musulmanes albaneses nada tiene de inesperada ni de extraña; antes bien representan esos nuevos elementos de insurrección la natural resistencia que las clases dominadoras en Turquía oponen á toda alteración en el régimen del Estado aconsejada ó impuesta por Europa en bien de las poblaciones cristianas.

Cuantos viven en el Imperio turco de la expoliación y el abuso realizados á costa de las razas oprimidas; cuantos dan rienda suelta á sus pasiones al amparo de un sistema que permite al opresor y al fuerte burlarse de la justicia y de las leyes; cuantos, por una exaltación del sentimiento religioso, identificado aquí con los sentimientos nacionales, desprecian y odian á la vez todo lo que trasciende á in

flujo de la civilización cristiana y europea; cuantos ven con despecho que el Imperio otomano es juguete ó víctima de las grandes potencias, y se aleja cada vez más de aquellos días en que infundía pavor á las naciones de Occidente; cuantos, en una palabra, contribuyen de un modo directo á mantener en pie el ruinoso edificio rematado por el trono de Abdul-Hamid, detestan cordialmente todo cambio (sobre todo si es el extranjero quien lo exige) del régimen que explotan ó aman, y son ostensiblemente refractarios á la transformación progresiva del Estado, medio único de asegurarle la paz interior y de alejar el riesgo de conflictos internacionales.

Pues bien: de ese estado de opinión, poco menos que instintiva en algunas clases musulmanas, más reflexiva ó consciente en otras, pero real é innegable en todas, son como intérpretes los insurrectos albaneses que tratan de impedir la ejecución de las reformas otorgadas á Macedonia; razón por la cual acusan algo más que la oposición ó el descontento de una raza los nuevos disturbios ocurridos en los Balkanes, puesto que representan el espíritu musulmán dominante en Turquía, espíritu cuya expansión sólo puede ser contenida mediante la presión europea, capaz de alcanzar por el temor lo que sin él no podría lograrse.

Y es de notar que aunque no fueran esas las verdaderas proporciones del conflicto planteado por la insurrección albanesa, no dejaría ésta de tener gravedad todavía en cualquiera de las hipótesis admitidas para explicarla.

Si se supone que los albaneses resisten por impulso propio la aplicación de las reformas, sin que su actitud encuentre apoyo, secreto ni ostensible, en el resto de la población musulmana, no por eso dejará de ser peligro serio el ofrecido por la rebeldía de una raza guerrera, á cuya lealtad fía el Sultán, víctima de terrores continuos, la defensa de su persona, y hacia la cual muestra preferencias marcadas de algún tiempo á esta parte, con notorio disgusto de los que quisieran ver en los Consejos de Abdul-Hamid más bien la influencia del elemento islámico puro que la de advenedizos sospechosos.

Y si se quiere suponer, como alguien indica, que la doblez def Gobierno de Constantinopla ha llegado al extremo de provocar en secreto una insurrección, que en público reprueba, para tener en

ella el pretexto que le permita dilatar ó romper los compromisos adquiridos con Europa, entonces aún sería más grave el hecho en cuestión, como signo elocuente de un propósito capaz de prolongar indefinidamente la agitación de Macedonia ó de ahogarla en sangre, á despecho de la diplomacia y de la opinión europeas.

En todo caso, pues; expresión de un estado de ánimo común á todas las clases musulmanas, ó efecto particular y aislado de la intransigencia de una raza; movimiento espontáneo ó artificial, tenaz ó pasajero, la insurrección albanesa viene á ennegrecer el horizonte balkánico, y á exigir de las grandes potencias esfuerzos nuevos para dominar una situación que nada tiene de tranquilizadora.

Al cabo de unos cuantos meses, el estado de los Balkanes no ha perdido aún ninguno de los caracteres que contribuyeron en un principio á difundir la alarma en Europa, y, en cambio, ofrece nuevos síntomas de verdadera gravedad.

Los habitantes cristianos de Macedonia continúan expuestos á todos los atropellos de las autoridades musulmanas, ansiosos de autonomía y dóciles á las excitaciones de los comités revolucionarios. Las reformas ideadas y ofrecidas para calmar los ánimos, no han pasado de la categoría de promesas no realizadas, empiezan á perder su oportunidad primitiva, y caen en un descrédito prematuro por vanas ó por deficientes. La lentitud de los procedimientos turcos y las secretas inclinaciones de la opinión musulmana infunden sospecha ó temor; y por último, la rebelión albanesa viene á completar un cuadro en el cual abundaban ya con exceso los colores sombríos para que se pueda ver con ánimo tranquilo que diariamente se obs

curece.

De ahí la convicción general de que Macedonia no ha de conformarse con las reformas ofrecidas pues juzga posible obtener más radicales concesiones; de que los agitadores búlgaros no han de cesar facilmente en su campaña, y de que Turquía sólo ante la amenaza exterior podrá inclinarse á los medios conciliadores, con lo que todas las esperanzas de una solución satisfactoria están reducidas ya hoy al mantenimiento, entre las potencias europeas, de la unidad de miras con que han procedido hasta aquí en la fase actual de la cuestión de Oriente.

De que subsiste esa unidad de miras son testimonio las últimas gestiones practicadas por los Embajadores de Austria y Rusia, con el apoyo de sus colegas acreditados cerca del Gobierno otomano, para conseguir que este último apresure la ejecución de las reformas y reprima la rebelión albanesa; pero si tales consejos no se escuchan, y gana terreno el desorden, y llega el momento en que sea preciso apelar á medios coercitivos para hacer entrar en razón á los directamente responsables de la agravación del conflicto (búlgaros ó servios, turcos ó albaneses), ya no es posible calcular hasta qué punto podrá sostenerse la unión de las potencias, á pesar de que en esos instantes decisivos es cuando habría de ser más necesaria.

Probable es que la idea de un futuro desacuerdo entre los grandes Estados de Europa fuera la que inspirase los tonos un tanto pesimistas de ciertas frases recientemente pronunciadas por M. Balfour en la Cámara de los Comunes. Cuando el Ministro inglés afirmaba que si Austria y Rusia, principales potencias directamente interesadas en la cuestión de los Balkanes, no lograban asegurar, mediante las reformas, la paz y el bienestar de los cristianos macedonios, era seguro que ninguno de los signatarios del Tratado de Berlín hallaría remedio suficiente para la dolorosa y alarmante enfermedad que padece el Imperio turco; cuando al mismo tiempo advertía que paliativos, pero no remedio definitivo y satisfactorio, eran lo que podía esperarse de la acción europea en Oriente, parecía dar á entender que faltaba ó habría de faltar en las grandes potencias aquel pensamiento unánime y aquella decidida é incondicional voluntad de acción, mediante los cuales nadie duda, ni aun los macedonios mismos, que serían inmediata y sinceramente implantadas las reformas, apreciada con exactitud su eficacia, acalladas las protestas albanesas ó cualesquiera otras protestas semejantes, y reducido el Sultán á seguir el camino trazado por la diplomacia y garantido por los cañones de los acorazados europeos.

La experiencia ha enseñado en multitud de casos que para convencer á Turquía de la realidad de los propósitos de Europa no hay otro medio á veces que el de poner en movimiento tropas ó el de situar escuadras á la vista de los puertos y costas otomanos. En la ocasión presente, en que ni la diligencia es virtud que el Gobierno

del Sultán haya mostrado en su conducta, ni la franqueza brilla en ésta con toda la claridad debida, no se está libre de que llegue un momento en el cual, para encauzar la marcha de las cosas, sea preciso pensar en el decisivo remedio de las demostraciones navales. Y si, cuando ese instante se aproxime, no está asegurada la persistencia de la unión europea, igualmente firme para imponer mañana las reformas que ayer para exigirlas, el desarrollo de la cuestión oriental podrá reservarnos desagradabilísimas sorpresas, al mismo tiempo que cumplidamente nos explique por qué es hoy tan escaso el apresuramiento de Turquía en atender las reclamaciones de Europa.

Que no hay nada de improbable en esa temida desunión, nos lo dicen, no solamente los pesimismos de M. Balfour y la dudosa actitud del Gobierno turco, sino las lecciones de la historia, el distinto lenguaje empleado por la prensa europea según la nación cuyo pensamiento interpreta, y, sobre todo, la radical oposición de aspiraciones é intereses entre unos y otros pueblos, siempre que de la cuestión de Oriente se trata.

Sólo un acuerdo relativo, condicional y artificioso cabe entre quien, como Francia, no codicia despojos territoriales ni monopolios mercantiles en el Imperio turco, sino el mejoramiento de la condición que en él disfrutan las razas oprimidas, y quien, como Alemania, procura atraerse á toda costa las simpatías del Sultán, como prenda de concesiones económicas valiosas. Sólo un acuerdo transitorio y frágil es posible entre quien, como Rusia, aspira á recoger, en plazo más o menos largo, la herencia territorial del hombre enfermo, y quien, como Inglaterra, teme en todas partes la rivalidad moscovita, y no se ha olvidado aún de que hubo un día en que erigió en principio de su política exterior el sostenimiento del Imperio turco, como factor esencial del concierto y equilibrio europeos. Sólo superficial é inseguro acuerdo se concibe entre Austria Hungría, impulsada hacia la expansión oriental por los grandes reveses sufridos en la segunda mitad del siglo xix, é Italia, recelosa de esa expansión y cuyas ambiciones están puestas en las costas otomanas del Mediterráneo y del Adriático.

Pensando en todo esto, que sirve para recordar hasta dónde se ex

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