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CAPITULO X.

LA CORTE Y EL GOBIERNO DE CARLOS II

De 1691 à 1697.

Influencias que quedaran rodeando al rey.-La reina y sus confidentes, la Berlips y el Cojo.- El conde de Baños y don Juan de Angulo.—Inmoralidad y degradacion. – Escandalosos nombramientos para los altos empleos.-La Junta Magna.-Debilidad del rey. -Busca el acierto y se confunde más.-Lucha de rivalidades y envidias entre los palaciegos. Privanza del duque de Montalto.-Peregrina division que hace del reino.Monstruosa Junta de tenientes generales.-Medidas ruinosas de administracion.-Con tribucion tiránica de sangre.-Resultados desastrosos de estas medidas.-Carencia absoluta de recursos.-Suspension de todos los pagos.-Estado miserable de la monarquía. -Vigorosa representacion del cardenal Portocarrero al rey.-Célebre consulta de una Junta sobre abusos del poder inquisitorial.-Vislúmbrase el periodo de su decadencia.

Solo momentáneamente pudo el pueblo alegrarse de la caida de Oropesa, porque tardó muy poco en conocer que si la gobernacion del reino no habia estado bien en las manos desgraciadas de aquel ministro, las influencias que quedaron rodeando al monarca no solo no eran mas beneficiosas, sino mucho mas perniciosas y fatales. Orgullosa la reina con el triunfo de la salida de Oropesa, se contempló dueña absoluta y árbitra del rey y del gobierno. Y no era ya lo peor su carácter imperioso y violento, caprichoso y avaro, sino la gente ruin de que estaba rodeada y aconsejada, que por lo mismo tuvo influjo en la suerte del pais, para desgracia del reino y mengua de este reinado.

Era una de sus confidentes la baronesa de Berlips, ó Perlips (que de ambos modos la nombran los escritores y los documentos de aquel tiempo), muger de no ilustre estirpe, pero que llevaba muchos años de estar á su servicio:

habíala traido de Alemania, y el pueblo buscando un retruécano burlesco à su título la llamaba por desprecio la Perdiz. Con ella trataba con cierta intimidad un Enrique Jovier y Wiser, aleman tambien, pero que habia servido en Portugal, y de alli habia sido espulsado con ignominia: su intrepidez natural y las relaciones de paisanage le abrieron entrada en el palacio de España, y era el que privaba con la Berlips: nombrabanle el Cojo, porque lo era en realidad, y las gentes tenian cierta fruicion en designarlos por los apodos, como para mostrar que les merecian escarnio. Y en verdad no eran acreedores á otra cosa por su conducta estos dos personages, cómplices y agentes de la reina en sus injusticias y en sus dilapidaciones. Ellos con sus malas artes lograron echar de España al jesuita confesor que la reina habia traido de Alemania, porque los incomodaba y estorbaba su virtud, y en su lugar trajeron de alli un capuchino, el padre Chiusa, hombre como ellos le habian menester, y de tal conciencia que no fuera obstáculo á sus fines.

Ancha debia ser aquella para no oponerse al medio que los tres adoptaron para hacer en breve tiempo su fortuna, que era el no poner freno á su codicia ni guardar miramiento en la venta que hacian de los empleos, cargos y dig idades, civiles, judiciales ó eclesiásticas, que todo se proveia de esa sola manera. Tolerábanlo de mal grado y con repugnancia los grandes, pero al cabo lo sufrian; que es una prueba de la degradacion á que ellos mismos habian venido. Y aun hubo entre ellos quien, como el conde de Baños, debió á la intervencion de aquellos dos favoritos su amistad con la reina, y las mercedes con que el rey le distinguió, de la grandeza de España, de primer caballerizo y de gobernador de la caballería, cosa que asombró á todos los que conocian la buena intencion del rey, y las costumbres desenvueltas del de Baños. Por empeño de la reina y de su camarilla fué tambien nombrado secretario del despacho un don Juan Angulo, hombre de tan corto entendimiento y de tan limitada capacidad, y tan inepto, que el rey mismo se burlaba de él llamándole su Mulo, y solia decir á sus criados: Sabed que no me va mal con mi Mulo. Y para que no faltára lado feo á la eleccion de tales sugetos, era pública voz y fama que habia comprado el Angulo su destino por bastantes miles de doblones. Tál era el cuadro inmundo y repugnante que iba presentando el palacio de los reyes de Castilla á poco tiempo de la retirada del ministro Oropesa (1694).

Si se quitó el manejo de la hacienda al impudente Bustamente, no fué por pasarle á manos mas limpias, sino por ser hechura del ministro caido, y aun con ser un concusionario público le dejaron la mitad de sus gages. Este golpe, junto con otros desaires que se hicieron al marqués de los Velez su padrino, obligaron á éste á hacer dimision de la superintendencia, que á la tercera instancia le admitió el rey (3 de enero, 4692), bien que dejándole en muestra do

su aprecio la presidencia de Indias. Confióse la administracion de hacienda â don Diego Espejo, que solo la tuvo hasta que por medio del confesor de la reina logró el obispado de Málaga, que era lo que apetecia. Entonces se puso en su lugar á don Pedro Nuñez de Prado, sin méritos todavía para tan importante puesto, dándole desde entonces tan decidida proteccion que muy pronto le fé otorgada la merced y conferido el título de conde de Adanero.

Quitóse tambien la presidencia de Castilla al arzobispo de Zaragoza don Antonio Ibañez, que nunca tuvo ni méritos ni aptitud para tan elevado cargo. Hasta aqui Cárlos II. no habia hecho sino satisfacer todos los antojos de su esposa; pero volviendo ahora en sí, y queriendo ya poner coto al imperioso predominio de la reina, se reservó la eleccion del sucesor de Ibañez, y llamando secretamente á don Manuel Arias, embajador que era del gran maestre de la órden de San Juan en España, le manifestó su resolucion, no admitiéndole réplica ni escusa. Dos consecuencias parecia deducirse de esta inesperada novedad que hirió vivamente la altivez de la reina; la una, que el rey habia saIdo de su habitual apocam ento y entrado en una marcha resuelta y firme; la otra, que en lugar de las nulidades que hasta entonces habian ocupado los altos puestos se comenzaba á buscar hombres de mérito y de capacidad, que por tál se tenia al Arias por un papel que habia escrito señalando los remedios para muchos de los males y desórdenes de la monarquía. Pero ambas esperanzas se vieron desvanecidas bien pronto. Cárlos que solo tenia pasageros momentos de cierta especie de energía, cuando se los dejaban de alivio sus enfermedades, aflojaba tan pronto como le volvian á molestar aquellas, y se abandonaba á sus inespertos ó interesados consejeros; y el Arias no tardó en acreditar que sobre no esceder los límites de una medianía, tampoco padecia de escrúpulos por mantener la pureza de su honra.

Comenzó el Arias reuniendo con frecuencia y asistiendo á la Junta Magna, que se componia de los presidentes del consejo de Castilla y del de Hacienda, de dos individuos de cada uno de los dos consejos, de otros del de Estado, del confesor del rey como teólogo, y de un religioso franciscano llamado fray Diego Cornejo. Al cabo de muchas reuniones se espidió á consulta de la Junta Magna un real decreto para cortar el abuso y la prodigalidad que habia en la provision de los hábitos de las órdenes militares, prescribiend que en lo sucesivo no se propusiera á nadie que no hubiera servido en la guerra, con otr. s condiciones que se señalaban (4 de setiembre, (1692), reservándose no obstante el rey conferir los á sugetos de mérito especial y de calidad notoria (4). La medida era justísima, y el abuso habia hecho indispensable la re

(1) Reconociendo (decia este documento) cuánto ha descaecido la estimacion de

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forma. ¿Mas cómo se cumplió el decreto? Los consejos le observaron los primeros meses, pero luego se fué relajando y confiriéndose hábitos á personas poco dignas, hasta venir á parar en que por influjo de la reina y de sus dos confidentes la Perdiz y el Cojo se diese, no sin costarle gran desembolso, á un tal Simon Peroa, arrendador del tabaco. La fortuna fué que el encargado de hacer sus pruebas, hombre incorruptible, é innaccesible al soborno con que le tentaron, volvió por la dignidad de la órden justificando que el Peroa habia sido penitenciado por el Santo Oficio, y se suspendió su investidura.

Otro tanto aconteció con otra providencia que hubiera podido ser tambien muy saludable, la de abolir las mercedes de por vida. No hubo la firmeza necesaria para resistir al favor de los poderosos cuyos intereses se lastimaban: las juntas se cansaron de ver que sus informes se desvirtuaban ante la debilidad y la condescendencia del rey, y la medida quedó sin efecto. Igual resultado tuvo la propuesta que hizo el duque de Montalto para que se suprimiese lo que se llamaba el bolsillo del rey, no obstante que él cedia desde luego los ocho mil ducados que por aquel concepto recibia. Ni el rey, ni otros magnates en ello interesados consintieron en privarse de aquel pingüe recurso.

La disminucion en que iban las rentas inspiró al corregidor de Madrid don Francisco Ronquillo un remedio singular y estraño, que el rey por sugestion suya adoptó, á saber, el de traer á Madrid mil quinientos hombres del ejército de Cataluña y formar con ellos un cordon para que nadie pudiera entrar en la

las órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, pues cuando en otros tiempos era un hábito de ellas premio competente de heróicas proezas en la guerra, hoy no se tiene esta merced por remuneracion aun de los mas modernos servicios, á causa de lo comun que se ha hecho este honor: y conviniendo restablecer en su primitivo y antiguo esplendor las órdenes, cuyo instituto y origen fué únicamente el de acaudillar y alistar la nobleza en defensa de la religion y de estos reinos, siendo al mismo tiempo sus insignias lustroso indice de las personas de talento y virtud: he resuelto que de aqui adelante no se me consulte hábito ninguno de las tres órdenes para quien no hubiese servido en la guerra; porque mi voluntad es que sean para los militares, y que además de esta generalidad queden reservados los de Santiago, en honor y obsequio de este santo apóstol, patron, defensor y gloria de España, para los que sirven ó sirvieren en mis ejércitos, armadas, presidios y fronte

ras, sin que para ello necesiten nueva declaracion. Observándose las órdenes que están dadas sobre el grado y tiempo de servicios que han de concurrir precisamente en el que pretendiere el hábito, quedando solo á mi arbitrio el dispensarlos, ó por la notoria calidad de las personas, ó por mérito especial que los facilite; y tambien el conceder alguna merced de hábito de Calatrava ó Alcántara á quien le mereciese en empleos políticos, ó por el lustre de su san. gre, sin que ningun consejo ó tribunal pase á proponerlos, menos de preceder órden mia para ello: en cuyo cumplimiento se me dará cuenta del mérito y calidad de la persona, haciéndome presente esta resolucion, quedando tambien á mi cuidado que las encomiendas que vacaren recaigan en los militares, para que se logre su mas propia y natural aplicacion. Tendráse entendido para observarlo puntualmente donde tocáre. Madrid y setiembre 4 de 1692. »-En el Semanario Erudito de Valladares, tom, XIV.

capital sin registro. Déjase discurrir la odiosidad que produciria esta medida. Aturdido y confuso el buen Carlos sin saber qué giro dar á la administracion y despacho de los negocios, y queriendo huir de entregarse al valimiento de un primer ministro, cayó en el opuesto estremo de consultar, no solo á los varios consejos y juntas, sino á personas particulares de fuera de ellas, algunas oscuras y sin nombre, y á veces pidiendo informes á los que sabia ser enemigos del que solicitaba ó del que proponia un asunto, adhiriéndose al dictámen que le parecia, y sin que el interesado pudiera muchas veces saber de quién pendia su recurso, ni en qué manos estaba. Y en medio de la confusion y el laberinto que este sistema produjo, vióse con nuevo escándalo dar al llamado el Cojo los honores de consejero del de Flandes, con opcion á ocupar la primera vacante de número que ocurriese. Y para mayor desgracia y apuro, estando las cosas en tan miserable estado acometieron al rey tan terribles accidentes que pusieron su vida en inminente peligro (1693).

El cuidado y esmero con que le asistió en su enfermedad el conde de Monterrey por indisposicion del duque del Infantado, su gentil-hombre de cámara, dejó tan agradecido á Cárlos, que cobró á aquel magnate tanto cariño como repugnancia le habia tenido ántes, y le hizo del consejo de Estado. Pero esto mismo atrajo al de Monterrey los celos y la envidia de otros grandes, y muy especialmente del duque de Montalto, que tuvo maña, no solo para neutralizar y desvirtuar la nueva influencia, sino para alzarse con la privanza, nɔ faltando más que tener el nombre de valido. A poco tiempo de esto murió el marqués de los Velez (45 de noviembre, 1693), cargado de achaques y de pesadumbres, que habian llegado á trastornarle el juicio, dejando vacante la presidencia de Indias (4). Murió tambien luego el duque del Infantado, que era sumiller de Corps. Movióse con esto una viva lucha de intrigas entre los pretendientes á los dos cargos y los protectores y amigos de cada uno, tomando la parte mas activa en esta guerra la reina, el confesor, el de Montalto, el de Monterrey, el de Adanero, el almirante, el condestable, el conde de Benaven te y otros, recayendo al fin la presidencia de Indias en el de Montalto, y la

(1) Fué hombre (dice el autor de las Memorias contemporáneas de que tomamos estas noticias), de moderada capacidad, de grande humanidad, blandura y cortesía, aunque contrapesada con una grande os tentacion, y á las veces con gran soberbia. Tan poco atento á los intereses de su casa, que en medio de ser considerable suma la que gozaba con los gages de sus puestos y las rentas de sus estados, era necesario empeñarse por no alcanzar el desórden del gas

to que tenia.... Aunque su talento no fué nunca capaz para desempeñar los puestos que ocupó, como tenemos en nuestra Espana la mala costumbre de muchos años á esta parte, de que para los mayores empleos se haya de buscar, no la sufociencia, sino la grandeza ayudada del favor, habiendo tenido el marqués el de su madre, que se hallaba siendo aya del rey, le fué fácil obtener para principio de su carrera el gobierno de Or ån, etc,»

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