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su amante.

¡Ah María, María! prosiguió, cubriéndose el rostro con las manos.

El Duque, que como todos los hombres serenos tenia un gran imperio sobre sí mismo, dió algunas vueltas por el aposento. Parándose despues delante de su pobre amigo, le dijo: - Partid, Stein.

Stein se levantó; apretó entre sus manos las del Duque: quiso hablar, y no pudo.

El Duque le abrió sus brazos.

Valor, Stein, le dijo; y hasta la vista.

— Adios, y ...

dose fuera del cuarto.

para siempre! murmuró Stein, arroján

Cuando el Duque estuvo solo, se paseó largo rato. A medida que se calmaba la agitacion producida por la terrible sorpresa que se habia apoderado de su alma al oir la revelacion de Stein, se iba asomando á sus labios la sonrisa del desprecio. El Duque no era uno de esos hombres de torpes inclinaciones, estragados y vulgares, para los cuales los desórdenes de la mujer, léjos de ser motivo de desvío y repugnancia, sirven de estimulante á sus toscos apetitos. En su temple elevado, altivo, recto y noble, no podian albergarse juntos el amor y el desprecio; los sentimientos mas delicados, al lado de los mas abyectos.

El desprecio iba, pues, sofocando en su corazon todo afecto, como la nieve apaga la llama del holocausto en el altar en que arde. Ya no existia para él la mujer á quien habia cantado en sus versos, y que en sus sueños le habia seducido.

—¡Y yo, decia, yo que la adoraba, como se adora á un ser ideal; que la honraba como se honra á la virtud; que la respetaba, como debe respetarse á la mujer de un amigo!... ¡Y yo, que enteramente absorto en ella, me alejaba de la noble mujer, que fué mi primero, mi único amor!.... ¡la casta, la pura Madre de mis hijos! ¡mi Leonor, que todo lo ha sobrellevado en silencio, y sin quejarse!

Por un movimiento repentino, y cediendo al influjo poderoso de sus últimas reflexiones, el Duque salió de su gabinete, y se encaminó á las habitaciones de su mujer. Entró

en ellas por una puerta secreta. Al aproximarse á la pieza en que la Duquesa solia pasar el dia, oyó hablar y pronunciar su nombre. Entónces se detuvo.

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- ¿Con que se ha hecho invisible el Duque? decia una voz agridulce. Hace quince dias que he llegado á Madrid, y no solo no se ha dignado venir á verme mi querido sobrino, sino que no le he visto en ninguna parte.

Tia, respondió la Duquesa, puede ser que no sepa vuestra llegada.

¡No saber que la Marquesa de Gutibamba ha llegado á Madrid! No es posible, sobrina. Seria la única persona de la corte que lo ignorase. Ademas, me parece que has tenido sobrado tiempo para decírselo.

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Es verdad, Tia: soy culpable de ese olvido.

Pero no hay que extrañarlo, continuó la voz agridulce. ¿Cómo ha de gustar de mi sociedad, ni de las personas de su clase, cuando todo el mundo dice que no trata mas que con cómicas?

Es falso, respondió con sequedad la Duquesa.

O eres ciega, dija la Marquesa exasperada, ó eres consentidora.

- Lo que no consentiré jamas, dijo la Duquesa, es que la calumnia venga á hostilizar á mi marido, aquí, en su misma casa, y á los oidos de su mujer.

Mejor harias, continuó la voz, perdiendo mucho en lo dulce y ganando mucho en lo agrio, en impedir que tu marido diese lugar á lo mucho que se habla en Madrid sobre su conducta, que en defenderlo, alejando de aquí á todos tus amigos, con esas asperezas y repulsivas sentencias, que sin duda tienes prevenidas por órden de su confesor.

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Tia, respondió la Duquesa, mejor hariais en consultar al vuestro, sobre el lenguaje que ha de usarse con una mujer casada, sobrina vuestra.

Bien está, dijo la Gutibamba; tu carácter austero, reservado y metido en tí, te priva ya del corazon de tu marido, y acabará por alejar de tí á todos tus amigos.

Y la Marquesa salió muy satisfecha de su peroracion. Leonor se quedó sentada en su sofá, inclinada la cabeza,

y humedecido su hermoso y pálido rostro con las lágrimas que por largo tiempo habia logrado contener.

De repente se volvió dando un grito. Estaba en los brazos de su marido. Entonces estallaron sus sollozos; pero sus lágrimas eran dulces. Leonor conocia que aquel hombre, siempre franco y leal, al volver á ella, le restituia un corazon, y un amor sincero que ya nadie le disputaba.

¡Leonor mia! ¿Querrás y podrás perdonarme? dijo, dejándose caer de rodillas ante su mujer.

Esta selló con sus lindas manos los labios de su marido. ¿Vas á echar á perder lo presente con el recuerdo de lo pasado? le dijo.

Quiero, dijo el Duque, que sepas mis faltas, juzgadas por el mundo con demasiada severidad, mi justificacion y mi arrepentimiento.

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Hagamos un pacto, dijo la Duquesa interrumpiéndole. No me hables nunca de tus faltas, y yo no te hablaré nunca de mis penas.

En este momento entró Angel corriendo. El Duque y la Duquesa se separaron por un movimiento pronto y simultáneo; porque en España, en donde el lenguaje es libre por demas, delante de los niños y los jóvenes, hay una extremada reserva en las acciones.

¿Llora Mamá? ¿llora Mamá? gritó el niño, poniéndose colorado, y llenándosele los ojos de lágrimas. ¿La habeis reñido, Papá Cárlos?

— No, hijo mio, respondió la Duquesa. Lloro de alegría. - ¿Y porqué? preguntó el niño, en cuyo rostro la sonrisa habia sucedido inmediatamente á las lágrimas.

- Porque mañana sin falta, respondió el Duque, tomándole en brazos y acercándose á su mujer, salimos todos para nuestras posesiones de Andalucía, que tu Madre desea ver, y allí seremos felices, como los ángeles en el Cielo.

El niño lanzó un grito de alegría, enlazó con un brazo el cuello de su Padre, y con el otro el de su Madre, acercando sus cabezas, y cubriéndolas sucesivamente de besos.

En aquel instante se abrió la puerta, y dió entrada al Marques de Elda.

- Papá Marques, gritó su nieto, mañana nos vamos todos. ¿De veras? preguntó el Marques á su hija.

Sí, Padre, respondió la Duquesa; y una sola cosa falta á mi contento, y es que querais acompañarnos.

- Padre, dijo el Duque, ¿podeis negar algo à vuestra hija, que seria una santa, si no fuera un ángel?

El Marques miró á su hija, en cuyo rostro brillaba un gozo intenso; despues al Duque, que ostentaba la mas pura satisfaccion. Entónces una tierna sonrisa suavizó la austeridad natural de su semblante, y acercándose á su yerno: Venga acá esa mano, le dijo; y cuenta conmigo!

CAPITULO XIV.

María, indispuesta desde ántes de ir á la cena, habia em. peorado, y tenia calentura á la mañana siguiente.

--

Marina, dijo á su criada, despues de un inquieto y breve sueño, llama á mi marido; que me siento mala. - El amo no ha vuelto, respondió Marina.

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Habrá estado velando algun enfermo, dijo María. ¡Tanto mejor! Me recetaria una cáfila de cosas y de remedios, y yo los aborrezco.

Estais muy ronca, dijo Marina.

Mucho, respondió María, y es preciso cuidarme. Me quedaré hoy en cama, y tomaré un sudorífico. Si viene el Duque, le dirás que estoy dormida. No quiero ver á nadie, Tengo la cabeza loca.

¿Y si viene alguien por la puerta falsa?

Si es Pepe Vera, déjale entrar, que tengo que decirle. Echa las persianas, y véte.

Salió la criada, y á los pocos pasos volvió atras, dándose un golpe en la frente.

- Aquí, dijo, hay una carta que el amo ha dejado á Nicolas para entregárosla.

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Véte á paseo con tu carta, dijo María; aquí no se ve,

y ademas quiero dormir.

¿Qué me dirá? Me indicará el

sitio donde le llama el deber.

¿Qué se me da á mí de eso? Deja la carta sobre la cómoda, y véte de una vez. Algunos minutos despues volvió á entrar Marina.

¡Otra te pego! gritó su ama.

- Es que el Señor Pepe Vera quiere veros.

Que entre, dijo María, volviéndose con prontitud.

Entró Pepe Vera, abrió las persianas para que entrase la luz, se echó sobre una silla sin dejar de fumar, y mirando á María, cuyas mejillas encendidas y cuyos ojos hinchados indicaban una séria indisposicion.

¡Buena estás! le dijo. ¿Qué dirá Poncio Pilatos?

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No está en casa, respondió María cada vez mas ronca. Tanto mejor; y quiera Dios que siga andando, como el judío errante, hasta el dia del juicio. Ahora vengo de ver los toros de la corrida de esta tarde. ¡Ya nos darán que hacer los tales bichos! Hay uno negro que se llama Medianoche, que ya ha matado un hombre en el encierro.

--

-¿Quieres asustarme, y ponerme peor de lo que estoy? dijo María. Cierra las persianas, que no puedo aguantar el resplandor.

-¡Tonterías! replicó Pepe Vera: ¡puros remilgos! No está aquí el Duque para temer que te ofenda la luz, ni el mata-sanos de tu marido, para temer de que entre un soplo de aire, y te mate. Aquí huele á patchuli, á algalia, á almizcle, á cuantos potingues hay en la botica. Esas porquerías son las que te hacen daño. Deja que entre el aire, y que se oree el cuarto, que eso te hará provecho. prenda, ¿irás esta tarde á la corrida?

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Díme,

- ¿Acaso estoy capaz de ir? respondió María. Cierra esa ventana, Pepe. No puedo soportar esa luz tan viva, ni ese aire tan frio.

Al decir estas palabras, se levantó él, y abrió de par en par la ventana.

- Y yo, dijo Pepe, no puedo soportar tus dengues. Lo que tienes es poco mal y bien quejado: á Dios: non parece sino que vas á echar el alma! Pues, Señá de la media almendra, voy á mandar hacerte el ataúd, y despues á matar

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