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tuviesen equilibradas las fuerzas y el poder con los otros seis que entre nobles y prelados habia elegido para la misma contingencia. Mas ya fuese que los procuradores no acertasen á hacerse dueños de la posicion con que la corona les quiso brindar, ya que Don Enrique III, buen soberano como era y prudente administrador de las rentas, prefiriese con no muy sano consejo resumir más en su mano toda la autoridad, privando de ella igualmente á los magnates y al pueblo, es lo cierto que el gobierno de D. Juan II, que hallaba á veces poco amigos á sí, y más aficionados de lo conveniente hácia los Grandes, á los procuradores, trató, á pesar de las reiteradas reclamaciones de éstos, de intervenir é influir solapadamente primero, y despues más á las claras, en las elecciones de los mismos procuradores; táctica natural y á veces indispensable donde haya régimen misto en todo gobierno de política propia (1). El trono empezaba á conocer que, pues el pueblo no se ofrecia voluntario á ayudarle contra la Grandeza, debia obligarle á ello influyendo en las elecciones; medio que, andando los tiempos, llegó á convertirse en verdadero abuso, y que mató al fin la representacion nacional juntamente con otras causas, tales como la envidia de las ciudades entre sí y sus vanas disputas de precedencia, las turbulencias á que daban márgen las elecciones de concejales, de donde salian los procuradores, el coste excesivo para muchos pueblos de las asistencias de éstos, y despues de todo, el haber venido á parar al cabo en harto palaciega, de demasiado independiente que fué la misma nobleza.

El instinto, que naturalmente lleva á todo pueblo á mirar como tirano á quien ejerce el poder y le pide subsidios, no dejaba conocer su verdadero interes al de Castilla. Ya he dicho

(1) Durante este reinado fué siendo tal la influencia, que hubo ocasion, como la de las Cortes de Olmedo en 1445, en que los procuradores, hechura de D. Álvaro, propusieron al Rey nada menos sino que se arrogase la facultad de deshacer de motu propio leyes y códigos hechos en Córtes, invocando para ello una ley del Fuero

Real, la cual dice que el poder del monarca es tan grande, que todas las cosas, todos los derechos tiene so si»; principio contrario al que siempre estuvo vigente, y volvió á estar en tiempo del mismo D. Juan, de que las leyes, derechos y fueros reconocidos no podian revocarse salvo por Córtes. >>

que los procuradores se mostraron más de una vez contrarios al partido de D. Álvaro de Luna, ó sea al de la corona, y favorecieron al de los Grandes, sus verdaderos tiranos. Veian la sima en que por los continuos alborotos del reino iba á hundirse lo que otorgaban para los gastos del estado; reclamaban enérgicos contra las mercedes que el Rey hacía á los nobles y prelados; reclamaban contra los dispendios excesivos de la casa Real; pero al paso que deseaban aliviar así con justo motivo las cargas de la nacion, erraban los medios: al mismo tiempo que deseaban emanciparse, no sabian cómo ni de quién debian. Sin acabar de caer en la cuenta de que los Grandes no podian ser sus naturales amigos, sino sus opresores, se arrimaban á ellos, y cometieron el desacierto de impedir al de Luna que llevase á cabo la formacion de un ejército permanente, aunque corto, pues no pasaba de mil lanzas el que este valido quiso mantener en contínua defensa del Rey. Todavía no se habia llegado á comprender la inmensa utilidad de los ejércitos fijos (áun despues de experimentado el servicio que hicieron las órdenes militares), sobre todo en los estados donde una oligarquía, cualquiera que sea, y ya la forme la clase noble, ya la misma hez del pueblo, amenaza sin cesar el sosiego comun y la libre administracion de la justicia y el santo ejercicio de los derechos individuales. No se les alcanzaba que el ejército permanente sirve tanto contra las agresiones exteriores como para las interiores y en bien de la paz, siendo áun en esto cierta aquella gran máxima: si vis pacem, para bellum. No entendian que las insolencias de la nobleza contra el trono hubieran acabado por estrellarse en aquel baluarte, el cual cada vez se habria hecho más fuerte y que hubiera concluido al fin con la prepotencia de ella. No se persuadian de que el gasto que se hace en mantener un ejército permanente es uno de los más reproductivos para las naciones, pues á su sombra, como amparo que son en el interior y el exterior contra las demasias, viven el comercio, la industria, la agricultura y las artes. El perspicaz ingenio de Fr. Lope de Barrientos quiso hacer revivir á los últimos del reinado de Don Juan II la idea de un ejército permanente en número de 8,000

lanzas mantenidas á sueldo en el lugar donde cada cual viviese, y á la manera de nuestras tropas provinciales; mas con la muerte del Monarca quedó este proyecto sin llevarse á cabo.

Mientras reinó D. Juan el Segundo se juntaron córtes unas treinta y ocho veces, cuándo para subsidios, cuándo para legislar, cuándo para proveer acerca de los alborotos del reino, cuándo para paces y treguas con otros. De lo más notable que en ellas se acordó, ó por diversas ordenanzas, pragmáticas, cédulas y alvaláes se previno, iré, por via de notas, dando ligera cuenta conforme proceda adelante en este trabajo. Advertiráse por ellas la contradiccion de principios que en este tiempo se manifestó. Las leyes no fueron escasas, y muchas de ellas excelentes, pero la mala fe era grande, el medio de evadir la ley fácil donde la administracion no podia ménos de ser pésima. Cierto que habia recaudadores para los diversos impuestos no arrendados, y que se les pedia luégo cuenta de la recaudacion; mas ¿cómo, y por quién, y qué era lo que al cabo venía á quedar en las arcas reales? Nunca se podia saber con certeza lo que debian los recaudadores y tesoreros, ni cuándo lo habian de pagar, tardándose años en ello. En 1442 se tuvo que promulgar una ley contra los ricos-hombres que, disfrutando asignaciones y acostamientos del Rey, embargaban las rentas reales para cobrarse. Llegó al punto este abuso, pues no se cortó por la ley, que en las córtes de 1447 se solicitó del Monarca una autorizacion á los pueblos á fin de formar hermandades que le impidiesen. Para poner algun remedio á los excesos que se cometian, proyectó el ya nombrado obispo Barrientos, poco antes de morir el rey D. Juan, dar á las ciudades el cargo de cobrar los impuestos, satisfaciéndolos luego ellas mismas al Rey, y suprimiendo en su razon los recaudadores del Estado; mas el proyecto no pasó de tal. Para concluir con lo tocante al órden que en aquellos tiempos habia en la Hacienda citaré un hecho. En la guerra que hizo al moro el infante D. Fernando, tio de D. Juan II, supo que los vasallos del Rey y de los Grandes se hacian pagar más lanzas de las que llevaban. Hizo alarde, y áun cuando metieron en él hombres alquilados, cosa que dió risa, nunca llegaron al

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número. El Infante lo vió, calló y pagó. Se ha llegado á sospechar que la mala administracion, y especialmente la de justicia, que (á pesar de lo mucho que, tratando de corregirla, se legisló) era escandalosamente vituperable, fuese obra intencional de D. Álvaro de Luna, con el fin de tiranizar más fácilmente con la confusion, ó bien efecto de las artes de sus contrarios, que buscaban por esta manera su descrédito. No creo ni lo uno ni lo otro tengo por origen de tanta malandanza la sola depravacion en las costumbres de una sociedad desquiciada y punto ménos que imposible ya de enderezar por el buen sendero.

El ódio que habia contra moros y judíos, aunque al parecer contrario á la civilizacion y á la humanidad, no dejaba de tener en parte su fundamento y su razon. La religion cristiana, tan viva en los pechos castellanos durante la reconquista, por la misma animadversion con que se miraban entrambas razas, habia perdido mucho de su pureza con el contacto frecuente entre ellas, tanto que S. Vicente Ferrer, que á más de santo, fué un gran político, inculcó altamente en el ánimo de la reina Doña Catalina y del infante D. Fernando, una vez que quisieron oirle predicar en Ayllon, que tratasen por todos los medios de evitar este contacto de los cristianos con los moros y judíos. Agréguese á esto que los prelados, guerreros en un tiempo por necesidad, lo seguian siendo por ambicion; y en tal vida, y sumidos en una política de contiendas civiles y donde el tratar de un asesinato no era causa de deshonor, daban no muy loable ejemplo con sus costumbres á los demas. La viva parte que ellos tomaban en las turbulencias políticas, y la ambicion del propio medro, que no el de la corporacion, hicieron ya en este tiempo de los prelados unos Grandes vestidos con traje eclesiástico, y advenedizos los más, que no dejaban en herencia á su posteridad lo que adquirian, ni ménos á la Iglesia, sino al lujo, á la depravacion, á los vicios. Entre las peticiones que los procuradores á córtes presentaron al Rey en las de 1438 hay una célebre y harto notable, por la cual solicitaban que, visto lo mucho que ya poseia la Iglesia con perjuicio de las rentas del Estado, pues no pechaba, no pudiese adquirir más, como no fuese de eclesiás

ticos, y que si adquiriese, fuera pechando. El Rey prometió consultarlo con Su Santidad. La ley que se hizo en 1431, para que los bienes adquiridos de particulares por la Iglesia continuáran pagando tributo, prueba hasta qué punto se iba haciendo temible la Iglesia al Estado por su mucho poseer. La rapacidad de los eclesiásticos era tan extremada, que en el dicho año de 38 las Córtes suplicaron en otra peticion que se cortára el abuso establecido de hacer ganancia los clérigos hasta con las excomuniones, que lanzaban á diestro y siniestro, levantándolas despues por dinero; con que se llegó al extremo de que nadie hiciera caso de ellas. Quejábanse sobre esto los procuradores de los grandes excesos que cometian los eclesiásticos en la exaccion de diezmos. Otras muchas veces reclamaron contra ellos por otros abusos; los designaban con nombres indecorosos, y en una ley, reprimiendo los escándalos de las mancebas, se señalaban muy particularmente las de los clérigos. El reclamar de los procuradores contra las usurpaciones del clero en lo que pertenecia á la autoridad civil, no tenía término por otra parte. De este modo la religion flaqueaba entonces en Castilla principalmente por la cabeza. Entre las órdenes monásticas conservábase, con todo, más pura, y no faltaban varones dignos de toda veneracion.

El comercio, puesto en trabas, vivia de la industria en lo interior, y más era, en lo restante, de importacion que de exportacion. Las guerras civiles y de las fronteras, la gente más dispuesta á pelear que á la contratacion, no le daban tampoco lugar. De Francia, pues de allí nos venian en buena cantidad los trajes, y de Italia era en la mayor parte, pagando tambien párias por medio de ellas á Flándes y á Alemania; y se alimentaba principalmente en el desmedido y creciente lujo que corrompia á todas las clases de la sociedad, lujo á quien daban pábulo el estrago de las costumbres y el ya inútil espíritu caballeresco, que puesto que no en véras, buscaba empleo en burlas magníficas y deslumbradoras. Este lujo monstruoso, que en un festin ó en un banquete consumia capitales enormes, era la hedionda vejez de la cortesana, que envuelve en seda y cubre de

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