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horribles de las escenas inquisitoriales en los autos de fé, y se habrán estremecido al leerlas en los libros. Pues bien, Señores, yo que las he leido más que en los libros; yo, que por mi deber de humilde historiador de mi patria, he tenido que ir á buscar documentos originales á nuestros archivos, y yo que he tenido en mis manos lo que tuvieron en las suyas los inquisidores; yo que conozco su letra y su rúbrica; yo que he visto las declaraciones de los testigos, que he tenido delante de mis ojos las sentencias originales, dejo á la consideracion de los señores diputados si me habré estremecido al leer aquellas horribles escenas. Señores, en punto á aborrecer la Inquisicion es imposible que me gane nadie, porque querria yo perecer antes y los objetos más queridos de mis entrañas que volver á semejantes tiempos. ¿Cómo ha de abogar la comision de Constitucion porque vuelvan esos tiempos, si tal vez no habrá nadie que se haya estremecido tanto, porque muchas veces he tenido que seguir con la imaginacion á los reos desde que salian de los calabozos hasta que iban ¿á dónde? á eso que se llamaba por sarcasmo teatro, que era el estrado que se levantaba en las plazas públicas para leerles la sentencia, y desde allí conducirlos al lugar del suplicio? He visto larguísimas descripciones originales de aquellas escenas, y me parecia tener delante los semblantes cadavéricos que sacaban de los calabozos, con aquellas vestiduras amarillas, las corozas,

los paños negros que vestian el estrado, con las luces amarillas, y contrastando todo ¿con qué? Con el lujo de los reyes, de los príncipes y princesas, de las damas de la córte, de los nobles, de los magistrados y caballeros, que asistian á estos espectáculos; espectáculos, Señores, que iba á ver un pueblo inmenso siempre; que hasta tal punto se habia fanatizado este pueblo que habia convertido esos espectáculos en escenas de diversion y de puro recreo. Esta es la verdad, Señores. Durante este tiempo se sacrificaron millares de víctimas. Los hombres más eminentes de España, los teólogos más distinguidos, los humanistas más célebres, los poetas de más reputacion, los escritores de más lustre, hasta los santos eran perseguidos por la Inquisicion. Digo esto, porque podria asustar á muchos que entre el largo catálogo de ellos se encuentren distinguidos teólogos que tanto lustre habian dado á la España en el concilio de Trento, como un Arias Montano, un Melchor Cano, el arzobispo Carranza, el venerable fray Luis de Leon, el sábio fray Luis de Granada, el historiador Juan de Mariana, el humanista Sanchez de las Brozas. Casi todos los hombres distinguidos de la literatura padecieron persecucion por el Santo Oficio, y hasta San Francisco de Borja fué perseguido por la Inquisicion; el mismo San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz y hasta Santa Teresa de Jesús, tambien la padecieron. Este era el tribunal de la Inquisicion. ¡Si le aborre

ceré yo, Señores!» Estotro pasaje corresponde á lo úllimo del discurso: «Pues bien, Señores, he inanifestado que al principio religioso y que á la unidad religiosa debe la España el ser nacion; que con la unidad religiosa se hizo nacion independiente; que con la unidad religiosa se hizo nacion libre. Esto mismo continuaria probando hasta nuestros dias con la historia. ¿Y qué es lo que se pretende ahora, Señores? Que se rompa de repente, sin que nadie nos obligue á ello, porque nadie nos obliga, sin que nadie nos lo pida, porque casi nadie nos lo pide; por lo menos fuera de este recinto yo no he visto ninguna de esas manifestaciones, que suelen hacer los pueblos para significar su voluntad. Yo en conciencia no me atreveria á llamarme verdadero intérprete de la voluntad nacional, si propusiera la tolerancia ó la libertad de cultos. Yo tengo muy presente el consejo de un insigne publicista, que por cierto á nadie parecerá sospechoso. Montesquieu dice en el libro 25 de su Espíritu de las leyes «que es una buena máxima y una buena ley política en punto á religion, cuando un pueblo no ha manifestado estar disgustado de la religion establecida, no admitir ninguna otra.» Señores, esto es lo que yo creo relativamente á nuestra España; yo creo que con esto íbamos á producir una gran perturbacion social, porque esto está en contradiccion con las tradiciones del país, con sus costumbres, con sus creencias Ꭹ hasta con sus necesidades; creo, Se

ñores, que se puede producir un gran conflicto, aun llevando la mejor intencion de hacer el bien.»

Sin embargo de impugnacion tan vigorosa, poco faltó para quedar aprobada la libertad de cultos con la enmienda del Señor Montesino, pues tuvo noventa y nueve votos á favor y ciento tres en contra. Así el empeño subió de punto al discutirse la enmienda, en que pedia el Señor Corradi que á ningun español se persiguiera por sus opiniones ó sus actos, y que se permitiera á los extranjeros el ejercicio de su culto á sus expensas y bajo las condiciones que exigieran las leyes. Más trascendental fué todavía el discurso del Señor Corradi que el del Señor Montesino. Sinceramente católico y decidido á no abjurar nunca la religion de sus padres se declaró desde el exordio, si bien dolidísimo de que la comision de constitucion desconociera el derecho precioso de todo hombre á adorar á Dios segun le dicte su conciencia, y proscribiera explícita y terminantemente la tolerancia de cultos, por cuyas dos razones habia presentado su enmienda, pues tenia por imperfecta la constitucion política en que se consignáran unos derechos y se suprimieran otros, cuando todos son como ramas de un mismo árbol ó eslabones de una misma cadena, y cuando del ejercicio de estos derechos nacen todas las libertades. Por atenerse á la utilidad y á la conveniencia no habia introducido la comision de bases ninguna variacion de sustancia, pues desde la aboli

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cion del tribunal del Santo Oficio no se perseguia aquí á nadie por sus opiniones religiosas, y vigente dejaba así la intolerancia, que siempre fué señal del miedo, de la debilidad y de la decadencia de las naciones. Para demostrar este aserto con relacion á España, sus palabras fueron las siguientes entre otras. ¿Quién ignora los desastres causados por la intolerancia religiosa, que hoy se quiere disfrazar con el nombre y la máscara de unidad católica, al modo de un puñal cuya punta se oculta entre flores? Si nues tros campos están desiertos; si las tres cuartas partes de nuestro territorio se ven despobladas, en términos de que se recorren leguas y leguas sin encontrar un árbol, una casa, un plantío, nada de cuanto acredite la mano de la laboriosidad humana; si nuestra agricultura no florece y en algunas partes se labra todavía la tierra como en tiempo de los fenicios; si la industria no prospera; si nuestro comercio se encuentra casi reducido á la nulidad; si caminamos á retaguardia de todos los pueblos cultos; si vivimos en un aislamiento tan estéril como desastroso, que fomenta los hábitos de exclusivismo y las preocupaciones del vulgo, atribúyase, no á nuestras desgracies, como suele vulgarmente hacerse, sino á la intolerancia religiosa, manga de fuego, que devoró todos los elementos de nuestra prosperidad; nube de langostas que arrasó los campos de la civilizacion española.» Entre los males de la intolerancia enumeró el

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