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el resplandor de los semidioses, en mi retina conservan la frágil envoltura de la humanidad.

¿Es lícito, es conveniente el maridaje de la Poesía con la Historia? Formulado en estos términos concretos el resumen de nuestra controversia, necesariamente aparecen los extremos en que disentimos. Mi opinión se ampara en autoridades que no han de parecerle recusables: Lope de Vega, entre ellas, pensaba (1) que

«Hay dos prosas diferentes,

Poética é historial:

La historial, lisa y leal,
Muestra verdades patentes
Por frasi y términos claros;
La poética es hermosa,
Varia, culta, licenciosa

Y oscura en ingenios raros. >>

D. Antonio de Solís, historiador y artista, escribía con mayor precisión: «Los adornos de la elocuencia son accidentes en la historia, cuya sustancia es la verdad, que dicha como fué se dice bien, siendo la puntualidad de la noticia la mejor elegancia de la narración.» Verdad es que en el terreno de la práctica olvidó la propia máxima escribiendo un poema épico-histórico, en términos propios para lisonjear el sentimiento nacional; mas esto en modo alguno afecta á la bondad del aforismo; prueba sólo la preponderancia de la imaginación en este país de poetas; explica de qué modo la tradición y la leyenda, la realidad y la ficción andan revueltas y confundidas en mezcla informe que el buen sentido no sabe ya descomponer, viciado cual está por los cantares de gesta, deleznable cimiento de la historia de España; muestra, en fin, que en el comercio historial circula moneda falsa, frase dura, que por vulgar, aunque significativa, ha lastimado las delicadas fibras del sentimiento artístico de V., siendo en realidad la causa de nuestra discusión.

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Pero ello es, amigo mío, que gracias á los hermosos conceptos de los poetas existe en el pueblo la convicción profunda de ser nosotros, los españoles, predilectos de la naturaleza. No hay región más fértil, frutos más preciados, atmósfera más suave, sol tan vivificador, mujeres tan bellas, graciosas é inteligentes, hombres más hidalgos y sobre todo valientes (1); los legisladores de Cádiz quisieron que fuéramos además justos y benéficos, calidades accesorias en habitantes de un segundo Paraíso. Corolario del teorema es la escasa estimación del trabajo, relegado á seres menos dichosos, que nacieron en países hiperbóreos, y el desprecio de la instrucción, de buen grado dejada á los siete sabios de Grecia. El poeta popular se ha encargado de perpetuar la doctrina diciendo:

«Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta. >>

Las reglas de conducta se trazan en ejemplo infiel de los héroes que esmaltan el reinado sin límites del tiempo, y lo que al parecer importa más es repetir que antaño y hogaño los naturales de este clásico rincón

«Y de la guerra intrépidos leones

á rugidos asombran las naciones.»

Dado que el sistema conduzca á mantener en auge el espíritu varonil, y que los sostenedores estimen de provecho asentar que

«Carlomagno y su pairía sucumbió en Fuenterrabía,»

¿no serían contraproducentes tantas y tantas otras exageraciones disparatadas que pasan por lecciones entre el vulgo? Los poetas que con las leyendas de Bernardo, de los In

(1) Cincuenta y seis ediciones van publicadas de El Libro de los Niños, en que el Sr. D. Francisco Martínez de la Rosa enseña todo esto en versos tan elegantes como engañosos.

fantes de Lara y de Mudarra, con la campana de Huesca, las proezas de Guzmán el Bueno, la Cruz de Santiago de Velázquez y mil otras invenciones recrean nuestros ocios, no son únicos, ciertamente, en la fabricación de la moneda ilegal que anda de mano en mano: historiadores de oficio, sesudos y experimentados, han sellado también el cuño que en apariencia la legitima, obrando de buena fe, porque de los poetas se contagiaron, ó porque unos y otros -ha dicho no sé quién tienen de común con los corderos la condición' bondadosa de marchar paso á paso detrás del que hace cabeza, deprimiendo en ocasiones lo mismo que pretenden elevar. Sirva de ejemplo Viriato, una de las glorias ibéricas más puras.

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Porque Orosio y Appiano Alejandrino escribieron largamente juzgando á su manera al hombre que humilló las insignias consulares, consignó el cronista Ambrosio de Morales, que era el lusitano en un principio pastor de ganado, «y como su grande ánimo no le consintiera parar en tanta bajeza de estado, hízose cazador, comenzando á ejercitar con las bestias fieras, para aprender allí el tratarla con los hombres. Juntó después consigo algunos que se le llegaron movidos con ver su valentía de ánimo y destreza en el cuerpo, y comenzó con ellos á saltear y robar en los caminos, hata que se le juntaron tantos, que pudo ya tener un ejército formado y llamarse capitán dél.»

El P. Mariana, influído por sus antecesores, más expresivo dijo: «Fué Viriato hombre de bajo suelo y linaje, y en su mocedad se ejercitó en ser pastor de ganados. En la guerra fué diestro: dió principio y muestra siendo salteador de caminos con un escuadrón de gente de su mismo talle. Eran muchos los que le acudían y se le llegaban, unos por no poder pagar lo que debían, otros por ser gente de mal vivir y malas mañas; los más por verse consumidos y gastados con guerras tan largas, deseaban meter la tierra á barato.»

Lo singular aquí es, que los historiadores romanos certificaron y al pie de la letra copiaron los dos españoles que anteceden, que vacceos y lusitanos, gente frugal y sufrida,

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hacían vida nómada dedicada al pastoreo; cambiaban la tierra cada año dividiéndola en parcelas y distribuyendo los productos; vestían sacos de lana; no tenían moneda; de modo, que no se alcanza qué robaba Viriato, ni en qué se fundarían nuestros maestros estimando vil y bajo el pastoreo en que se ejercitaron los patriarcas bíblicos, lo mismo que los más insignes caudillos de todos los pueblos primitivos. Como quiera que sea, Viriato ha sufrido sentencia inapelable por ladrón; los niños aprenden del P. Isla, como el Padre

nuestro:

«Viriato, guerrero,

pasando de pastor á bandolero,

y de aquí á general el más famoso,
jefe fué á los romanos ominoso.»

Presumo ha de pensar V., mi amigo, que la cita de Viriato, oportuna' cuando se tratara de aspiraciones en Ojitos, los Niños de Écija, Diego Corrientes y numerosos compañeros en la orden de la caballería correctora de los caprichos de la Fortuna, nada tiene que ver con la cuestión, circunscrita á las joyas de Isabel la Católica y á las naves de Cortés, y al parecer relegada por la interminable digresión del exordio, pero repitiendo que es mi estilo machacón y he menester de los ejemplos en auxilio de la necesidad sustentada del expurgatorio de libros históricos, comenzándolo en los de las escuelas, espero excusa en la benevolencia de V., máxime si añado que los textos de Morales y Mariana, autoridades en nuestra literatura, han de servirme como señuelo para traer más citas y más textos, después de acreditar que la tradición, por tradición sola, no es merecedora de alto respeto, antes ha de recibirse á beneficio de inventario. Díganlo D. José Sans y Barutell, que sin piedad deshizo la poética leyenda de las ensangrentadas barras de Aragón; D. Francisco Martínez Marina, que demostró la fábula de los viajes por España de Adoniram, recaudador de los tributos de Salomón; D. Aureliano Fernández-Guerra, que en más espinoso terreno, con la delicadeza y encanto de su estilo, castigó la novela de los amores de D. Rodrigo y la Cava y ha expli

cado de un modo natural el nacimiento de las nueve gemelas de Calsia, tras de los que con sana crítica corrigieron las supuestas antigüedades de Granada, las relaciones apócrifas de los viajes de Fuca y Maldonado, el voto de Santiago, los falsos cronicones y las falsedades del P. Román de la Higuera; ejemplos también, beneméritos de la historia, que no me es dado imitar en la penetración del estudio ni en la transcendencia de la enseñanza; que me sirven de estímulo, no obstante, en el compromiso con V. contraído. Manos á la obra; empiezo, con esta salvedad, por

Las joyas de Isabel la Católica.

Que como autor aplaudido de un drama en que aparece la gran Reina de Castilla, la más digna del respeto y reconocimiento de los españoles, resista V. cuanto á su juicio atenúe el resplandor de que la ha rodeado, no puede sorprenderme. En este instante, leyendo en alta voz el epígrafe que acabo de escribir, he sido interpelado por mi hija:

-¿Qué va V. á decir de las joyas de D.a Isabel?
-Que son falsas.

-¡Falsas!

-Quiero expresar, hija mia, que nada influyeron en el descubrimiento del Nuevo Mundo.

-Pues si V. lo dice van á tirarle piedras, porque todo el mundo está persuadido de lo contrario.

-¿También tú?

-Por supuesto.

-¿Dónde lo has aprendido?

-En la Historia. Además, recuerde V. la estatua de mármol que está en la galería del Palacio real, á la entrada de la capilla.

-La recuerdo, pero ¿ á qué asunto?

-A que muestra en la mano el cofrecillo de las joyas, y del mismo modo representaba á la Reina un hermoso cuadro que vimos en la Exposición.

-Es verdad.

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