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DISCURSO PRELIMINAR.

§ I.

Noticias biográficas del PADRE PEDRO DE RIVadeneira.

A la puerta de una pobre casa de Roma se hallaba una tarde un muchacho español, de edad de unos catorce años, apuesto y bien vestido. Parecia preocupado é irresoluto, dominado por un pensamiento que dudaba llevar á cabo: al fin se persignó, y llamó en seguida á la puerta de aquella pobre casa.

Motivos tenía para vacilar, pues en aquel momento iba á resolver el problema de toda su vida, y si hubiera podido leer en su porvenir, al llamar á la puerta de aquella casa, pudiera haber dicho: Jacta est alea. Era aquel muchacho natural de Toledo, donde habia nacido, el 1.o de Noviembre de 1527, de una familia noble, pero poco sobrada de bienes de fortuna, como acontecia por entonces á muchos hidalgos de Castilla. Su padre se llamaba Alvaro Ortiz de Cisneros; su, madre Catalina de Villalobos; el nombre del muchacho era PEDRO DE RIVADENEIRA. La pobre doña Catalina habia quedado viuda y con escasos recursos para mantener á tres hijas y aquel hijo, á quien su carácter travieso é impetuoso hacia cada vez más necesaria la mano fuerte de un padre rígido y austero. Sus travesuras daban mucho que hacer á la piadosa Catalina y á los profesores Cedillo y Venegas, á cuyas aulas de gramática concurria.

Propicia ocasion le deparó la Providencia á su carácter bullicioso é inquieto con la venida del cardenal Farnesio, que llegó á Toledo para cumplimentar al emperador Cárlos V, de parte del Papa, su tio. El Cardenal se alojó en el edificio llamado del Nuncio, frente á casa de RIVADENEIRA. Aprovechó esta ocasion el revoltoso escolar para entrar en relaciones con los pajes del Cardenal, muchachos de su edad, y mezclarse entre ellos con objeto de servir á la mesa de aquel príncipe, á fin de verle de cerca. Chocóle al Cardenal el aire resuelto y vivaracho de su nuevo y gratuito paje; preguntóle si queria quedarse en su servicio, y no se necesitaron muchas diligencias para que la madre y el hijo aceptáran una proposicion tan ventajosa.

Con el Cardenal habia ido á Roma su nuevo paje RIVADENEIRA, y no por verse en tierra extraña y en el palacio de un sobrino del Papa moderó su genio inquieto y bullicioso: ni áun la presencia del Papa bastaba á contener al travieso toledano, pues en las cámaras mismas del palacio, en ocasion de una gran fiesta, y estando con hacha en mano alumbrando al Cardenal, se la rompió en la cabeza á otro paje que le estaba haciendo muecas; y el dia de la Candelaria de 1540, al repartir Su Santidad los cirios benditos á los cardenales y á su servidumbre, le besó la mano al Papa con gran desembarazo, en vez de arrodillarse y besar el pié, como el ceremonial exigia.

Al bondadoso Cardenal le caian en gracia las genialidades de aquel muchacho, y no queria se le despidiera de su casa á pesar de ellas. ¡Pobre chico, hijo de una señora viuda y noble, pero escasa de bienes, sacado de su pueblo y de su patria para traerlo á tierra extranjera, qué hubiera sido de él, abandonado en medio de las calles de Roma!

Aquel mismo dia en que le hemos sorprendido, cabizbajo y pensativo, á la puerta de una pobre casita, hácia donde ahora se levanta la grandiosa iglesia del Gesú, se habia escapado del palacio Farnesio, y en vez de ir al campo con el Cardenal y los demas pajes, habia hecho una de esas fugas, que son el bello ideal de los muchachos revoltosos é indóciles, y sobre todo, de los estudiantes de todas épocas y de todos los países. De ceca en meca, como decimos en España, anduvo RIVADENEIRA recorriendo calles, edificios públicos, monumentos antiguos y modernos, iglesias en donde quizá no rezó, ó rezaria sin saber lo que rezaba. Mas á la caida de la tarde se halló cansado, descontento, y, segun que iba faltando la luz, crecian los remordimientos de la conciencia, y áun quizás

los del estómago. ¿Cómo volver al palacio Farnesio? ¿Querrian acaso admitirle? ¿Qué iba á ser de él en medio de las calles de aquella ciudad populosa y desconocida?

Acordóse entónces de que un paisano suyo, llamado don Pedro Ortiz, enviado del emperador Cárlos V á Roma, personaje de gran importancia y á la vez de gran reputacion y virtud, le habia hablado de que fuera á ver á un clérigo español, llamado el padre Iñigo. Tambien Ortiz era natural de Toledo, queria mucho al travieso RIVADENEIRA, y al marchar de Roma habia deseado ponerle bajo la direccion de aquel virtuoso sacerdote español, á quien él habia tenido gran ódio en París, y á quien profesaba en Roma singular cariño, habiéndose puesto bajo su direccion espiritual. Ni de los consejos de Ortiz habia hecho mucho caso el bullicioso paj^, ni se habia acordado de la visita del padre Iñigo; pero en aquellos tristes momentos con que concluyen siempre las felices é inexplicables escapatorias infantiles, se acordó de la visita y de la recomendacion de su paisano Ortiz. Mas á su petulante orgullo repugnaba el entrar en aquella casa; latíale el corazon, y el ángel bueno y el ángel malo, que cada hombre tiene segun el dogma cristiano, le empujaban á entrar ó á retirarse de ella. Si llamaba á la puerta, iba á ser un sacerdote austero y estudioso; haria muchos viajes por Alemania y por Flandes, á pié y casi descalzo; sufriria grandes privaciones, sería un misionero evangélico. Si no llamaba, continuaria viviendo en el siglo, correria aquellos países montado en brioso corcel, asistiria á grandes batallas, asaltos y tomas de plazas. Quizás se hallaria en Lepanto y en la toma de la Goleta, y con el valor y ardimiento que de chico demostraba, llegaria á ser uno de los jefes de más nombradía que militáran á las órdenes del Duque de Alba, de don Juan de Austria y áun quizá dei príncipe Alejandro Farnesio.

Al llamar á la puerta de aquella pobre casa, él no podia figurarse que decidia de su suerte, pero así era en efecto: dejaba de ser paje, capitan, quizá mariscal de campo, y en cambio, iba á ser... jesuita. ¿Qué significaba entónces esta palabra, hoy tan significativa? Nada, absolutamente nada; pocos dias despues, mucho, muchísimo.

Abrióse la puerta, entró RIVADENEIRA y se halló con un sacerdote pobremente vestido, de escasa estatura, calvo, de rostro afable, sereno y bondadoso, y que al tiempo de andar cojeaba un poco, aunque sus pausados movimientos y grave continente hacian que apénas se conociera aquel defecto. Preguntó RIVADENEIRA por un clérigo de Azpeitia, que se llamaba el padre Iñigo, y el anciano le respondió que era él mismo. En efecto, era el mismo san Ignacio de Loyola el que acababa de abrirle la puerta. Expuso RIVADENEIRA el motivo de su venida, la mala posicion en que se hallaba por su escapatoria, la duda de que le volvieran á admitir despues de las muchas que tenía á cuenta, el temor de que, áun caso de admitirle, se le impusiera algun castigo fuerte. Durante la conversacion habian acudido otros sacerdotes y jóvenes, que, enterados del asunto, le rodearon cariñosamente, le animaron con buenas reflexiones, y finalmente, el mismo san Ignacio le ofreció ir al dia siguiente á verse con el Cardenal, para interceder por él, pues le conocia y tenía muy buenas relaciones con aquel alto dignatario. Cuando al dia siguiente fué san Ignacio á ver al Cardenal y le contó la nueva travesura de su indócil paje, el Cardenal, bondadoso como todos los que son verdaderos señores, se echó á reir con toda su alma, y dijo á san Ignacio que volviera á su servicio el fu- . gitivo RIVADENeira.

y

¡Cosa rara! esta noticia no causó á éste ni extrañeza ni alegría; ¿qué ocurria en su alma? Una noche que habia pasado en aquel pobre albergue, entre aquellos virtuosos y afables sacerdotes, le habia trocado: queria ser jesuita. De capricho pueril y ridículo, de inconsecuencia, de indiscrecion, de fervor pasajero, y de otras mil cosas á este tenor, se calificó su vocacion. Estas contradicciones en genios como el de RIVADENEIRA Suelen ser poderosos estímulos para afianzar una resolucion vacilante, que, sin la contradiccion, quizá no se hubiera afianzado. Faltaba, ademas, que san Ignacio quisiera admitir por novicio al travieso paje, acostumbrado á las ollas de Egipto en el palacio Farnesio. Pero el fundador de la Compañía, hombre de mundo, militar noble, aunque estropeado en el servicio, y de gran prevision y experiencia, habia adivinado de una ojeada lo que valia el bullicioso muchacho, y las bellas facetas de aquel diamante tosco.

RIVADENEIRA entró en la Compañía el 18 de Setiembre de 1540, cuando aquel instituto no estaba aprobado: nueve dias despues el Papa daba su sancion canónica, y principiaba á existir en la Iglesia católica la célebre Compañía de Jesus, cuyo primer cronista habia de ser el maleante paje, trasformado de repente en humilde novicio.

¡Si con mudar de ropa hubiera dejado sus mañas!... Bien se necesitó la paciencia y el cariño de todo un san Ignacio para aguantar al petulante novicio. Si le mandaban barrer, levantaba una polva

reda que ponia perdida toda la casa; si bajaba por la escalera, saltaba los escalones de tres en tres; y si en el comedor habia cerezas ó aceitunas para postre, los huesos de ellas rebotaban en la calva del fundador de la Compañía. A no ser por éste, veinte veces se le hubiera expulsado; pero san Ignacio miraba al travieso muchacho como su Benjamin, le amonestaba cariñosamente y defendia contra todos al pobre Perico, cariñoso diminutivo español con que designaba al indócil novicio; y cuando veia luego la energía con que dominaba su fogoso carácter, la humildad con que se sujetaba á las privaciones y á los castigos, solia decir á los otros padres españoles, que desconfiaban de él: «Ya verán cómo este Perico al cabo da buenas peras.»>

Y fué así en efecto, y la paciencia del gran fundador de la Compañía, labrando aquel carácter fuerte y altanero, dió á la religion una de sus lumbreras, y á la literatura española uno de sus mejores clásicos.

-¿Qué te parece á tí, Pedro, que es ser secretario?

— Eso se reduce, respondió RIVADENEIRA á san Ignacio, á guardar fielmente los secretos que se le confien á uno.

-Pues en tal caso, si así lo crees, vas á ser mi secretario de aquí en adelante. Y en efecto, desde aquel dia principió á valerse de él como amanuense, haciéndole escribir mucho, sacar copias, reproducir circulares, y sin dejarle pasar falta alguna de ortografía, ni de gramática, ni áun de caligrafía. Es más le hizo, no tan sólo su secretario, sino tambien su confidente, llevándolo en su compañía á enseñar el catecismo, paseando con él las pocas veces que salian á respirar el aire del campo, refiriéndole sucesos de su vida, que pudieran servirle de aviso y enseñanza, y abriéndole su corazon con la sencillez y franqueza con que el ya modesto novicio le abria el suyo, y le daba cuenta de sus luchas y de las sublevaciones de su carácter antiguo. Ésta fué una de las escuelas en que más estudió Rivadeneira, y esta enseñanza la que más contribuyó á formar su genio.

Curioso es el diálogo entre san Ignacio y RIVADENEIRA, y que refiere éste en el capítulo segundo del libro tercero de la Vida de san Ignacio. Habia aprendido RIVADENEIRA el italiano en uno de los palacios más aristocráticos de Italia y de muchacho, á la edad en que se aprende fácilmente cualquier idioma. No sucedia lo mismo al fundador de la Compañía. «Y temiendo que las cosas provechosas que él decia no serian de tanto fruto ni tan bien recibidas por decirse en muy mal lenguaje italiano, díjeselo á nuestro padre, y que era menester que pusiese algun cuidado en el hablar bien, y él con su humildad y blandura me respondió estas formales palabras: Cierto que decis bien; pues tened cuidado, yo os ruego, de notar mis faltas, y avisarme dellas para que me enmiende.

>> Hicelo así un dia con papel y tinta, y vi que era menester enmendar casi todas las palabras que decia; y pareciéndome que era cosa sin remedio, no pasé adelante, y avisé á nuestro padre de lo que habia pasado, y él entónces con maravillosa mansedumbre y suavidad me dijo: Pues, Pedro, ¿qué harémos á Dios? queriendo decir que nuestro Señor no le habia dado más, y que le queria servir con lo que le habia dado.»

Vicisitudes son éstas que no deben omitirse cuando se trata de apreciar á un clásico: su educacion en todos conceptos viene á reflejarse en su instruccion, y la instruccion en sus escritos.

El 28 de Abril de 1542 salió RIVADENEIRA de Roma para ir á estudiar en la universidad de París, en compañía de otros seis jesuitas, cinco de los cuales iban para Coimbra. Debia para ello separarse de san Ignacio y andar á pié desde Roma á París. Compadecidos los compañeros, suplicaron al fundador que permitiese á RIVADENEIRA hacer el viaje en cabalgadura. Pero ¿dónde estaban los recursos para ello? la cantidad que llevaban era para poder gastar cada uno seis cuartos diarios; así que no tocaban al caudal sino en casos de apuro; pedian limosna y se recogian en los hospitales. Hé aquí la perspectiva de un viaje de Roma á París, y viceversa, para los estudiantes pobres á mediados del siglo XVI. Y con todo, este viaje lo hacian, no solamente los religiosos, sino otras personas faltas de recursos y con deseos de aprender.

«PEDRO hará el viaje como quiera, dijo san Ignacio; pero si ha de ser hijo mio y quiere darme gusto, lo hará á pié, como los otros); y en efecto, á la edad de quince años hizo el viaje á pié, atravesando casi toda la Francia, que estaba en guerra con España, y para mayor dolor, ni él ni Estéban Diaz, su compañero, sabian palabra de frances. Este propendia por retroceder y marchar á Coimbra con los otros compañeros, suponiendo que san Ignacio lo hubiera dispuesto de este modo si hubiese previsto la declaracion de guerra. No era RIVADENEIRA de este parecer, una vez vencido su carácter impetuoso y hecho á la más completa obediencia. Así que dijo resueltamente á su compañero: «Yo voy á París, aunque me cueste la vida.»

Este rasgo de un muchacho de quince años manifiesta hasta qué punto el carácter rebelde é indócil del expaje del cardenal Farnesio se habia trasformado bajo la mano del antiguo militar, herido en la brecha del castillo de Pamplona. Con razon decia éste, cuando trataban de echarle del noviciado, en vista de sus travesuras é indiscreciones, comparándole con los dos novicios más dóciles y sumisos :

«¿Ven á Fulano y Fulano? Pues tiene más mérito el pobre Perico; porque aquellos son dóciles por su carácter natural, y éste, por el contrario, es de un carácter violento é indómito, y tiene que hacerse gran violencia para dominarse.»>

Esto era saber conocer y apreciar los genios de los jóvenes, y las lecciones de su fundador no han sido olvidadas por los de su instituto, que siempre han tenido gran habilidad para discernir ingenios.

¡Cosa rara! Llegados á París RIVADENEIRA y su compañero, principiaron sus estudios en el colegio de Santa Bárbara. Allí habia otros varios jesuitas, dirigidos por el valenciano Domenech. Estéban Diaz, su compañero de viaje, se cansó poco despues de los estudios y de aquella sujecion; tiró la sotana, se hizo soldado y murió al poco tiempo desastrosamente en un desafío.

Un mes hacia que estaba RIVADENEIRA en París, y apénas repuesto de los quebrantos de su primer viaje pedestre, cuando estalló la guerra entre Cárlos V y Francisco I. Mandó éste que todos los españoles ó súbditos de España salieran de sus estados en el término de tres dias. En vano la universidad quiso hacer valer sus privilegios. El Rey se empeñó en llevar adelante sus mandatos. Domenech tuvo que escapar á toda prisa de París, con su pequeña colonia española, en la que iban, ademas de RIVADENEIRA, el padre Oviedo, futuro patriarca de Etiopía, Millan de Loyola, sobrino del fundador, y otros varios jóvenes jesuitas, entre ellos un flamenço, tambien expulsado como súbdito del Emperador.

Durante aquel viaje precipitado, pues tuvieron que andar á pié cuarenta leguas en tres dias, pasaron grandes trabajos y se vieron á cada paso maltratados, insultados y expuestos á quedar prisioneros. Tenian que comprar un pedazo de pan, que comian andando: muertos de sueño y de fatiga, llegaron á Bélgica, y de tal modo, que creyeron que en Arrás acabase el pobre muchacho el viaje de su vida. Con grandes apuros pudieron llegar á Lovaina; dedicóse allí RIVADENEIRA Con grande afan á sus estudios, en medio de la gran pobreza en que vivian tanto él como sus compañeros, mendigando el sustento, cubiertos de ropas raidas y casi andrajosas, hechos no pocas veces objeto de ludibrio. Su carácter fogoso de otro tiempo estaba ya domeñado; pero al fin era un pobre chico de diez y seis años, léjos de su patria, acostumbrado á buen trato y áun á los placeres de los palacios romanos, y su imaginacion, al comparar aquellos goces con estas privaciones extremas, hubo de hacerle sufrir no pocas amarguras. Viósele languidecer, volverse taciturno, buscar los rincones y la soledad para llorar con desahogo, y todo esto ocurria léjos de san Ignacio, que para él era un padre y le hubiera confortado en aquel combate.

Afortunadamente Domenech fué llamado á Roma por el fundador; indicó á RIVADENEIRA si queria venir con él á Italia y ver á san Ignacio. Al oir esta oferta, en momentos para él tan críticos, desaparecieron las ansiedades, y emprendió con el mayor gusto su tercer viaje á pié, en que era preciso atravesar toda Alemania, y con grandes rodeos para evitar los horrores de la guerra; por un país devastado por ella y sin recursos, y ayunando con gran rigor, pues era tiempo de cuaresma: várias veces creyeron sus dos compañeros que se les quedaba muerto en medio del camino aquel pobre chico, unas veces de hambre, otras de cansancio y tambien de frio.

Al llegar á Venecia, quiso Lainez, que estaba allí, detener á RIVADENEIRA, para que se reanimase un poco, ofreciéndole llevarle consigo á Roma en pasando algun tiempo. En su impaciencia por llegar á allá, no quiso aceptar aquel descanso. Domenech cayó malo en Rávena y tuvo que ir al hospital; convinose en que se quedára el otro compañero para cuidarle, y que RIVADENEIRA fuese solo á Roma para dar cuenta á san Ignacio de lo que pasaba. Nuevos aprietos, nuevas hambres y fatigas, y esta vez las pasaba viajando solo y depriesa, pues apénas podia dominar el ánsia de verle y abrazarle. En Loreto creyó quedarse muerto en la iglesia de la Virgen: al llegar á Roma no le conocieron sus mismos compañeros; ¡tan flaco y extenuado estaba! A decir misa iba san Ignacio, y tenía ya puestos los ornamentos sacerdotales, cuando llegó RIVADENEIRA, y no pudiendo contener los impulsos de su cariño, se arrojó á sus piés, pidiéndole su bendicion. Levantóle aquél y le abrazó con gran efusion y cariño, enternecido al ver cómo volvia su pobre Perico. Al lado de su segundo padre recobró bien pronto salud y energía,

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