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mera de estas motillas ó monticuli? ¿No pudo ser esta motilla y las otras como una especie de cebo puesto á la codicia de los bárbaros, que al ver esta eminencia tratarían de destruirla, esperando hallar en su interior grandes riquezas ocultas? ¿Quién será capaz de decir que las motillas no son un medio ingenioso de preservar y defender los sepuleros situados alrededor? ¿Por ventura, al pretender registrarlas no habian de salir de ellas centenares de metros cúbicos de tierra, que por necesidad tenían que serarrojados sobre las tumbas inmediatas? Imporla muy mucho no olvidar que en la consternación en que se hallaban los bético-romanos, y dado el poco tiempo de que podían disponer, no debieron perdonar medio para ocultar pronto y bien las tumbas de sus mayores; y cualquier recurso, por impropio y extraño que hoy parezca, pero que bastara, á su juicio, para conseguir el fin que se proponían, debió ser utilizado por ellos.

Los vándalos y sus auxiliares los silingios imperaron como absolutos dueños en la Bética hasta el año 428, en que, llamados por el conde Bonifacio, emigraron á la Mauritania, de donde salieron más tarde para saquear á Roma. Apenas las hordas de Geneserico cruzaron el estrecho de Gibraltar, la provincia predilecta de Augusto se vió asaltada por los suevos, que, feroces y salvajes como ellos solos, acabaron de destruir lo poco que pudo salvarse cuando la primera invasión. Los nuevos conquistadores fueron á su vez expulsados por Teodorico y Eurico, verdaderos fundadores, especialmente el último, de la monarquía goda en España.

II

Excepción hecha de Galicia, la Bética fué la provincia hispano-romana que más rebelde y opuesta se mostró en todo tiempo á la dominación de los godos. En vano Amalarico quiso someterla por entero á su autoridad, y para mejor lograrlo trasladó á Sevilla la corte y el gobierno en el año 511. Todo inútil. Los naturales continuaron en su animosidad y malquerer hacia los nuevos amos, á quienes miraron siempre como extranjeros y enemigos, y cuyo despótico poder resistieron por cuantos medios estuvieron á su alcance. Ni Teudis ni Teudiselo consiguieron grangearse el afecto de los bético-romanos, sobre los que nada influyeron los cuarenta y tres años que la corte permaneció en Sevilla.

Una sola vez, en tiempo de Agila, se les ve de acuerdo con los descendientes de los bárbaros; y sabido es que á virtud de la revolu

ción que hicieron Córdoba, Sevilla y otras ciudades, probablemente Carmona entre ellas, Agila fué depuesto y Atanagildo ocupó el trono. ¿Este movimiento significaba, quizá, que hubieran olvidado sus viejos agravios y estuviesen dispuestos á firmar las paces con los autores de su desgracia? No en verdad; y la prueba la tenemos en que Atanagildo, apenas obtenido el triunfo, abandonó á sus amigos y llevó la corte à Toledo, donde ya quedó hasta la venida de los árabes. La ingratitud de Atanagildo para con aquellos á quienes todo lo debía es inexplicable. Tan extraña é incomprensible conducta ¿á qué móviles pudo obedecer? ¿Respondería, como quieren algunos, á las exigencias de los grandes magnates palatinos? ¿O sería, como pretenden otros, que Atanagildo desconfió de la lealtad de sus partidarios y temía que andando el tiempo hicieran con él lo mismo que con Agila? En nuestra opinión, de todo hubo un poco. Seguros estamos de que los bético-romanos tomaron parte en el alzamiento á favor de Atanagildo, no por amor á ninguno de los bandos en que los godos andaban divididos, sino porque creyeron que teniendo un rey hechura suya, fácilmente volverían, como en efecto volvieron, á la organización y libertad municipales de que gozaban en tiempo de los primeros emperadores romanos, organización y libertad que tanta prosperidad trajeron á la Bética y de las que los pueblos conservaban tan hermosos recuerdos.

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Las causas generadoras de la mala voluntad que los bético-romanos profesaban á los godos debieron ser múltiples, variadas y de un orden muy superior; esto es innegable. Y sin embargo, las crónicas contemporáneas guardan completo silencio sobre este punto, dejando envuelto entre sombras y dudas este importante período de nuestra historia. El por qué se mostraron más refractarios á los godos que los mismos vándalos, secreto es que permanece todavía sin averiguar, á menos que aceptemos la opinión de los que afirman que todo consistió en meras diferencias religiosas, tanto más dificiles de conllevar por unos y otros, cuanto que se trataba de hombres á quienes el abismo de un cisma traía separados desde los tiempos del gran Constantino. (Los bético-romanos en su inmensa mayoría eran cristianos ortodoxos, mientras los godos eran arrianos intolerantes y fanáticos.) La guerra civil á que dió lugar la conversión á la fe católica del príncipe Hermenegildo parece conceder la razón á los que fundan la antipatía de los dos pueblos en motivos religiosos ó de conciencia. En efecto, durante aquella lucha la tierra de los Osios, Isidoros y Leandros se puso toda entera al lado del catecúmeno, por ayudar al cual hizo sacrificios verdaderamente extraordinarios. Poco importó que Leovigildo bajara sobre ella con crecido ejército, y en fuerza de tesón y de constancia, de valor y de fortuna la obligara á someterse. ¿Acaso conquistó también el corazón de los católicos? No tal, que los ánimos quedaron más fieros y enconados que nunca, siendo necesaria nada

menos que la aceptación del símbolo de Nicea por Recaredo y los obispos para extinguir de una vez el odio en los corazones.

Proclamada la unidad religiosa, la fusión de las distintas razas que poblaban la península comenzó á verificarse, y en los extensos dominios de la monarquía goda se asentaron por fin la paz y tranquilidad de que tanto habían menester. Chindasvinto y Recesvinto continuaron la obra de Recaredo, y por medio de sabias leyes acabaron para siempre con las viejas rivalidades de sus súbditos. A partir del año 589, ó mejor del 656, los nombres de godos y suevos, galos y béticos dejan de sonar, absorbidos todos en la común denominación de vasallos del rey de Toledo.

Pero la grandeza y poderío de la monarquía goda comenzaron á decaer visiblemente apenas Wamba descendió las gradas del trono. Ervigio y Egica, reyes sin iniciativa ni valor, y atentos sólo á la conservación de un cetro que no ganaron por los medios legales, fueron los primeros à preparar la destrucción de aquel Estado, el más varonil y fuerte de cuantos produjeran las ruinas de Roma. Witiza y Rodrigo, inmediatos sucesores de aquéllos, continuaron el trabajo de perdición ya iniciado; y bien puede decirse que cuando los soldados de Tarik cruzaron el estrecho de Gibraltar, del carácter godo, tal como aparece en los días de Recaredo y Chindasvinto, quedaba, si acaso, una débil sombra. Todo era confusión y desorden en aquella sociedad. Los eclesiásticos llevaban una vida relajada y licenciosa, consagrada por entero á la ostentación y al lujo, á la sensualidad y la molicie; y los seglares, divididos en parcialidades y bandos diferentes, andaban desasosegados y revueltos, urdian conspiraciones diarias y mantenían al pais en contínua alarma é inquietud. En una palabra, el pueblo godo, modelo de pueblos morigerados y valientes, habia ido perdiendo poco a poco sus virtudes todas y corría desalado por el camino de la desmoralización, al final del cual lo esperaban para redimirlo las espadas sarracenas.

III

En los últimos dias de Julio del año 711 un numerosísimo ejército, capitaneado por el rey Rodrigo en persona, se encontró en las márgenes del Guadi-Becca con los veinte mil africanos que, al mando de Tarik ben-Zeyad, acababan de desembarcar en Algeciras. Empeñada la lucha, la suerte de las armas fué desfavorable para los cristianos, que ¡increible parece! en una sola hora desaparecieron de entre el nú

mero de las naciones, perdiendo de un golpe patria y libertad. Tarik, activo y diligente, no se dió momento de reposo; y húmedas aún las ropas con la sangre de la batalla puso sus caballos al galope en dirección de Toledo, cuya capital rindió por capitulación y en cuyo imperial palacio se alojo con su séquito.

Llegadas á oidos de Muza ben-Nozair las rápidas conquistas de su teniente, el áspid de la envidia le mordió en mitad del corazón y resolvió venir á España, de la que en cierta ocasión dijeran á los califas de Damasco: «Es superior à la Siria por la hermosura de su cielo y fertilidad de su suelo; al Yemen por la suavidad de su clima; á la India por sus aromáticas flores; al Hedjaz por sus frutos, y al Catay por la abundancia de sus metales preciosos (1). El walí del Africa occidental salió, pues, de Tánger al frente de diez y ocho mil árabes, gente toda principal y escogida, y en el mes de Junio del año 712 desembarcó en las costas andaluzas. Apenas tomó tierra, los cristianos que le acompañaban (se cree fueran los godos que se expatriaron de resultas de la revolución que tres años antes hicieron los parciales del rey Rodrigo) le propusieron emprender distinto rumbo que el seguido por Tarik, bien entendido que en el nuevo itinerario que le ofrecían habría de encontrar ciudades populosas y fuertes que rendir é inmensas riquezas y tesoros de que apoderarse. Muza, cuyo solo afán consistía en oscurecer la gloria de su afortunado predecesor, aceptó como bueno el consejo de los cristianos, y acto seguido marchó sobre Medina Sidonia, á la que logró reducir después de seria resistencia. Desde Medina Sidonia el impaciente caudillo encaminó sus pasos hacia Carmona, ciudad bien torreada, aunque pequeña, y de grandes y elevados muros, fosos y antemurallas (2).

Antes de seguir adelante haremos constar lo que fray Juan Bautista Arellano dice en su libro titulado «Antigüedades y excelencias de la villa de Carmona»: «El rey Witiza, temiendo ser depuesto del reino por sus crueldades, cobarde y receloso inandó derribar todos los castillos y murallas de las fortalezas españolas el año de 307, excepto las de Carmona, Toledo, León y Astorga.» Es indudable que tan grave afirmación la tomó Arellano de los cronicones españoles, con la sola variante de incluir á Carmona en el número de las ciudades respetadas por el sucesor de Egica. Afortunadamente hoy está demostrado. que los detractores de Witiza quisieron presentarnos á este rey como un monstruo sin entrañas y que para ello amontonaron sobre su memoria crímenes sin cuento. ¿Necesitaremos decir que la demolición de que habla Arellano es una fábula más entre las muchas que el encono y la pasión inventaron contra el último rey de los godos? Ni hubo tal

(1) Akhbar Madjmua.

(2) Abul Casim Tarik Abentarique.

arrasamiento de fortalezas, ni existieron las excepciones de que se hacen eco los enemigos de Witiza. En prueba de ello, ahí están los sitios de Córdoba, Mérida y otras ciudades, al amparo de cuyas torres y murallas se defendieron los cristianos bizarramente y durante muchos días. Hecha esta salvedad, reanudemos el hilo de nuestra narración.

Viejo y práctico en las cosas de la guerra, Muza comprendió desde luego que la rendición por medio de las armas de una plaza fuerte como la que á la vista tenía, construida sobre una roca cortada á pico por los cuatro vientos y rodeada de una extensa llanura en todas direcciones, no era empresa para realizada en el corto tiempo de que él podía disponer, y casi tentado estuvo por seguir adelante, dejando para mejor ocasión el ponerla sitio. Pero tanto le habían dicho acerca del miedo y el espanto de que estaban poseídos los godos, y tanto le habían ponderado la rapidez y facilidad con que los más firmes baluartes se le entregarían, que, confiado y tranquilo, plantó el campo delante de Carmona, esperando que su sola presencia bastaría para hacerla capitular.

Por desgracia para las banderas musulmanas, muy de otro modo ocurrieron los sucesos. Fué el caso, que la guarnición de Carmona, considerablemente reforzada en aquellos días con los cristianos que, procedentes de los pueblos vecinos, vinieran á refugiarse en la ciudad, lejos de acobardarse por la llegada de los invasores cobró bríos y alientos y acordó el defenderse hasta morir. Tan brava resolución, por demás extraordinaria en un tiempo en que importantes poblaciones se daban a los extranjeros casi sin resistencia, era ya bastante de por si; sin embargo, todavía algunos la encontraron deficiente, porque entendían que no se debía esperar á ser acometidos, sino afrontar el peligro desde luego y salir fuera á pelear. Como suele acontecer cuando en las colectividades reinan la decisión y el entusiasmo, los más audaces arrastraron á los más prudentes, todos se contagiaron del mismo espíritu guerrero, y bien pronto la guarnición entera estuvo conforme en probar fortuna, yendo á sorprender el campo enemigo. Al reir del alba del día siguiente salieron los cercados de la ciudad, y arrojándose de improviso sobre las gentes de Muza, hicieron en ellas grande matanza. Trescientos guerreros africanos perdieron la vida en aquel combate. La razón fué, porque confiados en demasía, creyeron que nada malo había de ocurrirles y descuidaron el poner centinelas y guardas, dando ocasión para que los cristianos llegaran en silencio hasta las mismas tiendas, dentro de las cuales acuchillaron á muchos. Cuando, pasados los primeros momentos de confusión y desorden, los árabes quisieron tomar el desquite, era ya demasiado tarde; el daño estaba hecho y los cristianos huían hacia Carmona, en la cual penetraron de nuevo por la misma puerta que horas antes les franqueara el paso.

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