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la costa. Mucho habían adelantado en poco tiempo; sin embargo, mucho más ambicionaban: querían nada menos que explotar solos las inmensas riquezas del país. Comerciantes de pura sangre, no hubo recurso que no emplearan, ni medio á que no recurrieran para lograr su propósito. Lo que en primer término les importaba era acallar los recelos y la desconfianza de celtas y caldeos, y á ello se dedicaron con habilidad y constancia grandes. Tal astucia y sagacidad desplegaron, tan generosos, espléndidos y conciliadores se presentaban siempre, que los turdetanos creyeron en sus protestas de amistad y afecto y les permitieron remontar el Betis y llegar hasta el interior, donde fundaron á Martos, Carmona y otras poblaciones. Los fenicios consiguieron, pues, no el dominio absoluto de la Bética, que tal no pretendían, sino la exclusiva de su comercio, objeto y fin de todas sus aspiraciones.

Pero aquella situación no podía durar. Los jonios, pueblo mucho más civilizado y culto que los fenicios, llegaron á las costas de la Península en el noveno siglo antes de Jesucristo, y favorablemente acogidos por el rey Argantonio, se establecieron muy cerca de Cádiz. Los hijos de Tiro y de Sidón no podían llevar con paciencia que otros hombres vinieran á disputarles el fruto de su política, y pronto se desavinieron con griegos y turdetanos. Encendida la guerra, tocóle á los fenicios la peor parte, y tan apurados llegaron á verse, que necesitaron pedir ayuda á sus hermanos de Cartago. Éstos diéronse prisa á cruzar el Estrecho, desembarcaron en Gadira, y después de vencer á griegos, celtas y caldeos, y hacerse dueños de la Turdetania, volvieron sus armas contra los fenicios, á los cuales arrebataron también sus posesiones, expulsándolos de ellas.

Con el arribo de los cartagineses acabó en la Bética la edad de oro. A la paz y el sosiego sustituyeron la agitación y la guerra, y jamás Mercurio se atrevió ya á dar un paso, sin que antes Marte le allanara el camino. Los codiciosos africanos fueron un verdadero azote para el país; ¿cómo extrañar que éste los odiara de muerte, ni que hasta cierto punto se aliara con los romanos pora hacerlos expiar sus atropellos y violencias? Ahora bien; resta algo en Carmona de las dominaciones fenicia y cartaginesa? Nada, absolutamente nada. Templos, edificios religiosos y construcciones militares, todo ha desaparecido; y á no ser por la significación especial de ciertas monedas y algunas fiestas religiosas conservadas á través de los siglos nadie diría que aquellos orientales habían pasado por nuestra ciudad.

Arrojados los cartagineses de la Bética, nuevos tiranos vinieron á esquilmarla, por más que llegaran en són de libertadores. Los turdetanos se dejaron engañar, se echaron en brazos de los romanos, y en odio á los penos no tuvieron dificultad en remachar ellos mismos las cadenas que habían de esclavizarlos. Cuando más tarde

VI

Viriato y Sertorio se levantaron contra el poder de Roma, no sólo permanecieron impasibles los turdetanos, sino que en lances de apuro ayudaron á sus opresores, contribuyendo á la derrota de los que trabajaban por la emancipación. Y cuenta que jamás ni nunca experimentó la Turdetania saqueo tan escandaloso. Los magistrados latinos fueron en su mayoría excesivamente crueles y ladrones y la fe romana no tuvo nada que envidiar á la fe púnica.

Las guerras de Viriato y Sertorio trajeron graves perjuicios sobre determinadas poblaciones de la Bética, es verdad; pero para Carmona, en cambio, fueron motivo de prosperidad y engrandecimiento. Esto que á primera vista parece paradójico, tiene, sin embargo, fácil explicacion con sólo considerar que durante aquel período de tiempo ocurrió muchas veces que los enemigos penetraron hasta el interior del país, sembrando su camino de ruinas y cadáveres y cometiendo con los moradores de los campos y las pequeñas ciudades, con los ricos en particular, los más crueles desmanes y venganzas. Los atropellados carecían de medios para defenderse, máxime cuando los mismos cónsules eran derrotados y andaban huídos y únicamente los que conseguían ampararse de alguna fortaleza de importancia eran los que podían considerarse libres de todo riesgo. Carmona, por lo numeroso de su guarnición y lo respetable de sus defensas, ofrecía completas garantías de seguridad, y así fué que á ella se acogieron multitud de familias de los contornos. Los nuevos pobladores, muchos de ellos en buena posición social, trajeron á Carmona valiosos elementos de cultura y civilización, merced á los cuales mejoró tanto, que nada tuvo que envidiar á las otras ciudades de la Bética. Resulta, pues, que desde el principio de la dominación romana Carmona alcanzó importancia grande, la cual fué en progresivo aumento hasta la venida de los bárbaros.

Hubo un día en que los vicios de los hombres y la prostitución de las mujeres minaron los cimientos de la sociedad y dieron en tierra con el gran imperio de Occidente. Los bárbaros del Norte salieron de sus guaridas, se arrojaron sobre la Bética, y en pocas semanas arrancaron de raíz y lanzaron al abismo el trabajo de diez y ocho generaciones. En aquel cataclismo Carmona debió perderlo todo, á excepción de sus construcciones militares que tanta falta hacían á los nuevos invasores, siendo insuficiente para reparar las consecuencias del desastre el cuidado con que la atendieron los reyes godos.

Durante los quinientos treinta y cinco años que los árabes dominaron á Carmona, ésta recobró con creces la importancia perdida, llegando á ser tan rica y poderosa como en los tiempos romanos. A decir verdad, así era lógico y racional que sucediera, dado el carácter y la manera especial de ser de los sarracenos. Los nuevos conquistadores eran, en efecto, un pueblo joven y entusiasta, caballeresco y

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fastuoso, de imaginación viva y ardiente, soberbio, independiente y levantisco, y grandemente aficionado á los placeres y al lujo. Con estas cualidades y un teatro como la Bética para ponerlas en acción, ¿quién no se explica los prodigios y maravillas realizados por ellos en todos sentidos? Las ciudades que tenían elementos propios de vida no era posible que vinieran á menos bajo el señorío de los árabes; por el contrario, todas alcanzaron mayores prosperidad y grandeza, y, aparte de las revueltas y trastornos que con harta frecuencia las ensangrentaron, jamás se vieron asiento de tanta cultura y civilización, de tanta riqueza y bienestar.

En el número de las poblaciones rehabilitadas y engrandecidas por los árabes se contó Carmona, ciudad que tenía en su favor, para ser preferida á otras, lo excelente de su posición militar y lo inmejorable de sus condiciones guerreras, requisitos ambos que, si despertaban la codicia de todos los partidos, contribuían también poderosamente á que el que la poseía cuidara mucho de ella, estando siempre atento á su mejoramiento material. En el reinado del califa Abdalláh perteneció al señorío de los ben-Hachach, familia aristocrática y poderosa de Sevilla, y fué la residencia favorita de Ibrahím, el célebre magnate que en sus pujos de independencia se hacía seguir de una escolta de quinientos ginetes para guarda de su persona y de una nube de poetas para solaz de su espíritu. A la desaparición del califato pasó á poder del amir Mohamed ben-Abdalláh, el cual y sus descendientes tuvieron en ella su corte por espacio de cuarenta años. Últimamente, almoravides y almohades la atendieron siempre con gran cuidado, por lo mismo que sabían el importante papel que estaba llamada á desempeñar el día en que los cristianos se decidieran á invadir la Andalucía.

Efectuada la reconquista, Fernando III, Alfonso X, Fernando IV y Alfonso XI la colmaron de fueros y privilegios é hicieron todo lo posible porque no echara de menos su pasada grandeza. El rey Pedro I excedió á todos sus predecesores en la noble tarea de derramar sobre Carmona favores y beneficios, que bien caros pagó por cierto al entronizamiento de la rama bastarda. El último tercio del siglo XIV y los dos primeros del XV constituyen para Carmona una época por demás calamitosa. Desatendida de los reyes y codiciada por Guzmanes y Ponces de León, sufrió innumerables desgracias y estuvo á punto de acabar para siempre; pero la exuberancia de sus fuerzas la salvó, como la salvara también en otras ocasiones y en otros conflictos.

Terminada la reconquista, constituida la unidad nacional y enfrenada la nobleza, el modo de ser de nuestra ciudad varió por completo. Los soberanos, no necesitando ya de sus servicios militares, dejaron de prestarle los cuidados de siempre; los duques de Medina-Sidonia y los condes de Arcos, contenidos en su ambición por el poder

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real, apartaron de ella los ojos y no la molestaron, pero tampoco la favorecieron; por último, los mejores de sus hijos se salieron de ella y se fueron, los viejos á Sevilla, centro de la cultura y civilización andaluzas en el siglo XVI, y los jóvenes á tierras extranjeras, en busca de más ancho campo en que lucir su esfuerzo.

Cual otro Cincinnato, Carmona soltó la espada, empuñó la esteva, y refugiándose en el pasado, se limitó á vivir de sus recuerdos. Sin embargo, alguna qne otra vez echa de menos los tiempos de sus mocedades, llama á sus hijos, les representa el abandono y postración en que se halla, y les invita á despertar y á ganar nuevos timbres con que sustituir los antiguos. Sus excitaciones han resultado inútiles hasta el presente: ¿continuarán siéndolo? No lo tememos. Es más: estamos firmemente persuadidos de que tarde ó temprano Carmona volverá á ocupar en la historia de Andalucía el lugar preferente que de derecho le corresponde.

Tenemos, pues, que durante mil setecientos años, ó sea desde Escipión el Grande hasta los Reyes Católicos D. Fernando y D.a Isabel, Carmona figuró entre las primeras ciudades andaluzas, tomando siempre parte activa y principal en cuantos acontecimientos ensangrentaron ó conmovieron las orillas del Guadalquivir. En tan largo período de tiempo tuvo ocasiones sobradas para cosechar laureles con que tejer la corona de gloria que orgullosa ostenta; pero también contó días tristes y aciagos y lloró amargamente las desventuras y males que trajeron sobre ella los hombres que aspiraron á dominarla.

La historia de estas diez y siete centurias es la que nos proponemos narrar en el presente libro. Si logramos hacerlo à satisfacción de los lectores, quedarán cumplidas todas nuestras aspiraciones y deseos.

DOMINACIÓN ROMANA

I

Carmo, Carcon, Karcomen, Charmonia, Carmena y Carmona, que de todas estas maneras la nombran los historiadores que de ella se ocupan, es una célebre ciudad turdetana, situada en el centro de la Bética, á los 37° 27' latitud y 1° 52' longitud O. del meridiano de Madrid, sobre la gran vía romana de Córdoba á Sevilla (1).

A pesar de que el origen de Carmona se pierde en la noche de los Á tiempos, algunos autores, en su afán por precisarlo, han dado acerca de él las más peregrinas explicaciones. Los que de más antiguo arrancan, toman como punto de partida la dispersión de las gentes en la torre de Babel, y con toda la formalidad que el caso requiere llegan al extremo de afirmar que la fundación se debe al patriarca Túbal en persona. ¿En qué han podido apoyarse los que tal genealogía la dan? Unicamente en las palabras de Josefo, el cual dice que el hijo de Japhet señaló á los iberos las tierras donde habían de vivir.

Pero téngase en cuenta, que no estando demostrada la venida á España del personaje biblico, y existiendo iberos en el Asia antes que en el Occidente, á los primeros y no á los segundos ha de referirse la distribución de tierras de que hace mención el historiador judío. Otros, inspirándose tal vez en fray Annio de Viterbo ó en Florián de Ocampo, métense de lleno por el campo fabuloso, y al cabo de mucho escudriñar logran saber que Brigo, cuarto rey de una dinastía española imaginaria, fué quien verdaderamente levantó la ciudad y sus muros. Inú

(1) El sobrenombre de Augusta con que esta vía militar es conocida en la historia, parece depender de la notable recomposición que en parte de su trayecto (de Córdoba á Cádiz) mandó ejecutar el emperador Octaviano.

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