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Pueblo generoso que ayer proclamabas la razón de tu familia y hoy la pospones á la razón de la humanidad, esa inmensa familia cuyo cariño recuerdas. Tú dices á cada hora lo que debes decir, porque dices lo que sientes, y sientes de un modo que te honra y enaltece; pero ¡cuán malamente caminan los que procuran fijar tus improvisados juicios!

El novelista puede reproducir esos movimientos arrebatados y esas exaltaciones terribles que hacen al pueblo verdugo alguna vez y muchas le obligan á renegar de la justicia que le defiende y ampara; no así el filósofo, que no haciendo servir de seguro apoyo ninguna de tales opiniones, con frecuencia contradictorias, estudia solamente las causas que las producen y los resultados á que arrastran, haciendo deducciones equilibradas con sus invariables principios. Los que para el novelista son grandiosos cuadros, para el filósofo no pasan de ligeras notas, colores dispersos que, al fundirse más tarde á través de un prisma, pueden ofrecerse como luz purísima y deslumbradora.

«No confundáis el odio con la venganza-dice un personaje de Balzac,—porque son dos sentimientos muy diferentes. El uno es propio de almas pequeñas y bastardas; el otro es consecuencia de una ley que obedecen los espíritus más elevados. Dios también se venga, y, sin embargo, nunca odia.»

No es el cumplimiento de la justicia, sino el horrible y pavoroso espectáculo que se le ofrece, lo que al pueblo desagrada. Vedlo: no maldice al magistrado que condena, sino al verdugo que ejecuta. No reniega de la dura ley social que protege la honra y el decoro de todos, amputando el miembro corrompido, sino del hombre cruel que, á sangre fría, hiere al hombre indefenso.

Ayer, cuando el criminal se hizo acusador, todos compadecían al acusado. Aquél reía sin piedad, y éste lloraba con amargura.

Hoy, ¡cuán distinta es la suerte! Aquél sube las gradas del cadalso, y el pueblo. maldice al supuesto cómplice porque rie y canta.

Y todos muestran así la naturaleza de sus instintos. Los criminales odiando sin olvidar nunca sus traiciones; el pueblo compadeciendo siempre al más miserable.

El código tiene por objeto defender el bienestar del mayor número de individuos. La moral determina la comprensión del mayor número de conciencias.

Dichoso el pueblo que se viera obligado á suprimir la pena de muerte porque no hallara entre sus habitantes uno solo que aceptase la plaza de verdugo.

Una eternidad horrible de insoportables angustias, en un día, muy largo para el sufrimiento, muy corto para la esperanza. Y amanece al fin, ¡qué temprano amanece! Ya es la hora; ya el público se apiña; ya llega el cortejo.. Claridad inaudita deslumbra los ojos irritados por el llanto, la incertidumbre y la impaciencia... Y el juez se apiada, pero no perdona.

¡Dios mío, Dios mío! Tú le salvarás. Tú solo sabes por qué siembras junto á las rosas las ortigas; tú sólo sabes por qué la oruga roe la hoja fresca; y la dejas vivir, y callas.

Diderot escribe: «Al ver morir á un >>amigo querido, á una mujer idolatrada, >>¿sabríais trazar el poema de su muerte? >>No. ¡Desgraciado quien pueda en tales >>horas disponer de su imaginación!>>

Cuando el tiempo dulcifica los dolores y restaña las heridas adormeciendo la exaltada sensibilidad, sólo entonces pueden referirse la desgracia y las emociones violentas; sólo entonces aparecerán inspirados el cariño y la ternura, y la razón dará energía y luz al sentimiento.

Mientras abundantes lágrimas inundan los ojos, y el pecho palpita oprimido por el espanto, ¿no es más oportuno rezar ante Dios que dedicarse á escribir para los hombres?

El alma del que muere, abandonando con tristeza el mundo, sin duda se reanima cuando en su camino encuentra el eco de una oración.

Dejad palabras inconvenientes que vuestro cerebro absorto con trabajo combina; dejad para más tarde los denuestos que lanzaréis á la tierra, y levantad vuestro espíritu hasta el cielo.

27 de Julio del 90.

RAFAEL ABARCA

(JUAN GARCIA NIETO)

Desde la hora menguada en que, acosado por un deseo irresistible, por una inclinación tenaz, tuve la osadía de cortar mi pluma y aplicarme al oficio de crítico, juzgador, ó como quiera se llame; analizar, desmenuzándolas ó interpretándolas, obras ajenas y dar mi opinión al público, que no me la pedía: desde entonces, repito, nunca como en esta ocasión me ha dolido tanto que mi corta carrera literaria y mis cortísimos merecimientos no me proporcionen autoridad suficiente para ser escuchado y atendido, y para que mis apreciaciones puedan influir directa y profundamente en el juicio del público, excitando la curiosidad de los indiferentes.

Un crítico casi novel sale hablando de un autor ya famoso, con ínfulas de prohombre, trae al egregio de la mano,

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