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interponga paño azul. «¡Oh! el tesoro oculto; esta era su manía. Estaba al tanto de todos los más famosos en la larga lista de los que no parecen nunca, porque no hay quien dé con ellos ó quien pueda acercarse á donde se ocultan; y, entretanto, él, que se dejaba sacar un diente antes que un ochavo, se dejaba robar por todos los presidiarios que le escribían pidiéndole dinero para una empresa de aquella catadura que había de valerle el oro y el moro.»

Esta condición de carácter justifica el fin, que de otro modo parecería tal vez algo fantástico y rebuscado. El Berrugo no cesa en sus afanes, piensa en todo: en el plazo que vence, en el Agosto que se acerca, en los aperos, en la comida y en el trabajo de los demás; no se le escapan ni desperdicia una sola ramuca de leña, una brizna del pajar, ni una piedra de las que los chicuelos arrojan al corral; pero á través de todas estas preocupaciones y de todos los quehaceres, aparece la idea dominante: un tesoio escondido. Los dichos de las adivinas, los sueños del médico, las explicaciones del Lebrato, mil y mil casualidades que se unen y se enla

zan, que se aclaran y completan, dan calor y color al gérmen, siempre vivo, siempre creciente. El oculto tesoro existe; ya tiene nombre, ya se conoce el lugar donde se guarda... y el Berrugo se decide á recogerlo cuando más lo necesita para «hacer unas leyes á su gusto, comprar á la justicia y al mismo rey, para que con él no rigieran esas leyes infames y cochinas, hechas por pillos legisladores que, si tuvieran camisa que perder, ya pensarían de otro modo.»>

El carácter de ese hombre lo constituye una sola pasión, que le priva de toda clase de sentimiento; en todos sus actos, desde el más pequeño al más transcendental, se muestra la codicia, menos en su codicia misma; sólo por hacer ésta mayor, es alguna vez capaz de mostrarse generoso.

Con su locura en la mollera y su tiranía invencible, no abandone un momento su obra, y, valiéndose de mil cavilaciones y disimulos, camina hacia su fin, al que llega fatalmente para perder la vida en lugar de hacer suyo lo que buscaba.

Y para todo esto, ¡qué sagacidad, qué imperio de sí mismo, qué abnegación tan

grande muestra! Cada vez que D. Elías le relata sus visiones, al mismo tiempo que le arranca las palabras y las noticias, electrizándose con aquellos cuentos del histérico, ¡qué colosal esfuerzo necesita para fingir indiferencia y desprecio que no le vendan! Como Grandet pensaba que los escudos viven y se mueven lo mismo que los hombres: van, vienen, sudan y producen,» algo análogo le ocurrió al Berrugo, que llegó á decir del tesoro: «‹él está allí, allí, esperando á que lo descubra con mis propios ojos.» Y si cuando le roban á su hija se conmueve y rabia, bien pronto deja comprender que no es el amor de padre lo que en él se agita, sino un amor de otra clase, porque teme que detrás de la hija vaya la dote de la madre, y detrás de la dote todas aquellas riquezas «que no puede llevar consigo á la sepultura ni esconderlas donde nadie las encuentre.>>

El castigo llega como fin de una acción natural, como consecuencia de todos los delirios de aquel espíritu enfermo, y el autor consigue su objeto, no ya sin faltar á las leyes más exigentes de lo verosímil, sino logrando con acierto la

consecuencia inmediata y probable de las variadas condiciones que propuso y detenidamente planteó.

Hemos creído ver en Inés otro carácter digno de ser estudiado, por el desarrollo especial de sus facultades, según el medio en que van colocándola diferentes circunstancias de su vida.

Cruz se llamaba su madre, que había recibido «una educación á la sombra,» si no muy literaria, bastante por lo menos para formar una «hija como es debido,» y «una mujer como Dios manda.»> Cómo estimó el grosero jándalo las prendas de Cruz «<lo publicaron muy luego la expresión de pena mezclada de espanto que se pintó en sus ojos, de mirar tan dulce y tranquilo antes; el sello angustioso de su boca, tan fresca y risueña siempre; la palidez que iba difundiéndose de día en día sobre el arrebol de aquella cara que fué tan saludable; la cabeza inclinada, el paso descuidado y perezoso...» Nació Inés, y «la naturaleza de Cruz, tan combatida por los dolores morales, no pudo triunfar de este gran esfuerzo físico sin padecer un profundo quebranto.» «Cruz recibió á la hija de sus entrañas como un

don que el cielo le enviaba para consuelo de sus tristezas,» «y se entregó en cuerpo y alma á aquella santa pasión, que rayó en locura de amor materno.» «Por fortun1, ó, mejor dicho, para menos desgracia de la pobre madre, Inés iba creciendo y esponjándose de día en día;>> pero las dolencias de Cruz se agravaban, y después de sufrir los tormentos prodigados por curanderos, saludadores y brujas del infierno que hicieron con ella iniquidades, murió la pobre mártir, viéndose humillada por una culebrona que la despojó de toda autoridad, entrando á servir en su casa, y haciendo suya, quizá por ignoradas artes, la voluntad del Berrugo, que nadie, sino ella, y aun por corto tiempo, supo dominar.

A Inés le quedaba todavía un refugio: la casa de sus abuelos, á donde hacía frecuentes visitas, y donde pudo columbrar algo del mundo exterior á través del solícito cariño de los ancianos; pero bien pronto, hasta de esto, vino á privarle la implacable muerte.

«Inés crecía, y sus contornos de niña iban adquiriendo la redondez y la turgencia de las mujeres fisicamente pre

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